• Ramón Meza
  • 13 Junio 2013
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Por: Ramón Meza

Puta cómo se viene tardando el autobús, no es onda que la última corrida la manden media hora después de la penúltima, el paradero se llena hasta el tope y uno se anda pisando con los de al lado. Y entre los pisotones pasan los pequeños vendedores, casi enanos, con sus bolsitas de galletas o cacahuates rancios, que cómpreme esto o lotro, casi por caridad, suplicando con la mirada.

Y esto se repite en la terminal todas las noches, pero es que ya la vida es un interminable cliché que jamás se altera, salvo por las tardes en que cae aguacero. Entonces toda esta parte del centro se inunda, y uno tiene que chapalear contra la corriente, llegar empapado y esperar, agradeciendo el calor de los cuerpos próximos, quizá también escurriendo de lluvia y cansancio.

Pero ya llega el último de la noche, y aunque las piernas se han envarado y duelen, estiro el cuello para ver por dónde va a detenerse, es casi una felicidad ver sus foquitos, su letrero que parpadea PUEBLA-CHOLULA-DIRECTO, aunque en realidad es un transporte generoso con los trasnochados y se detiene cada esquina, o casi. El gusto dura poco porque la humanidad que ha estado esperando con aparente mansedumbre se abalanza ahora, todos a una, como si su vida dependiera de abordar la unidad. Señoras con niños, estudiantes y obreros y lecheros y también yo, que por fin salí de la infame chamba donde estoy atado a la computadora y los interminables timbrazos del teléfono desde las nueve a eme hasta las once pe eme en punto; todos compitiendo por llegar primero a la puerta, ciegamente, estúpida y bovinamente.

Tengo la grandísima suerte de que el autobús pare casi enfrente mío, la puerta se abre a escasos centímetros y me invita a ser el primero. Liberado de los calambres en las piernas, tomo impulso para desprenderme de la gente y ganar la escalerilla, y cuando ya adelanto el pie se interponen tres señoras gordas de suéter que supieron colarse desde un costado. Me aferro al pasamanos como una garrapata, pues aquí nadie hace fila ni cede su lugar. Un chofer de gruesas patillas, que no sé por qué siempre imagino gritándole a su esposa a la hora de la cena, me cobra con gesto de malhumor.

Subo al fin y avanzo a lo largo del sucio pasillo para sentarme en la última hilera de lugares, desde donde puedo bajar más rápido y también hacerme el dormido sin ceder el asiento de junto. Ahí coloco mi portafolios de cuero, reliquia de mi pasado estudiantil, ahora lustroso por los años y la grasa de zapatos. El camión tarda una nada en llenarse. Señores de gorra y manos ásperas y grandes, jovencitas con el uniforme de una escuela técnica que pasan intentando no mirar a nadie. Hay dos muchachas con traje de vestir azul, todas sonrisas, que piden a otros pasajeros recorrerse para alcanzar un asiento. Suben también tres o cuatro adolescentes pelos parados, fingiendo ser más rufianes de lo que ya son, se insultan a gritos y se carcajean, se empujan entre sí hasta que una voz masculina los para en seco: “ya estuvo, se calman o los bajo”. Es el chofer de las patillas.

A los pocos minutos el directo se pone en marcha, aunque se va deteniendo cada pocas cuadras para subir más pasaje. Lástima, no pude hacer mi numerito del dormido porque tuve que ceder el lugar de junto a una señora que carga un niño como de dos años; el chamaco trae la boca y las manos pegajosas de algo que ha estado comiendo, y tras mirarme detenidamente me empieza a pasar los deditos por la camisa, por la mano y por el pantalón, untándome de una sustancia roja. Su madre no se da por enterada —seguro está igual o más cansada que yo— y el espacio es tan estrecho que apenas puedo alejarme unos centímetros. Discretamente interpongo mi portafolio.


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