• Francisco Pérez Arce Ibarra
  • 28 Noviembre 2012
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Por: Francisco Pérez Arce Ibarra

Yo voy creyendo que todo libro de historia está incompleto

Cipriano Duarte

 

Esto es una novela:

 

Es el relato de una huelga que no existió, pero que se parece mucho a otras huelgas que sí existieron. El año en que se ubica, 1975, y el espacio, la zona industrial del Norte de la ciudad de México, estuvieron poblados de luchas reales, de huelgas verdaderas. Ésta es novela, pero aquellas fueron historia. Mi deseo es que esta ficción ayude a entender aquel tiempo y aquellas luchas; compartir con aquellos obreros el entusiasmo, pero también el miedo ante la incertidumbre.

            En el relato se suceden tres voces:

                Montse, una joven mujer, estudiante, activista influida por el ánimo de la época: la rebeldía juvenil, las ideas socialistas que recorrían el mundo. Se une a los obreros de la fábrica Motores Xalostoc y vive con ellos, intensamente, el proceso de organización y los días de la huelga. Relata en primera persona lo que vivió.

            Virgilio Lima, un policía judicial, cuya misión era vigilar la huelga. Conserva algo de los ideales que lo llevaron a enlistarse en la policía, lo que le permite observar críticamente las acciones abusivas e ilegales que son normales y cotidianas entre sus colegas.

            Martín Médanos, un joven egresado de la universidad, que vivió los años calientes del movimiento estudiantil (1968-1971) y que en los años siguientes se convirtió en militante del sindicalismo independiente. Pareja sentimental de Montse, la principal narradora, es el personaje que arma toda la historia y la reconstruye 17 años después, en 1992.


            La novela empieza con la voz de Montse relatando el día que, acompañada de Martín, llega por primera vez a Motores Xalostoc.      

I 

La huelga según Montse (1)

 

La fábrica era grande, tenía mil obreros; conocíamos a uno, Ricardo Moisés, quien había acudido al despacho de los jóvenes abogados a pedir consejo. Ahí lo conocimos, nos inspiró confianza y nosotros a él.

            El cambio de turno era a las tres de la tarde. La calle desierta, un largo muro estéril gris y un olor para mí extraño de zona industrial, me recibieron en ese mundo nuevo. Me daba seguridad que Martín estuviera conmigo (Martín Médanos, mi novio); me agarraba de su brazo como niña miedosa. Yo me había vestido ad hoc para pasar desapercibida: un pantalón corriente que me quedaba grande y una blusa holgada, blanca, de algodón, con bordados sencillos en el pecho. El morral chiapaneco era lo único que me delataba como estudiante de antropología. Nada de maquillaje y una trenza mal hecha (nunca aprendí a hacerla,  se aflojaba de inmediato.)

 

            No es necesario disfrazarse, dijo Martín.

            No lo hice, contesté molesta.


            Él no hacía el menor intento por parecer obrero, parecía exactamente lo que era: un recién egresado de la Facultad de Ciencias Políticas convertido en activista sindical.


            Después dejé de disfrazarme, iba de huipil o pantalones vaqueros, y los obreros y las obreras me aceptaban sin ningún problema.


            A las tres sonó el silbato y dos policías abrieron el portón negro de lámina. Afuera se habían juntado aboneros, vendedores de comida y muchos trabajadores del segundo turno. Empezaron a salir: primero pocos, como gotera, y luego muchos, en bola. La banqueta desierta se llenó de pasos y voces y bicicletas y silbidos y albures y mentadas de madre aparentemente amistosas. (Me cuesta trabajo descifrar los albures, pero los reconozco por el tono malicioso en que se dicen.) Griterío como patio de escuela, pero de voces graves y rostros también graves, cansados, viejos algunos y torvos, redondos y flacos, pieles obscuras, sonrisas, palmadas obscenas.


