• Francisco Pérez Arce Ibarra
  • 28 Noviembre 2012
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Por: Francisco Pérez Arce Ibarra


            El plan de Moisés contenía aritmética más que otra cosa, y buenos deseos y cuentas alegres. Daba por descontado que sus compañeros entrarían al movimiento; no podía ser de otra forma porque las condiciones de trabajo eran malas, y empeoraban; ganar el mismo salario costaba mayor esfuerzo, los supervisores apretaban las tuercas cada día, y no era algo casual, más bien parecía una política de la empresa, diseñada en el más alto nivel. Todos se daban cuenta de lo que sucedía. Era evidente.


            ¿Pero el miedo?

            “No tienen miedo.”

            Era cortante. Le tenía una fe ciega a su plan.


Sí, la fe siempre es ciega cuando se trata de asuntos religiosos. Moisés tenía fe ciega en su plan simplemente porque no concebía que sus compañeros pudieran estar en desacuerdo: porque lo que les decía era obvio para cualquiera. Y lo que es obvio no puede negarse. Lo aceptarían. Sonaba ingenuo y optimista, pero al mismo tiempo tenía una seguridad de piedra. El rostro indio de Moisés no expresaba mucho. Parecía contener una paciencia interminable. Sabía escuchar. Recibía las dudas y las objeciones sin inmutarse, y contestaba con el mismo tono incansable. Todo eso explicaba por qué inspiraba tanta confianza.


Usamos el fondo de La Cooperativa, nuestra organización, formado con las cuotas que pagábamos semanalmente, para comprar 50 “leyes de pastas rojas”, y acordamos que se las iríamos llevando de diez en diez. Nos entusiasmaba la idea de que en el futuro, en el maletín de cada obrero de Motores hubiera un libro; ahora una Ley Federal del Trabajo, pero después serían libros de marxismo, de historia, novelas... Las libros que nosotros habíamos leído y eran los que nos tenían ahí.


El tercer día que nos reunimos (la tercera semana), había iniciado su plan y estaba entusiasmado, sonreía satisfecho. Pocas veces lo vi sonreír como esa vez. Generalmente no sonreía, y cuando lo hacía era con media sonrisa. Pero esta vez sí. La respuesta de sus amigos había sido favorable, como lo previó.


“Reaccionaron como si estuvieran a la espera de que alguien les propusiera algo”, dijo. Esa frase decía mucho de la situación que vivían hacía ya algún tiempo. Estaban cansados del trato prepotente de los supervisores (nosotros empezamos a llamarlos capataces, y adoptaron fácilmente el cambio: le quitaba el aura al puesto de supervisor y le ponía el rostro villano de capataz). Estaban hartos de las horas extras que les endilgaban mediante chantajes, y que luego ni  siquiera les pagaban completas. Estaban temerosos por la falta de seguridad. Estaban molestos con el ridículo aumento salarial del año anterior... La lista de enojos se acompañaba de anécdotas y de manoseados recibos que demostraban descuentos indebidos y horas extras mal pagadas.


La reunión de la siguiente semana ya no fue en La Liga, sino en la casa de Cipriano Duarte, en la colonia Olimpia, vecina de la zona industrial. Llegaron siete obreros. Cipriano había mandado por refrescos para la ocasión. Me tocó una Lulú roja y tuve que aguantarme, Martín agarró la coca y Moisés no dejó que se le escapara la Manzanita.


Moisés habló largamente. Era reiterativo y monótono pero quizá debido a su voz de tenor y a la expresión severa de su rostro mantenía la atención de todos. Su discurso era lógico y conducía, paso a paso, a conclusiones simples. Y cuando parecía que había terminado, volvía a recorrer todo el camino. Era tenaz barredor de dudas, no dejaba ni una viva. Los compañeros habían comprendido y se les notaba en los ojos satisfechos.


Después habló Martín, con cautela como siempre. Para mí, con excesiva cautela. Yo seguía sin decir palabra. Quería pasar desapercibida, lo que resultaba ilusorio por ser la única mujer, y además “güerita”. Los obreros me trataban con cortesía y ceremonia, pero, también, creía yo, con desconfianza o algo así. Mi presencia los modificaba, les impedía sentirse a sus anchas, creo que los obligaba a ser más serios, más formales. Pero también, seguramente, se iban acostumbrando a mi presencia.  De esa cuarta reunión salí eufórica. Habíamos formado un círculo muy sólido y Ricardo Moisés se nos revelaba como un líder natural.


Llevamos el tema de Motores Xalostoc a la plenaria de nuestra organización, La Cooperativa...

