• Sergio Mastretta
  • 14 Diciembre 2012
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Por: Sergio Mastretta

10.- Palo sangrado

 

Camino a Vicente Guerrero desde Ignacio Zaragoza pasando por la cabecera de San José Olintla. En línea recta no pasan de dos kilómetros, pero entre quiebre y salto de barranco, se convierten en diez. Los primeros dos kilómetros están pavimentados, pero los siguientes siete serán de brecha con pedregones blancos bien afilados que amenazan a la más ranchera de las llantas.


Acompaño a cuatro campesinos de Ignacio Zaragoza que han decidido ir a este pueblo colgado también de la barranca del Ajajalpan, una cañada más allá. Es la hora en que regresan a casa desde sus cafetales los hortelanos, me digo, para juntar en un solo canasto hombres, mujeres  y niños, de todas las edades, todos con su mecapal, todos con su costal a la espalda, todos como hormigas imbatibles con sus cuerpos doblados por la carga de diez, treinta, sesenta kilos, según la fuerza.


Es una buena ruta la que seguimos para valorar la realidad campesina maicera: por todas partes las cañas esperan la cosecha, pero en todas partes están sembrando, en un toma y daca de la montaña baja y el trópico (estamos a 600 metros sobre el nivel del mar, pero el río corre cuatrocientos metros más abajo), del invierno que no existe pero que cala en el hueso de la noche. Dispuestos de rectángulos, y vistos de loma a loma, adivinas la corriente antigua de la tierra y la vida.


Eduardo es un joven que terminó la preparatoria. Nació en Ignacio Zaragoza, y como todos los muchachos de estas familias totonacas, es sembrador y cultivador de café. Su mirada atenta nos señala la calidad de los cafetos, buenos y malos según el trabajo. Por el camino, Eduardo y sus compañeros analizan la situación de los cafetaleros totonacos: puede llegar a venderse hasta en 32, 33 pesos el kilo. Ahora está a 18, 20, ya seco. En cereza, verde, a 8, 10 pesos; conviene más en cereza, pues seco lleva mucho tiempo. No hay beneficios. Hay quien lo seca, lo lava, lo despulpa, unos cuantos tienen despulpadora; depende de la huerta, 200, 300 kilos. Trabajando bien la huerta, más, algunos llegan a los mil kilos; si es planta nueva, una ramita, unas pocas más al principio, si es planta vieja, muchas ramas que estorban, se da menos; otros cafés llegan, pero no aguantan la lluvia, se cae; son variedades de fuera, de costa rica; no hay cursos, ninguno ha participado en capacitación; no llegan los técnicos, o los comienzan pero no los terminan; falla el gobierno; la organización Tozepan no llega, están en Olintla; aquí cada quien su huerta, depende si lo cuidan o no lo cuidan; antes sí, con el Instituto Mexicano del Café, les daban para mantener, apoyos como el abono, eso cuentan los hombres grandes; a veces vienen unos ingenieros, y sí lo pueden cultivar mejor, pero no tienen dinero, no lo pueden pagar, no hay buen precio, no se puede trabajar, por eso muchos dejan sus huertas, por eso necesitan un gobierno que les consiga buen precio, entonces sí, se ordenan, chapean, abonan, lo cuidan pa que no se caliente demasiado…


En un rincón de la cañada se cierra el monte. Aparecen las caobas y cedros sobrevivientes. El ojo afilado de Eduardo reconoce el palo matanka, el que utilizan los taqueros para cortar su carne. Y sigue la vista totonaca por la foresta: por allá un akalpu, un fulnikihue, pero mis ojos son ciegos, mal educados, ignorantes.


“Ese es un palo sangrado”, acierta Eduardo, si te cortas, no más lo escurres y la sangre se para.

 


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