• Francisco Pérez Arce Ibarra
  • 28 Noviembre 2012
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Por: Francisco Pérez Arce Ibarra

La primera asamblea general fue dos meses después, casi exactamente en el tiempo previsto por el plan de Moisés, ese que yo califiqué de más aritmética que otra cosa. Nos prestaron un terreno baldío en la Colonia Olimpia, lo escombramos y rentamos cien sillas que al final resultaron insuficientes. Moisés presidió la asamblea, a su lado estaban  Martín y Pablo, a quienes presentó como “licenciados”. Pablo Alcalde era del despacho de los jóvenes abogados. Yo estaba emocionada, me daba risa de contento ver en las manos de muchos asistentes las leyes de pastas rojas.


Siguieron días rápidos. Una semana después metimos la demanda en La Junta de Conciliación y Arbitraje. Pedíamos la titularidad del Contrato Colectivo que detentaba indebidamente un sindicato que nadie conocía, que era totalmente un apéndice de la empresa. Queríamos que el trámite no hiciera ruido, al menos en los primeros días, pero la empresa se enteró de inmediato y al día siguiente despidieron a Ricardo Moisés y a Cipriano Duarte. Hubo gran mitote en la fábrica. Se corrió la voz de los despidos por todos los departamentos y a la salida hicimos un mitin en la banqueta. Entonces fue una banqueta distinta, desbordada, ya no era la banqueta que parecía patio de escuela. Ahí estábamos Martín y yo. Al menos 200 obreros ocuparon la calle interrumpiendo el tránsito. Llegaron dos patrullas de policía a informarse y luego se fueron sin hacer nada. Yo estaba rabiosa, enojada como nunca, tenía la cabeza caliente y la sentía como si fuera a estallarme, se me salían las lágrimas; los despidos me parecían una injusticia bárbara, los corrieron nomás por haber iniciado un procedimiento legal. Perfectamente legal. Y me daba rabia que de allá mismo, del tribunal que debía defender los términos procesales, había llegado el pitido a la empresa. Yo lo sabía: esas cosas pasan, no debía sorprenderme; pero no es lo mismo saberlo que sufrirlo. Era una chingadera. La ley no servía para nada. No pude aguantarme y lloré enfrente de todos. Martín lo había advertido hasta el cansancio, pero también para él fue una sorpresa que sucediera tan pronto. Cipriano estaba callado, preocupado, con la mirada en el piso y las mandíbulas apretadas. Moisés hablaba fuerte (al día siguiente estaba ronco), explicando que era la respuesta a la demanda que se había metido “para echar al sindicato charro y tener un sindicato auténtico, independiente, nuestro”. Martín habló con claridad pero sin el volumen necesario, sólo lo oían los que estaban más cerca. Por eso tuvo que repetirlo muchas veces y también acabó afónico.


“Pero aunque nos corran, la ley sigue estando de nuestro lado, tenemos razón, no hemos hecho nada indebido y vamos a demostrarlo.” Esas eran las palabras de Moisés mil veces repetidas, a menudo levantando con la mano la ley de pastas rojas en gesto teatral.


Los dos, Martín y Moisés, transmitían la rabia, pero también buscaban inspirar confianza en que las cosas irían bien. Dijeron que era normal que esto pasara:


“Las empresas piensan que si despiden a los dirigentes, los demás obreros van a meterse debajo de la cama. Muchas veces les funciona este método. Pero de pronto se enfrentan con obreros que ya no se espantan con el petate del muerto porque conocen la ley y saben defender sus derechos. Nos consideran muertos de hambre que temblamos ante el despido. Y sí, es cierto, necesitamos el trabajo, pero también conocemos nuestros derechos y los vamos a defender.”


Ese era el tono del discurso: “Nos quieren espantar pero no nos espantan, nos consideran muertos de hambre asustadizos e indefensos, pero no nos vamos a rajar a la primera, ya no es tan fácil doblarnos, ya sabemos que la ley está de nuestro lado.”


Nos reunimos en el despacho. Ahí estaban los tres abogados: Ana, Pablo y Arturo. La estrategia jurídica expuesta nos tranquilizó: teníamos la razón, podían hacerla cansada, pero no era posible que perdiéramos el juicio, siempre que la mayoría de los trabajadores se mantuvieran firme. Convocamos a una asamblea general para el sábado siguiente. Ahora sí, no había más que acelerar el movimiento a todo lo que diera. Echar toda la carne al asador. Apostar fuerte.

 

Por primera vez vi una asamblea de trescientos obreros. También por primera vez participaron mujeres; había unas veinte o treinta, asustadas pero contentas. Me obligué a tomar la palabra, pensé que eso les daría confianza. Martín me pasó el micrófono con una hermosa sonrisa.


            Me puse nerviosa, apreté fuerte el micrófono para controlar mis manos temblorosas. Casi todas las mujeres que estaban ahí eran de limpieza, aunque también había algunas de Control de Calidad y de Empaques y Repartos. Estuvieron calladas todo el tiempo, con los ojos y los oídos bien abiertos: había logrado ganarme su afecto. Cuando terminé de hablar me aplaudieron mucho, aunque no logro recordar qué dije. 


            Salimos ya de noche. Caminamos varias cuadras. Un auto nos siguió. Yo quería ignorar el miedo. Los judiciales no eran para nada discretos, al contrario, hacían lo posible para que los viéramos. El carro era negro. No había iluminación en la calle. Hacía frío. Abracé a Martín. Moisés caminaba queriendo aparentar naturalidad, pero se le veía el enojo en la cara. Tratamos de caminar al mismo ritmo, sin apresurarnos. Pude ver la cara del judicial; él a su vez nos veía descaradamente. Después supimos su nombre, se llamaba Virgilio Lima, y Moisés lo conocía, era algo de su familia.


            El lunes en la fábrica se esperaban nuevos despidos. Esta vez fueron nueve. En total eran ya once los despedidos. A partir de ese día los once estuvieron a las puertas de la fábrica en cada cambio de turno, mañana, tarde y noche, hablando con todos, en grupos pequeños o grandes, informando las novedades, explicando la situación jurídica (siempre con el libro de pastas rojas en la mano), repartiendo volantes, citando a reuniones por departamento. Los despidos desataron un activismo desaforado. De pronto la fábrica se transformó. Se transformaron las banquetas: eran un hervidero. La gente se dilataba un rato hablando. Había palabras nuevas. Había incredulidad e incertidumbre, pero sobre todo había ideas que nunca antes habían rebotado en sus cabezas: “huelga”, “acción directa”, “sindicato independiente”, “derechos laborales”, “contrato colectivo”… Imaginaban acciones que serían de ellos y no de otros, no del pasado, no de otras fábricas sino de esa.

            Entonces sucedió el accidente.


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