• Sergio Mastretta
  • 25 Abril 2013

Dos hechos me conmovieron estos días en relación a la realidad guatemalteca: la decisión del poder judicial en ese país de anular el juicio por genocidio contra el general Ríos Montt; y el anuncio de que a Las Patronas, un grupo de mujeres que desde hace años y de manera voluntaria brinca comida a los migrantes centroamericanos que pasan por su comunidad en Veracruz, les otorgaron el premio de derechos humanos “Sergio Méndez Arceo”.

En octubre del 2012, en el diario La Jornada, Blanche Petrich escribió en el arranque de un reportaje: “Todo comenzó con una bolsa de pan. Un domingo hace 17 años, Leonilda Vázquez Alvírzar mandó a sus hijas, entonces unas chamacas, por el pan y la leche para el desayuno. Venían de regreso a su casa, situada apenas a media cuadra de las vías del ferrocarril, cuando pasó el tren, muy lentamente. Los hombres que viajaban en el primer vagón las llamaron y suplicaron que les regalaran el pan. Ellas los vieron pasar, azoradas. En el segundo vagón se repitió el ruego. Sin pensarlo mucho entregaron la bolsa con la compra.

Entraron a la cocina de su casa, donde la madre se afanaba. Y le platicaron. Leonilda no dijo nada, pero se quedó pensando el resto del día. “A esos hombres yo los miraba siempre, sin saber quiénes eran, de dónde venían, a dónde iban. Pensaba que viajaban de mosca y nada más. Pero ese detalle se me quedó en el corazón. Me di cuenta que esa gente lleva hambre y sed. Por la noche les dije a mis hijas: ¿Y si mañana les hiciéramos unos lonchecitos? Preparamos bolsitas con arroz y frijol, unas tortillas, patas de pollo, lo que había. Esperamos el tren al día siguiente y se las dimos a los hombres. Así empezamos.”

Su lectura me regresó a 1990, cuando recorrí la otra frontera, el de la sobrevivencia de quienes desde siempre buscan la vida en el exilio, en el sueño de la escapatoria del infierno humano. 

La otra frontera. Río Suchiate, 1990 (Primera parte)

Más allá de sur

Vuelco al sur. Vuelta la vista a la memoria, a mi trabajo periodístico. Verano de 1991 puede ser el invierno del 2004 o del 2013. Se traza la otra franja divisoria de México: la frontera sur. Si arriba las identidades se aferran, allá abajo se mezclan y confunden en un amasijo multicolor que contrasta con una realidad social en sepia. La frontera sur es más que un límite: estación de paso, punto de encuentro, la mitad del camino hacia Estados Unidos.

Las linternas se prenden y apagan como luciérnagas de la aventura migratoria.

Tecún Umán, Guatemala, nueve de la noche en la ribera oriente del Suchiate, la línea que repite la suerte de los mexicanos en la frontera norte. La sombra del río arrastra troncones que amenazan cargas y vidas de los camareros, los transportistas acuáticos que por mil pesos o un quetzal cruzan todo el día sobre tablones amarrados a llantas de tractor la guerra y la miseria centroamericana hacia la ilusión del norte, que pasa por México.

En la noche, desde el puente, se ven los guanacos, el nombre que en estas tierras dan a los nacionales de El Salvador. Son ilegales además de salvadoreños, cruzan el río en el inicio del viacrucis de cuatro mil kilómetros hacia California. Pasan por su cuenta, no ocupan los acuáticos tamemes; mejor plantan sus pies en el lecho lodoso del Suchiate, hasta que el agua, como la vida, les llega al cuello.

No saben de la suerte de Ernesto Castellanos Martínez, salvadoreño también, de 27 años de edad. Cruzó por Tecún Umán dos días antes y se dirigió a Tapachula con otros tres compañeros. Comieron fruta en el camino y salvaron la garita de migración El Manguito por brechas vecinales. Decidieron tomar el tren carguero adelante de la estación; antes de subir al convoy en movimiento se bañaron en uno de los ríos que cortan la ciudad. Escucharon el pitido a tiempo para vestirse y recoger maletines. Lo abordaron a la luz del día Ernesto no lo logró. Su cuerpo fue despedazado por una góndola vacía. Sus compañeros de viaje lo vieron resbalar, tal vez solo escucharon un gemido.

Su cadáver fue enterrado en la fosa común de la ciudad.

En el río, los salvadoreños bracean y se acoplan al movimiento de la corriente. Las luciérnagas encienden la ribera, las linternas alumbran la oscuridad mexicana, y los ilegales están en camino.

 

Si te agarran, inténtalo de nuevo.

