• Sergio Mastretta
  • 11 Abril 2013
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Por: Sergio Mastretta

 Para llegar a Zongozotla tomamos una micro desde Zapotitlán. La carretera serpentea por la ribera sur del Zempoala y trepa poco a poco hasta la y griega de la que parte el camino a Huitzilan. Tomamos ese camino. Y yo recuerdo lo que escribí después de asistir a la celebración la fiesta patronal del pueblo:



Durante muchos años Huitzilan ha guardado para mí el semblante impenetrable que tienen los mitos. Inabordable también, por su encierro y sus historias de violencia. Se parece tanto al de las mujeres que en este viaje encuentro en el solar la casa de Juan Gregorio Bonilla, presidente municipal en turno y mayordomo principal en la celebración de la patrona del pueblo, Santa María de la Asunción. Ellas me observan serenas mientras rellenan de mole las hojas de los 21 mil tamales que se cuecen por tandas en un enorme perol metálico elaborado desde hace tiempo precisamente para estas fiestas del 15 de agosto; responden con monosílabos los saludos de los extraños mientras extraen de las ollas de barro esa sustancia espesa casi negra que unifica en la sabiduría de su confección a las mujeres mexicanas. A las diez de la mañana han pasado por esta faena todas las muchachas, sus mamás y sus abuelas; desde los barrios han venido a cumplir con la encomienda y esperarán que afuera terminen los danzantes de la mayordomía para comer ellas también. Sentadas platican en náhuatl sus mudanzas y me miran inexistente como sólo ellas saben hacer con los extraños.

Están ahí, formidables en su misterio: son todas o muy jóvenes o muy viejas, como si el enigma de sus vidas se resolviera en una frontera brutal en la que el rostro en flor se desvanece en arrugas añejas y piel encallecida. Imagino que así han estado siempre, sentadas y fundamentales para que las cosas ocurran, como ahora con los tamales, en otro rato los hijos, todo el tiempo el trabajo en el monte para la leña, en el comal para las tortillas, en algún momento con el marido para más hijos. También en el llanto, con el dolor desahogado en la penumbra del funeral en la iglesia. Ellas son las madres, las hijas, las hermanas de más de 150 muertos mal documentados ocurridos en la guerra civil que ha vivido este pueblo desde 1977, año en el que los indios se insurreccionaron contra los caciques para tomar un predio de catorce hectáreas en una de las cuestas que lo encierran. Caciques priistas, UCI, Antorcha Campesina y la violencia social y política. Para estas mujeres jóvenes viejas, el tiempo es breve: se entierra con los muertos y es el vapor en los tamales que se cuecen. 


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