• Sergio Mastretta
  • 07 Febrero 2013

Contigo al norte Guadalupe


IV. El sur



Amanece en Tulcingo, el sonido local te obliga a entenderlo. Y las campanadas del reloj de la iglesia, marca serrana Centenario. Y los gallos rotundos. No ahogó el calor nocturno, la noche se fue en un parpadeo.

Los árboles también en Tulcingo establecen su dominio: un amate enorme, circundado por la costumbre de las urracas, ha sobrevivido con su fronda los avatares del tiempo. Tulcingo tiene un ahuehuete reconocido con una jardinera y un estanque, apenas a la vuelta del zócalo, pero ya en el territorio del río, que aquí en este pueblo cumple también las funciones de calle. No lo quiero imaginar en alguna verdadera tormenta. Me pregunto por la suerte de estos dos árboles, el amate y el viejo sabino, ¿porqué sobrevivieron? ¿Qué milagro ocurrió con ellos?

La mujer y la jacaranda. El dolor en el rostro cálido. La muerte del hermano alumbrada por los cirios y las flores. Apenas hace dos días lo velaron en la habitación principal de la casa californiana de dos pisos que el hombre construía. La mujer sembró la jacaranda en recuerdo de un alcanfor cortado para la construcción de la casa. “Me bebí mis lágrimas”, me dice al pensar en el árbol perdido. Afuera, en el solar que da también con la vivienda antigua, el chile criollo se seca al sol. “Como esperábamos a mi hermano –recuerda–, se nos olvidó tenderlo. Apenas hoy lo hicimos”. Y cuenta del chilar cultivado más allá del monte, al poniente, lejos, a una hora de camino a pie, y que la familia sostiene pensando en la vida breve y el rumbo amargo de los Estados Unidos.

El hospital regional en Tulcingo es un orgullo del gobierno de Melquiades Morales. Como otros cuatro o cinco más en el Estado, ocupa una sola planta de una construcción moderna en las afueras del pueblo. Finalmente llegó el Estado al sur fuera de Tecomatlán de Antorcha Campesina. Algo extraño aquí: por un azar de la vida, la Secretaría de Salud apoyó las prácticas de la medicina tradicional, y en el hospital le dan su lugar a las parteras; hay, además, una serie de publicaciones sobre plantas medicinales alrededor de estos centros de Salud. Conociendo a los gobiernos poblanos como creo, es un milagro similar a la sobrevivencia del amate y el ahuehuete.

Sacamos imágenes y voces de Lázaro en su restaurante de carnes, a punto de abrirse sobre la carretera principal, la que lleva a Tlapa. Lázaro nos muestra orgulloso la disposición del mobiliario, campana incluída, y sobre todo, el wc ya instalado atrás de la cocina. ¿Logrará su sueño de nunca más volver a los Estados Unidos?

El río Mixteco, denso, ancho, casi blanco. Los pájaros negros a ras del agua. Los viejos sauces que lo contienen. Sobre el puente que lo cruza antes de llegar a Tecomatlán observamos la enorme vega, que se extiende unos trescientos metros más allá de la orilla sur. Puedo imaginar este río antiguo, cortando furioso el desierto, atento a sus vapores, lejanos los insospechados seres humanos que le heredarían su nombre.

Tecomatlán y el Estado antorchista. Aquí, que el medio nombre lleva de la carrera que ilustramos, el paso guadalupano pasa absolutamente desapercibido. Conjeturo: los curas de izquierda que respaldan y promueven el evento desde Puebla, hacen como que no miran la presencia de la capital de los antorchistas en el mapa. Y a estos supongo que no les importa. Sin embargo, la iglesia del pueblo es una muestra de recuperación arquitectónica con recursos municipales y, sin duda, uno de los templos más cuidados de la región. Así es Tecomatlán en sus lugares públicos, casi de maqueta: la Plaza de los Fundores, el templo, las instalaciones deportivas, las unidades habitacionales y, últimamente, el nuevo Palacio Municipal, todavía en obra, edificado casi sobre las cabezas de los mártires antorchistas en la plaza. Tecomatlán siempre está en obra. Como recordará uno de los enemigos de Antorcha: “los muertos de los antorchistas tienen hasta su llave de agua en el panteón, ¿pero porqué no van a ver las tumbas de los muertos de los llamados pipilines, los priístas que perdieron la guerra por el control del pueblo en 1982?”.