La atracción del dólar baja por generaciones hacia el sur, para hallar en la década y en el territorio de la guerra centroamericana a decenas de miles de sobrevivientes con la mira de llegar al norte en el sueño blanco del que no tiene nada que perder. "Si te agarran, inténtalo de nuevo", escribió una mano anónima en la cárcel de Arriaga, "y si te agarran inténtalo de nuevo, y si te agarran inténtalo de nuevo..."

Lo sabe el gobierno mexicano, decidido a cerrar el paso a los indocumentados que ingresan por la frontera sur. Entre 1983 y 1988 el régimen delamadridista deportó a 75 mil extranjeros, tan sólo 6 mil al año en Chiapas, en una época en que se dejaba pasar a los ilegales -en palabras de Edmundo Salas, Jefe de Inspección de Servicios Migratorios de la Secretaria de Gobernación- "a través del filtro de la extorsión orgánica montado por las corporaciones policiacas de todo tipo (Migración, judiciales estatales y federales, cuerpos municipales, ejército), bandas internacionales de traficantes de indocumentados, y prestadores de servicios turísticos, hoteleros y restauranteros".

En el primer año de gobierno de Carlos Salinas de Gortari se deportaron 90 mil ilegales. En 1990 la cifra subió a 126 mil. En los cuatro primeros meses de 1991 tan sólo en Chiapas se detuvieron a 25 mil indocumentados, principalmente guatemaltecos, salvadoreños y hondureños --Nicaragua bajó drásticamente el flujo de sus emigrantes con el fin de la guerra, en abril de 1990--. Se gastan 400 millones de pesos al mes en transporte de los deportados a la frontera.

Los funcionarios de Gobernación explican este aumento radical en las deportaciones simplemente porque ahora existe la voluntad política de impedir el paso de extranjeros hacia Estados Unidos por territorio mexicano. Es ya un problema de seguridad nacional que se enfrenta con la reestructuración del sistema de control, que supuso la reducción de garitas migratorias de cien a diez en el sur del país, junto con el propósito de asegurar que los mandos medios de Servicios Migratorios queden fuera del proceso de extorsión orgánica, además de establecer mejores ingresos -es decir, 800 mil pesos más prestaciones a los agentes de Migración y sanciones severas -despido y cárcel- a funcionarios a los que se les comprobaran vínculos con las redes de extorsión y tráfico de ilegales: en 1989 más de 50 agentes de Migración fueron cesados en la delegación regional de Chiapas.

El cambio de política se funda por igual en presiones y conveniencias. Estados Unidos deporta cada vez más centroamericanos, y deja ver que en las negociaciones para el libre comercio en ningún momento se hablará de braceros y fuerza de trabajo. Guatemala protesta formalmente por el maltrato a sus nacionales en su paso por México y se alarma por el caos que los deportados producen en su frontera. Las ciudades de la frontera norte se nutren de decenas de miles de deportados -95 mil en el mes de mayo-, por igual extranjeros y mexicanos, en explosivas ollas de marginación y violencia. Tapachula y los municipios del Soconusco reproducen a su escala lo que sucede del otro lado de la línea en la frontera norte, con la contratación para las fincas de mano de obra guatemalteca barata y sumisa y con la generación de redes de explotación del lucrativo negocio de tráfico de indocumentados.

Como sea, hay un cambio: lo sufren los extranjeros detenidos por miles a todo lo largo de la ruta entre los ríos fronterizos; lo soportan los agentes de Gobernación, todos los días tentados por los dólares de las redes polleras; lo condenan y niegan los empresarios hoteleros y restauranteros, muchos años beneficiados por el movimiento de extranjeros, cuando afirman que los agentes de Migración siguen extorsionando ilegales; lo percibe a medias el ciudadano común en la frontera, que observa en ráfagas a los detenidos en las garitas migratorias y en las cárceles municipales.

Aquí se reseñan chispazos de la inercia migratoria en la frontera sur de las condiciones particulares que la propician -la guerra y la miseria en el caso de Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua-, de la magnitud del movimiento económico que representa el tráfico de ilegales -por lo menos 150 millones de dólares regados por el territorio de tránsito- y la violencia hamponil y policiaca que generan a su paso al norte y en su residencia en las ciudades mexicanas -con la existencia de bandas bien organizadas que operan en Estados Unidos, México y Centroamérica-; del hecho ineludible de que son centenares de miles los centroamericanos que han tomado como propio el territorio mexicano -en Guatemala, por ejemplo, calculan en un millón el número de nacionales que se han asentado en nuestro país en los últimos treinta años, contra 250 mil que supone el gobierno mexicano-, que lo asimilan y confunden, que vuelven más fina aún la línea fronteriza del Suchiate.


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