 

(La Cooperativa estaba formada por estudiantes o ex estudiantes marxistas o anarquistas o cristianos o simplemente rebeldes; nació para hacer cine y exhibir  sus propias películas, peliculitas, filmadas en súper ocho, un formato casero que dejó de usarse con la llegada del video. Así, de repente, cualquier noche, caíamos con nuestro mini proyector en una fábrica en huelga. A veces se trataba de huelgas desahuciadas, de esas que se alargan y ya nadie les hace caso, más que los poquitos obreros que resisten en guardias tristes. A veces eran huelgas recientes y animosas. Venimos a apoyarlos, decíamos, somos estudiantes, queremos pasarles una película. Claro que sí, por favor pasen a lo barrido, tomen un refresco, un cafecito de olla, una limonada... (Y un taco si llegábamos a la hora de la comida, o un pan dulce si a la hora de la cena, o huevos al albañil, si en el desayuno.)  Exhibíamos en la banqueta sobre una sábana, o sobre la pared pelona, nos recibían con simpatía y nos despedían con mucho agradecimiento y mucho saludo de mano, y  a ver cuándo vuelven… y entonces teníamos que buscar otras películas, ya no de súper ocho sino de dieciséis milímetros, más profesional, quién sabe de dónde sacamos un proyector de dieciséis y la función era más larga, y los huelguistas felices, y se juntaba gente del barrio, y niños que se quedaban muy atentos, quién sabe si entendiendo algo, pero absortos, con la boca abierta, viendo monos moviéndose en la pared. Casi siempre las proyecciones resultaban un éxito. Así nos fuimos involucrando en las huelgas y, pues, nos convertimos en asesores y en camaradas y hasta en dirigentes, conocimos a Ana,  a Pablo y a Arturo, a quienes bautizamos como “los jóvenes abogados”. Nos pusieron a leer la Ley Federal del Trabajo, esa de pastas rojas como la que nos pidió Moisés; llegamos a conocerla muy bien, sobre todo los artículos más requeridos acerca de la organización de sindicatos, despidos injustificados, revisión de contratos colectivos... Nos fuimos familiarizando con el texto de la ley, y un poco también en lo procesal... En fin, seguíamos con lo del cine, pero ya nomás filmábamos mítines y manifestaciones y huelgas y hacíamos cortos que luego se los pasábamos a ellos mismos, lo que desataba risas y bromas, pero también como  que les daba importancia verse retratados en una película... Poco a poco se nos fue acabando la idea de convertirnos en cineastas... Para no hacer el cuento largo, así más o menos nos convertimos en activistas del movimiento obrero, por eso es que una organización sindicalista tenía un nombre tan raro: Cooperativa de Cine Marginal, o simplemente, La Cooperativa... Nunca se nos ocurrió cambiarle el nombre.)

 

En La Cooperativa teníamos reuniones plenarias cada mes y ahí llevamos el asunto de Motores. Nos parecía urgente informar lo que estaba pasando: el liderazgo de Moisés, el descontento generalizado en la fábrica, y el círculo que tan fácilmente se había formado; todo eso hacía previsible un estallido, y más valía estar listos.


Martín hizo un informe detallado. Había registrado cosas que a mí se me escapaban, como el número de departamentos dentro de la fábrica, la forma en que se encadenaba la producción, las características técnicas del proceso (hasta hizo un diagrama en el pizarrón), o la importancia de lo que ahí se producía para el conjunto de la industria automotriz nacional. Esa parte me gustó, me pareció clara, y a mí misma me informaba de cosas que no había registrado, pero lo que no me gustó fue la parte, digamos, política. Su propuesta era demasiado tímida, demasiado lenta.


Yo opiné que estábamos ante un gran potencial, que Motores podía ser una chispa en la zona, que es una de las zonas industriales más importantes de la ciudad y del país, que teníamos que ser más arrojados y apretar el acelerador. Advertí que demasiada cautela daría al traste con ese potencial, y sería nuestra responsabilidad frenar un movimiento fuerte que podía adquirir gran importancia para todo el sindicalismo independiente.


La mayoría estuvo de acuerdo conmigo. Martín se enojó. 


Me reclamó que lo había llamado tibio y burócrata. Yo no utilicé esas palabras, no son mías. Y yo también me enojé con él porque criticó que yo no abría la boca en las reuniones del círculo de fábrica y sin embargo venía aquí y soltaba grandes rollos criticándolo y sin proponer nada claro. Tenía razón, en parte, pero en parte no. Como quiera, después de eso me prometí a mí misma vencer el miedo y tomar la palabra en las reuniones del círculo. Y lo hice. Cada vez con más naturalidad y confianza conforme notaba interés y  aprobación en mis palabras; y siempre mi opinión se inclinaba por acelerar el movimiento: estallarlo pronto, lo antes posible, el momento propicio era ya. En cambio Martín seguía con su cautela e insistía en mantener las acciones en tono muy bajo para tratar de evitar la represión. Visto desde ahora los dos teníamos razón. El movimiento se aceleró solo. No por mi opinión ni por la de nadie, sino porque el descontento crecía y no había manera de pararlo. El temor de Martín era que llegara la represión cuando el círculo aún no tuviera fuerza suficiente para soportarla. Y la represión llegó pronto.


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