• Sergio Mastretta
  • 18 Enero 2013

Los árboles también en Tulcingo establecen su dominio: un amate enorme, circundado por la costumbre de las urracas, ha sobrevivido con su fronda los avatares del tiempo. Tulcingo tiene un ahuehuete reconocido con una jardinera y un estanque, apenas a la vuelta del zócalo, pero ya en el territorio del río, que aquí en este pueblo cumple también las funciones de calle. No lo quiero imaginar en alguna verdadera tormenta. Me pregunto por la suerte de estos dos árboles, el amate y el viejo sabino, ¿porqué sobrevivieron? ¿Qué milagro ocurrió con ellos?

La mujer y la jacaranda. El dolor en el rostro cálido. La muerte del hermano alumbrada por los cirios y las flores. Apenas hace dos días lo velaron en la habitación principal de la casa californiana de dos pisos que el hombre construía. La mujer sembró la jacaranda en recuerdo de un alcanfor cortado para la construcción de la casa. “Me bebí mis lágrimas”, me dice al pensar en el árbol perdido. Afuera, en el solar que da también con la vivienda antigua, el chile criollo se seca al sol. “Como esperábamos a mi hermano –recuerda–, se nos olvidó tenderlo. Apenas hoy lo hicimos”. Y cuenta del chilar cultivado más allá del monte, al poniente, lejos, a una hora de camino a pie, y que la familia sostiene pensando en la vida breve y el rumbo amargo de los Estados Unidos.

El hospital regional en Tulcingo es un orgullo del gobierno de Melquiades Morales. Como otros cuatro o cinco más en el Estado, ocupa una sola planta de una construcción moderna en las afueras del pueblo. Finalmente llegó el Estado al sur fuera de Tecomatlán de Antorcha Campesina. Algo extraño aquí: por un azar de la vida, la Secretaría de Salud apoyó las prácticas de la medicina tradicional, y en el hospital le dan su lugar a las parteras; hay, además, una serie de publicaciones sobre plantas medicinales alrededor de estos centros de Salud. Conociendo a los gobiernos poblanos como creo, es un milagro similar a la sobrevivencia del amate y el ahuehuete.

Sacamos imágenes y voces de Lázaro en su restaurante de carnes, a punto de abrirse sobre la carretera principal, la que lleva a Tlapa. Lázaro nos muestra orgulloso la disposición del mobiliario, campana incluída, y sobre todo, el wc ya instalado atrás de la cocina. ¿Logrará su sueño de nunca más volver a los Estados Unidos?

El río Mixteco, denso, ancho, casi blanco. Los pájaros negros a ras del agua. Los viejos sauces que lo contienen. Sobre el puente que lo cruza antes de llegar a Tecomatlán observamos la enorme vega, que se extiende unos trescientos metros más allá de la orilla sur. Puedo imaginar este río antiguo, cortando furioso el desierto, atento a sus vapores, lejanos los insospechados seres humanos que le heredarían su nombre.

Tecomatlán y el Estado antorchista. Aquí, que el medio nombre lleva de la carrera que ilustramos, el paso guadalupano pasa absolutamente desapercibido. Conjeturo: los curas de izquierda que respaldan y promueven el evento desde Puebla, hacen como que no miran la presencia de la capital de los antorchistas en el mapa. Y a estos supongo que no les importa. Sin embargo, la iglesia del pueblo es una muestra de recuperación arquitectónica con recursos municipales y, sin duda, uno de los templos más cuidados de la región. Así es Tecomatlán en sus lugares públicos, casi de maqueta: la Plaza de los Fundores, el templo, las instalaciones deportivas, las unidades habitacionales y, últimamente, el nuevo Palacio Municipal, todavía en obra, edificado casi sobre las cabezas de los mártires antorchistas en la plaza. Tecomatlán siempre está en obra. Como recordará uno de los enemigos de Antorcha: “los muertos de los antorchistas tienen hasta su llave de agua en el panteón, ¿pero porqué no van a ver las tumbas de los muertos de los llamados pipilines, los priístas que perdieron la guerra por el control del pueblo en 1982?”.

