• Francisco Pérez Arce Ibarra
  • 28 Noviembre 2012
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Por: Francisco Pérez Arce Ibarra


Era viernes, casi las tres de la tarde, hora en que termina el primer turno. Yo estaba en la banqueta con los despedidos, esperando la salida de los obreros para repartir la convocatoria a una nueva asamblea. No había nueva información sobre los procesos legales, pero hacía falta algo que mantuviera el ánimo: una asamblea nutrida podía cumplir ese papel. (Los juicios por la reinstalación empezaban, y la demanda de titularidad sufría la interminable marrullería de abogados y burócratas.) Había sido una mañana cálida, pero la tarde sería fresca. Entonces se oyó algo extraño en la fábrica, un rumor desconocido, y luego vino la batahola, no era una salida normal, no era la banqueta animosa de días anteriores, los obreros salían callados, a paso lento, con gestos torvos, ceños fruncidos, miradas esquivas.


            “Hubo un accidente en troqueles”, oímos, sin poder precisar el origen de la información.

            “Otro accidente en Troqueles”, dijo uno que se acercó a nosotros.

            “¿Grave?”, preguntó Moisés.


            Nadie sabía exactamente lo sucedido; vimos que una ambulancia entraba por la puerta dos. La gente se juntaba en la banqueta y no se dispersaba como sucedía normalmente; se quedaba ahí, compartiendo ese extraño silencio. Nosotros repartíamos los volantes sin decir palabra. La noticia llegó en voz de uno del departamento de troqueles:

            “Fue Matehuala, le repitió la máquina y le atrapó la mano.”

            “¿No le puso el seguro?”, preguntó Moisés.

            “¿Quién sabe. Muchas veces no lo ponía para ir más rápido, como todos.”


            Los accidentes en Troqueles eran historia larga. La maquinaria era vieja. En el taller mecánico idearon un seguro que bloqueaba la caída del troquel si repetía. (Un sistema sencillo e infalible que exigía un movimiento extra al sacar la pieza troquelada; un mecanismo dejaba fijo el troquel mientras se acomodaba la nueva lámina, y se botaba automáticamente al bajar la palanca. Era sólo un movimiento más. Pero la presión para cubrir una cantidad mínima de productos (la “cuota piso” le llamaban), hacía que a menudo los troquelistas optaran por ahorrarse ese movimiento extra. Mala cosa si repite la máquina y no pusiste el seguro, porque en el movimiento de acomodar la pieza se cruza el brazo bajo el troquel. Mala cosa. Los supervisores, los ahora llamados con furia “capataces”, se cansaban de insistir en que utilizaran el seguro, pero también se cansaban de exigir más producto.


            “Matehuala no pudo olvidarse de poner el seguro”, dijo Cipriano, “era un veterano y los veteranos saben del peligro, lo han visto muchas veces, saben el a be ce, no se confían”.


            “¿Cómo está Matehuala?”, preguntó Moisés cuando la ambulancia salía con la sirena prendida.


            “Mal”, dijo un joven ayudante que había presenciado el accidente. “Le repitió la máquina y le agarró la mano, le salía muchísima sangre.” El muchacho sollozaba. “Pegó un grito espantoso; lo tengo rebotando en la cabeza y no lo puedo sacar de ahí.”


            Otro joven, con el susto metido en los ojos, juró que el seguro estaba puesto.

            “No puede ser”, dijo Moisés. Él sabía, él había participado en el diseño del seguro.

“No puede ser: no estaba puesto. El seguro no falla.”

            “Alguien lo quitó”, dijo otro en tono más bien de pregunta.

            “Nadie lo puede quitar estando el operador frente a la máquina.” Era nuevamente la voz parsimoniosa de Moisés.


            Matehuala estaba en la lista de Moisés, era de los veinte primeros, y había aceptado sumarse al movimiento. Los obreros del primer turno permanecían en la banqueta, silenciosos; la banqueta no se parecía a la de ningún otro día. Estaban ahí para acompañarse. Pensaban en el accidente. Yo también pensaba en el accidente, aunque quizá de una manera diferente, no me acordaba de Matehuala, no conocía el espacio físico en el que había sucedido, nunca había visto un troquel, no podía imaginarlo como ellos, sentir el peligro que significaba... pero intuía el miedo que ellos sentían. Me dolía la panza.


            Moisés, Martín y yo fuimos a la clínica del Seguro Social. El herido había perdido mucha sangre y estaba en shock. La esposa y sus tres hijos adolescentes formaban un grupo triste, agüitado; se mantenían juntos en un rincón de la sala de espera, mirando despacio a todos lados, con desconfianza o con miedo. Desamparados. Su único amparo era su propia cercanía, la de los cuatro, pegaditos, el mayor tendría unos doce años, iba con uniforme de secundaria. Moisés se acercó. La señora Matehuala le tendió la mano, lo saludó blandamente, aguantando las lágrimas.


            Nos quedamos ahí hasta que dieron el parte médico: le amputaron la mano, su situación era estable, había perdido mucha sangre, necesitaba llevar tres donadores, permanecería en terapia intensiva pero su vida ya no corría peligro.


            Dejaron que la esposa lo viera unos minutos, estaba sedado, “respiraba pacíficamente”, nos dijo al salir. Ella abrazó a sus tres hijos, se quedaron así unos minutos, como si estuvieran rezando. Moisés se acercó y habló con ella unos minutos, lo veíamos hablar con parsimonia, ella miraba con ojos cálidos y afirmaba con la cabeza. Moisés nos hizo una seña para que nos acercáramos. La saludamos. “Lo bueno es que su vida no corre peligro”, dijo la señora con un profundo suspiro. “Sí”, dijo Martín, “eso es lo principal”.


            Salimos cuando ya había obscurecido. “Nadie del sindicato se presentó”, comentó Moisés lacónicamente.


            “Hace un año”, dijo Moisés, “se accidentó un compañero de almacén, se cayó de una altura de siete metros, no se murió de milagro, pero no quedó bien, apenas puede caminar; como era trabajador eventual ni siquiera lo habían inscrito en el Seguro, y el sindicato no quería saber nada de él, a pesar de que le descontaban cuota sindical. Le armamos una tremenda bronca al sindicato y éste finalmente intervino. El resultado fue que el Seguro le puso una multa a la empresa, pero a él no lo reconoció como asegurado. La empresa asumió la cuenta del hospital, y a él le pagó 3 meses de sueldo y ay nos vemos. Así terminó el asunto. Un compañero de 30 años en un instante terminó su vida laboral, o al menos quedó muy limitada. Se fue a su casa con su limosna. De haber sido de base, de haber estado inscrito en el seguro, de haber tenido la asesoría de un abogado honrado, al menos tendría una pensión de por vida, aunque fuera mínima. Pero lo más doloroso era esto: de haber tenido el equipo de seguridad necesario no le hubiera pasado nada.” Todo lo dijo de corrido, en su tono siempre monótono, en voz baja, como recordándose la historia a sí mismo. Se empujo los lentes contra la frente, y me dedicó una media sonrisa: “por eso, Montse, la demanda de bases para nuestros 300 eventuales es tan importante; mantenerlos así es una gran injusticia.”

 


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