Alcanzamos la Carrera después del crucero de Las Palomas, ya en la hermosa cañada que cruza una sierrita antes de llegar a Acatlán. Unos diez kilómetros antes tomamos una terracería anunciada como “H. Galeana 6 Km”. Allí tendremos una larga conversación con tres hombres, uno de ellos todavía joven, todos con una perspectiva común: no quieren irse al Norte. Tomo de los apuntes de la libreta:

Galeana es un poblado ejidal fundado del reparto de lo que fuera el territorio enorme de la hacienda Boquerón, con por lo menos una docena de pueblos tributarios. Son doscientos cincuenta campesinos con derechos ejidales sobre una mayoría de monte y algo de terreno cultivable, solo temporalero para maíz, frijol y cacahuate. Tierras que cruzamos en la soledad del mediodía, con algunos zacatales escurridizos y las mazorcas breves a la espera de la cosecha.

En la plaza de Galeana hay un tanque al que le da sombra un guayabo con las frutas a la vista. Un grupo de niños trajinan con un burro y cuatro cántaros lecheros para acarrear el agua que escurre desde algún viejo manantial en el monte hasta la cisterna. Hostiles, los niños no ayudan a mi compañero Melchor a bajar una guayaba.

Don Luis Cuetero, su amigo más joven, y el viejo Miguel, no niegan la plática. De hecho, don Luis es la autoridad ejidal, así que lo toma casi como un acto oficial. Pero escurre bien su ánimo, sereno, diré cansado, que contrasta con la personalidad del hombre de 66 años, Miguel, con tres de sus hijos en Nueva York. La charla condensa al Norte como la bendición y la maldición del campesino. Los hijos han abandonado la tierra, pero los viejos la sostienen a regañadientes. Sin embargo, no hay nada qué hacer. Para ejemplo, la cosecha del cacahuate hace unos veinte años, y los escasísimos rendimientos actuales. El más joven, que al contrario de sus compañeros, sí tuvo oportunidad de cruzar la frontera hace unos años, no duda al encontrar la razón su regreso: el cuidado de sus padres.

El Sur, como concepto, brota fácil ahí en Galeana. Hemos platicado dos horas con don Luis y sus amigos, y sólo hacia el final reparamos en el árbol que nos ha regalado su sombra. Es el cuajilote, un árbol que no pasa los cinco metros de alto, y que produce unas hojas gruesas que no se imaginarían en estas tierras resecas. Pero ahí está, tan suelto como el guayabo del tanque de agua a la entrada de la plaza, y con su sorpresa extrema: decenas de frutos amarillos en forma de chiles largos, brotan del tronco y las ramas más gruesas, como arremedo de un arreglo navideño. Con cualidades medicinales (riñón y estómago), hervido se sirve como dulce o sopa; ya seco, es el viejo estropajo natural de nuestros ancestros mexicanos. Ahí está, lozano y entretenido con nuestra conversación, el cuajilote, bueno como sombra y sobreviviente de no sé qué antiguas selvas en estos páramos mixtecos.

La frontera de Puebla y Oaxaca guarda una de las más añejas culturas prehispánicas en una revoltura de pueblos y raíces protegidos por las montañas y los cactus. La sierra y el valle de Acatlán contienen en los nombres de sus pueblos la explicación de los danzantes que reciben a la Antorcha una tarde de octubre. Mixtecos, popolocas, nahuatls, chocopopolocas, chándaras, todos cruzados en la historia del sur de México. Por ejemplo la misma ciudad de Acatlán: conocida por los mixtecos como Tizaa, el lugar del agua cenicienta, fue conquistada por Moctezuma Ilhuicamina en 1445, y de los aztecas recibió su nombre actual, el lugar de los carrizos. O Xayacatlán, junto a las máscaras. Y Ahuhuetitla, lugar de los árboles que no envejecen. Y Piaxtla, donde la tierra es larga. Y Petlalcingo, en el petate fino. Y Tehutzingo, lugar de las piedras agudas. Y San Pedro Yeloixtlahuaca, lugar de la llanura que tiene tabacal. Y San Pablo Anicano, aquí hay camino de agua. “Selva baja caducilófila”, dicen los biólogos que describen estos cerros encendidos de verde en tiempo de lluvia, siempre breve en estas tierras del sur. Efectivamente, en la remota era prehispánica, eran selvas, sobre todo a lo largo de sus muchísimos arroyos y ríos que derivaban en los afluentes principales, el Mixteco y el Atoyac. Ahí están también los nombres: desde los esplendorosos y milenarios ahuhuetes, pero también los tepehuajes, los copales y cuajilotes, las ceibas y las acacias, los pochotes, los mosmots y los yaxchés, hasta los extraños estafiates y huibas del burro. La mayoría hoy han desaparecido como leña de los fogones en los caseríos. Uno recorre los caminos y no sabe distinguir un mesquite de un cuajilote, los mira bajos y cenizos, como los hombres y rostros de una tierra que expulsa sin miramientos a su gente.


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