Alcanzamos la Carrera después del crucero de Las Palomas, ya en la hermosa cañada que cruza una sierrita antes de llegar a Acatlán. Unos diez kilómetros antes tomamos una terracería anunciada como “H. Galeana 6 Km”. Allí tendremos una larga conversación con tres hombres, uno de ellos todavía joven, todos con una perspectiva común: no quieren irse al Norte. Tomo de los apuntes de la libreta:

Galeana es un poblado ejidal fundado del reparto de lo que fuera el territorio enorme de la hacienda Boquerón, con por lo menos una docena de pueblos tributarios. Son doscientos cincuenta campesinos con derechos ejidales sobre una mayoría de monte y algo de terreno cultivable, solo temporalero para maíz, frijol y cacahuate. Tierras que cruzamos en la soledad del mediodía, con algunos zacatales escurridizos y las mazorcas breves a la espera de la cosecha.

En la plaza de Galeana hay un tanque al que le da sombra un guayabo con las frutas a la vista. Un grupo de niños trajinan con un burro y cuatro cántaros lecheros para acarrear el agua que escurre desde algún viejo manantial en el monte hasta la cisterna. Hostiles, los niños no ayudan a mi compañero Melchor a bajar una guayaba.

Don Luis Cuetero, su amigo más joven, y el viejo Miguel, no niegan la plática. De hecho, don Luis es la autoridad ejidal, así que lo toma casi como un acto oficial. Pero escurre bien su ánimo, sereno, diré cansado, que contrasta con la personalidad del hombre de 66 años, Miguel, con tres de sus hijos en Nueva York. La charla condensa al Norte como la bendición y la maldición del campesino. Los hijos han abandonado la tierra, pero los viejos la sostienen a regañadientes. Sin embargo, no hay nada qué hacer. Para ejemplo, la cosecha del cacahuate hace unos veinte años, y los escasísimos rendimientos actuales. El más joven, que al contrario de sus compañeros, sí tuvo oportunidad de cruzar la frontera hace unos años, no duda al encontrar la razón su regreso: el cuidado de sus padres.

El Sur, como concepto, brota fácil ahí en Galeana. Hemos platicado dos horas con don Luis y sus amigos, y sólo hacia el final reparamos en el árbol que nos ha regalado su sombra. Es el cuajilote, un árbol que no pasa los cinco metros de alto, y que produce unas hojas gruesas que no se imaginarían en estas tierras resecas. Pero ahí está, tan suelto como el guayabo del tanque de agua a la entrada de la plaza, y con su sorpresa extrema: decenas de frutos amarillos en forma de chiles largos, brotan del tronco y las ramas más gruesas, como arremedo de un arreglo navideño. Con cualidades medicinales (riñón y estómago), hervido se sirve como dulce o sopa; ya seco, es el viejo estropajo natural de nuestros ancestros mexicanos. Ahí está, lozano y entretenido con nuestra conversación, el cuajilote, bueno como sombra y sobreviviente de no sé qué antiguas selvas en estos páramos mixtecos.

La frontera de Puebla y Oaxaca guarda una de las más añejas culturas prehispánicas en una revoltura de pueblos y raíces protegidos por las montañas y los cactus. La sierra y el valle de Acatlán contienen en los nombres de sus pueblos la explicación de los danzantes que reciben a la Antorcha una tarde de octubre. Mixtecos, popolocas, nahuatls, chocopopolocas, chándaras, todos cruzados en la historia del sur de México. Por ejemplo la misma ciudad de Acatlán: conocida por los mixtecos como Tizaa, el lugar del agua cenicienta, fue conquistada por Moctezuma Ilhuicamina en 1445, y de los aztecas recibió su nombre actual, el lugar de los carrizos. O Xayacatlán, junto a las máscaras. Y Ahuhuetitla, lugar de los árboles que no envejecen. Y Piaxtla, donde la tierra es larga. Y Petlalcingo, en el petate fino. Y Tehutzingo, lugar de las piedras agudas. Y San Pedro Yeloixtlahuaca, lugar de la llanura que tiene tabacal. Y San Pablo Anicano, aquí hay camino de agua. “Selva baja caducilófila”, dicen los biólogos que describen estos cerros encendidos de verde en tiempo de lluvia, siempre breve en estas tierras del sur. Efectivamente, en la remota era prehispánica, eran selvas, sobre todo a lo largo de sus muchísimos arroyos y ríos que derivaban en los afluentes principales, el Mixteco y el Atoyac. Ahí están también los nombres: desde los esplendorosos y milenarios ahuhuetes, pero también los tepehuajes, los copales y cuajilotes, las ceibas y las acacias, los pochotes, los mosmots y los yaxchés, hasta los extraños estafiates y huibas del burro. La mayoría hoy han desaparecido como leña de los fogones en los caseríos. Uno recorre los caminos y no sabe distinguir un mesquite de un cuajilote, los mira bajos y cenizos, como los hombres y rostros de una tierra que expulsa sin miramientos a su gente.

