• Ramón Lozano
  • 10 Enero 2013
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Por: Ramón Lozano

 

Seis meses transcurrieron removiendo cuartuchos, trabes, rieles, postes, puentes, pórticos, molduras, escalones de imitación, pasadizos falsos, cancelería de vecindad, parches e improvisaciones de todas las culturas y mentes imaginables que respondieron a usos y costumbres de habitantes variopintos del edificio a mediados del siglo XX, y que violaban las estructuras antiguas del edificio colonial, retirando los inservibles techos de terrado de la primera, segunda y tercera planta, raspando, tratando con insecticida y con tinte las añosas vigas para colocarlas nuevamente en su lugar funcionando como cimbra permanente a los colados de vigueta y bovedilla que quedarían ocultos pero que darían firmeza definitiva y permanente a las nuevas lozas del inmueble.

 

Era lastimoso ver sólo el esqueleto del edificio en toda su altura y sin los techos de vigas, parecía un edificio bombardeado, entraban torrentes de luz y mostraban muros lastimados a punto de derrumbarse. Como a un cadáver mutilado víctima de torturas se apreciaban las violaciones, los añadidos, los arcos centenarios rotos, los pisos originales rellenados con tierra y sustituidos por loseta barata, los gruesos muros del siglo XVII rebajados, adelgazados para dar cabida en sus huecos a espacios de almacenamiento, escondites, baños de vecindad, alacenas, closets, gabinetes, que se usaron muy poco y que debilitaron el edificio. Era lastimoso también ver las huellas de los buscadores de tesoros que en el abandono de la casa la horadaron por todos lados.

 

Luego de cuatro años y medio de obra, la casa que encontramos bombardeada, un cascajo sin techos, como en la Europa de la guerra, se ha transformado lentamente en un espacio vivo, actual, limpio y lleno de luz. Así, la antigua casona abrirá pronto sus puertas a la gente  con una propuesta cultural novedosa y fresca para Puebla.

 

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