            Ricardo Moisés se distinguía por su estatura: uno ochenta en un universo que promediaba uno sesenta. Su gesto serio, casi solemne, se acentuaba por los lentes rectangulares de montura negra. Sus compañeros se despedían de él con respeto, como se hace de un maestro o de alguien con autoridad.


            Caminamos los tres hasta la esquina y nos sentamos a platicar en la banqueta frente al tendajón La Liga. Hablamos largamente. En realidad hablaron ellos, Martín y Moisés, yo no dije una palabra.


            El siguiente martes volvimos, nos volvimos a encontrar en la tiendita. El nombre, La Liga, le venía de un pizarrón que informaba de los partidos de la liga de futbol del barrio, en  el que participaban tres equipos de la fábrica: “Atlético Motores”, “Motores Oro” y Motores Rojo”, que se enfrentaban a equipos llamados: Muebles, Envases, Casa Torres, Huracán, Callejeros, Olimpia, Santos, Inter y Tigres. Ahí ponían los resultados de la semana previa y el horario de los partidos próximos. Me enteré después que casi siempre quedaba campeón Motores Oro, pero en el último torneo sorprendió Callejeros que en la final apaleó a Inter en un partido que acabó en tremenda bronca que meses después todavía se recordaba.


            Moisés nos hablaba con extrema formalidad. Insistió en invitarnos un refresco y nos sentamos en los bancos que ponían afuera de La Liga (que no eran bancos, sino huacales de tiras de madera). Dio un trago largo a su Manzanita y quedó en silencio como descansando hasta que dijo: “Ya elaboré un plan”.


           
Sacó una libreta y empezó a hablar con voz monótona, ideas claras y ninguna experiencia. Su “plan” era muy simple, empezaba con una lista de 20 nombres de obreros, casi todos de su propio departamento, el taller mecánico, con quienes hablaría en los siguientes 20 días, uno por uno, explicándoles la situación y la necesidad de organizar un nuevo sindicato porque el que tenía era charrro  y no servía para nada, o mejor dicho, servía exactamente para lo contrario de aquello para lo que debía servir. A cada uno les leería los artículos de la Ley Federal del Trabajo en los que debían apoyarse: con cierto orgullo (delatado en una media sonrisa), sacó del maletín un ejemplar de la ley (una edición de pastas rojas), muy leído y con muchos subrayados en lápiz. Nos señaló cuidadosamente los artículos aplicables. Terminada esa primera fase, cada uno  de los veinte ya convencidos (no ponía en duda que así sería), hablaría con otros dos en el plazo de una semana, y así la red se extendería rápidamente. En un mes podría reunir por lo menos a cincuenta obreros en una asamblea. Subrayó dos veces “por lo menos”. Era asombrosa la seguridad con la que hablaba. (Quizá esa seguridad provenía de una mente formada en la Mecánica, donde la causa-efecto resulta infalible.)


            Martín hizo muchas preguntas y puso algunas objeciones. Insistía en una cosa: había que ir despacio; él, Moisés, y sus primeros convencidos debían actuar con mucha cautela para evitar que la empresa y los charros se enteraran antes de tiempo y emplearan toda su fuerza para abortar el movimiento. Moisés tenía absoluta confianza en su primera lista; “absoluta confianza”, lo repitió varias veces con su voz monótona y empujándose los lentes hacia arriba: “absoluta confianza”. Los conocía personalmente, eran obreros honrados, algunos podrían no estar interesados, pero ninguno se convertiría en soplón, eso podía jurarlo.


            Nos despedimos de manera afectuosa y sobria, con actitud grave como conspiradores rusos de principios de siglo, pero sin el frío ni los abrigos negros. Ya se había alejado unos metros cuando volvió sobre sus pasos para preguntarnos si podíamos conseguir algunos ejemplares de la ley, “si no es demasiado pedir”, dijo, “como esta de pastas rojas, que es muy buena, trae explicaciones muy claras”. Dijimos que sí, las conseguiríamos sin problema. Era la edición más usada entonces, de Editorial Porrúa, comentada por el maestro Trueba Urbina.


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