La marginación se lleva en los huaraches en sur campesino. Y las historias en el morral de periodista. 1991, en Acatlán de Osorio, gira del gobernador en turno. Basta con platicar con el primer grupo de hombres que me encuentro, por ejemplo la banda musical de Tescalapa de Juárez. De inmediato aparecen los hombres de sombreros escuálidos que deambulan alrededor del tinglado que arman los burócratas de la capital, y que vienen con sus demandas y sus oficios redactados por el escribano del pueblo. De la libreta extraigo, entonces, un vistazo de lo que viven tres comunidades campesinas que, como decenas de la región, a duras penas se anotan en el mapa. No hay pretensión sociológica, tan sólo constato que en cualquier hombre que uno tope en este desierto el reclamo está a flor de labio.

La banda de Tescalapa de Juárez cumplió con el encargo operativo cenesista armado para la visita del gobernador Mariano Piña Olaya. Tocó incansable ahí a la entrada del cine “Los Foquitos”, como decorado musical del informe del alcalde de Acatlán al que no asistiría el gobernador. Los músicos, ocho campesinos de esa junta auxiliar del vecino municipio de Petlalcingo, extraen bajo el rencor del sol los tonos agudos de los clarinetes y la claridad de los metales. No recibirán pago alguno por su participación en el evento. Como miembros del comité de base de la CNC son considerados sin mayor formalismo en el festejo municipal.

Rafael Contreras, el más joven y el que viste más mestizo, habla como miembro del PRI en el municipio de Petlalcingo. Los otros, Argimiro Velasco y Victorino Robles, no pierden en la plática su calidad de músicos, con un trombón uno, con la masa tambora el otro.

“Asistimos con la inquietud de que viniera el gobernador –dice Contreras-- para decirle que en Petlalcingo vemos con tristeza la desnutrición de los niños de Tescalapa. El médico de la clínica rural dice que tienen la mayoría un segundo y tercer grado de desnutrición. Eso nos preocupa, señor, y lo digo como gente del comité de base de la CNC. No hemos podido manifestar en nuestro sentimiento pero tenemos derechos, inquietudes de superación”.

“Y diga usted que no hemos recibido la participación en la junta auxiliar”, afirma Argimiro, un hombre ya grande pero no tanto como el viejo de la tuba que escucha en un lado, siempre en silencio.

Nadie desmiente eso. Luego plantean el caso de la carretera: con un presupuesto aprobado para 1990, se debió de haber construido una carretera que los uniría por primera vez con la cabecera municipal, Petlalcingo, a siete kilómetros de distancia.

Ahora para comunicarse con el exterior –no hay teléfono-, tienen que desplazarse hasta Acatlán, a 17 kilómetros, por una brecha que la comunidad hizo con su propia mano y costo. La denuncia es simple: la carretera de terracería, para lo que se aprobó el dinero, no existe, a pesar de que en Puebla los funcionarios le han puesto la palomita en la lista de caminos rurales construidos, por lo que así apareció, según los campesinos, en el pasado informe del gobernador.

“Ya hay dos actas de inconformidad –dice Victorio Robles, el de la tambora imperturbable-, una de nosotros los cenesistas y otra de los perredistas, pero en eso no hay división, porque todos queremos el progreso”

Hay 404 ejidatarios en Tescalapa, cuando el ejido original contaba con 102. Sólo tienen, uno diría que de ornato, siete hectáreas de riego. Toda la eternidad de temporaleros, no plantean por ahí el problema: “Algo así como con la carretera pasó con el agua potable –cuenta Argimiro-: así se acabó la obra, pero nomás entregaron los contratistas, cuando se probo la obra, ahí mismo tronó, no aguanto la presión de la red”.

Los interrumpe uno del ayuntamiento de Acatlán, va acabar el informe y se necesita música en la calle. Y allá van, sin inmutarse, al sol y a la despedida de la comitiva.

