• Ramón Lozano
  • 10 Enero 2013
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Por: Ramón Lozano

La suma de más de tres mil años adaptándose a lo largo de la historia, primero al entorno, al cauce del río, al fango y al lodo, al limo y a las arboledas, a la caza, pesca y agricultura de hombres y mujeres de tribus milenarias después atropellados por una brutal conquista e impostura de una ciudad nueva que habría de ser  modelo y  ejemplo según los sueños de sus fundadores y de los canteros que hicieron el primer trazo muy cerca del lugar del Mendrugo.  Una ciudad de otro mundo con todo y sus habitantes  y costumbres, complejidad y nivel de pensamiento múltiple. Mestizaje forzado y acelerada mezcla de carnes, de sangres, de dioses, de comidas y de sabores.   Cerámicas híbridas de alfareros indígenas moldeando y horneando loza de diseños españoles y manos españolas torneando con técnicas indígenas y coloreando con grana cochinilla. Mestizaje en todo, fusión de lenguas, de culturas, evidenciadas en fragmentos de todo y de todas las épocas que, mudas, quedaron en basureros que recibieron los fragmentos de platos y vidas rotas, vidas  que se acumularon y ocultaron en profundidades de la casa sin posibilidad de imaginar que serían descubiertas, estudiadas y atesorados en el tiempo que esto se escribe.

Así lo pensamos, hacia allá nos impulsaron estas jóvenes arquitectas. Y con el paso de los días tomamos decisiones.

 El conjunto no obedecería a un estilo existente, puesto que existía ya como resultado de todos los estilos y todas sus historias que le imprimían  características y detalles como respuesta a una mezcolanza particular de cada tiempo. Decidimos matar lo que nació en el último siglo y recuperar lo que había sido suplantado. Decidimos crear donde ya no había nada y se hiciera necesario. Decidimos ser arquitectos y arqueólogos, mezclando lo contemporáneo con lo colonial, siendo creativos. Tuve que abrir mi mente, romper mis esquemas, aceptar que me cuestionara en todo momento la frescura del pensamiento de las jóvenes arquitectas. La cuestión no era ya si podría terminar. La cuestión era: …¡Quién me detendría!.

 

Ser arquitectos y arqueólogos, no imitadores. A ello me motivó también la lectura de El Manantial,  novela de Ayn Rand, obligada en este tiempo y momento. La leí por insistencia de Josean, mi tercer hijo, un sol, el de la música por dentro,  al decirme que cuando empezó a leerla no pudo parar y que la sangre le hervía.

 

Lo que puede hacerse con un material jamás debe hacerse con otro, no hay dos materiales que sean iguales. No hay dos edificios que tengan el mismo propósito. El propósito, el lugar, el material determinan la forma. Nada puede ser razonable ni hermoso a menos que siga una idea central, y esa idea define todos los detalles. Un edificio es algo vivo, como un ser humano. Su integridad consiste en seguir su propia verdad, su único tema, y servir a su única y propia finalidad…Su constructor le da el alma, y cada pared, cada ventana, cada escalera para expresarla…He elegido el trabajo que me gusta hacer, si no gozo con él, resultará que yo mismo me habré condenado a años de tortura. [1]


 

[1] Rand Ayn, 1958. El Manantial. E. 2004, Editorial Grito Sagrado, Buenos Aires Argentina.


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