• Sergio Mastretta
  • 14 Diciembre 2012
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Por: Sergio Mastretta

3.- El Espinazo del Diablo

 

Carretera  Cuatro Caminos-Hueytlalpan-Olintla, inaugurada por Calderón en el 2008. La Sierra se derrama en tantos montañosos y carreteros hacia Veracruz: en el oriente, por el cerro en Chignautla, allá en Teziutlán. La montaña de piedra en Tlatauqui y el río  Apulco apresado en Mazatepec.  El caserío blanco en Cuetzalan y Los nichos oscuros de las pirámides de Yohualichan. En el norte, el altiplano se desbarranca por Huauchinango, observa el desastre de cien años de las represas en Necaxca y Tenango de las Flores, confirma la desaparición de las selvas por los cafetales en Xicotepec, y se rinde en los lomeríos petroleros de Venustiano Carranza. Carreteras viejas, algunas de la primera mitad del siglo XX, cuando el Estado Mexicano recuperó la Faja de Oro en Poza Rica.


Las otras han tardado. Como la Interserrana, con sus 120 kilómetros que van de Zacatlán a Zacapoaxtla. Tal vez treinta años transcurrieron entre la primera promesa gubernamental y su culminación, a principios de los años 80. Otras van más lento todavía, y no han logrado saltar barreras naturales y políticas. Como ésta que recorro desde el crucero de Cuatro Caminos, en un filo de la Interserrana, entre Tepango y Zapotitlán, bombardeada de baches y abandono, cruzada de soledades entre pueblo y pueblo, atorada en Olintla ante el barranco abierto por el rio Ajajalpan, sin puentes que lo crucen y unan a los pueblos del Totonacapan de Puebla y Veracruz. Por la línea de los cerros se destacan los pueblos: Amixtlán, Coatepec, Bienvenido, Hueytlalpan, Ixtepec, Atequizayán, Zoquiapan, Jonotla, Huehuetla, Olintla. Logro ver algunos desde el Espinazo del Diablo, como le pusieron los campesinos a esta especie de puente colgante que los ingenieros armaron en este desfiladero desde el que se miran las dos cuencas, la del rio Zempoala y la del Ajajalpan. En ninguno falta el palo de los voladores de la Sierra, que no de Papantla, dirán los lugareños.


El sol de diciembre rebota contra la bruma, los cerros nerviosos casi desaparecen en el sopor del mediodía. Puedo ver desde aquí en el extremo del horizonte, el cerro Zotolo, allá en Tetela; un poco más acá el Cózotl, dominador de los municipios de Huitzilan y Zongozotla. Los caminos se pierden en el tiempo, por un instante no hay combis ni mulas en las quebradas, sólo senderos ocultos en la selva. Veo subir desde el sur a los caminantes nahuas que huyen de las guerras aztecas; veo subir desde el norte a los caminantes totonacos que se ocultan de los señores que los persiguen desde la costa para las mismas guerras floridas. Subir, esconderse en la montaña. Rosar, quemar, sembrar maíz.

 

Ahí están las dos cuencas de estos ríos internos, abruptos, serranos. Zempoala y Ajajalpan. En ellos se encerraron hace seiscientos años nahuas y totonacas. Ahí pelearon sus guerras locales, huyeron de las guerras imperiales, vieron llegar a las espadas, los arcabuces y los perros. Y también a los misioneros que con la fuerza de los brazos indios levantaron los templos y sepultaron en los altares cristianos a sus dioses. No sepultaron a los ríos. Sobreviven los vestigios de los puentes de piedra. Plantaron sus iglesias sobre las cornizas de los montes oscuros y fríos, sobre las lomas en las cañadas calientes y brumosas. Desde ahí pelearon las guerras externas, se hicieron famosos sus guerrilleros en el partido de La Montaña, se cobijaron en los nuevos señores locales. Al final los vieron también muertos en los pedestales dedicados a los los tres juanes de la Sierra, festejados a tamborazos en los jolgorios patrios auspiciados por el Estado de la revolución mexicana.

 


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