“Vienen los políticos, eso sí –dice al último Contreras-, piden el voto y todos prometen. Cuando los buscamos en Puebla nunca se hallan los señores...”.

Juvenal Márquez Pérez es otro cenesista mixteco. Vive en El Ídolo, una ranchería de cien familias, inspectoría de un municipio cercano a Acatlán. Su reclamo es directo a su partido: “Francamente no entendemos, como ahí es mayoría Antorcha Campesina, nos ha hecho a un lado. En noviembre inauguró la luz en el pueblo, ya todos tienen luz menos las 26 familias que somos priístas. Y ya estamos en febrero y nada, el presidente municipal sólo nos da esperanzas. Y no es justo, ora los antorchistas dicen que tenemos que pagar 600 mil pesos por familia, cuando ya habíamos dado entre las 26 más de cinco millones de pesos, porque la obra costó 34. Estamos enojados, no hemos querido caer en el juego de los antorchistas, pero si no se compone esto va a haber pleito”.

Y muestra el oficio que le iban a entregar de mano al gobernador. Y se queda en silencio, porque ya no está el otro campesino con su cuenta.

En el municipio de San Pablo Anicano hay una inspectoría llamada Tulapa, a media hora de Acatlán. Ahí hay pleito por el agua. Tiene tres años que se está construyendo el sistema. Pero el pozo no tiene agua, no surtió, como dice el señor Luis Aquino Barragán, un bigotudo inspector municipal.

“Es que lo rascaron en tiempos de aguas –dice-, contra lo que pedimos nosotros que sabemos que sólo en la cuaresma se sabe el verdadero fondo. Ahorita nos ayudamos con pozos de riata, y en Puebla nos traen a la vuelta y vuelta”.

Y cambia el tema, porque en Tulapa hay otro problema: la dotación original del ejido marca 1100 hectáreas de temporal –850 de agostadero y 250 de casco de hacienda-, pero en el plano que levantaron recientemente sólo se deslindaron 820 de agostadero y 190 de las otras.

“Estamos invadidos, tal vez por el pueblo de Amatitlán o por San Agustín y Mesquitepec. Sólo que ahora hay juventud para pelear. No ha habido enfrentamiento, pero los puede haber señor... Eso veníamos a decirle al gobernador”.

Chinantla es un bastión priísta, según ha dicho el propio diputado José Alarcón al dirigirse a los escasos 50 asistentes al informe del alcalde. Aquí no admiten a Antorcha Campesina. Y un hombrecito que se esconde en la sombra explica porque: “Aquí se vive en paz. Por eso le dijimos a los antorchistas que no podían entrar, que no queríamos dificultades. Sembramos maicito de junio a noviembre, y después a buscar la vida en otro lado. Algunos poquitos se van a Estados Unidos, otros, la mayoría, jalamos al corte de la caña de azúcar en Veracruz, en Potrero, Tres Valles y Cosamaloapan. En enero mandan los carros y de aquí se llevan a la gente con todo y su familia unos. No juí este año, pero en el 90 sí, le digo que es la chamba más dura que yo he visto en mi vida. Ya bía estado en Yautepec, en el Morelos, y me gustó menos porque ahí no queman la caña y el tlazole hace más peligro de la culebra palanca dura, un como coralillo...”

Una historia que se cuenta tranquila en Tehuitzingo. No sucedió aquí, pero llega con esa premura que corren los acontecimientos que no se ventilan así como así en los diarios, pero que son de la vida diaria de la Mixteca. Era un taxista de Tlancualpicán, en el distrito de Chiautla. Circulaba de noche de regreso de Axochiapan. Lo paran unos hombres a los que se les ha descompuesto el automóvil. Resultado: un atraco que lo deja con catorce puñaladas tirado a un lado de la carretera. Los otros huyen en su carro. Pero la noticia corre, porque el chofer no muere y alcanza a señalar a sus agresores. Se arma la persecución: una partida de taxistas y gente de Tlancualpicán los persigue con las señas hasta Cítela. Ahí los encuentra. Es tal la fuerza de los enardecidos perseguidores que la policía municipal se hace a un lado. Apañados –la versión no da cuenta de en qué estado quedaron-, fueron entregados en Chiautla a la justicia. Y uno piensa que efectivamente la sociedad se mueve, pero que no se tienen ojos y oídos para apreciar su movimiento.

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