• Ramón Meza
  • 13 Junio 2013
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Por: Ramón Meza

Hace calor y huele a ropa mal lavada, a sudor ácido, a perfume corriente, a dulce de chamoy y a gente que trabaja todo el día junto a puestos de fritangas. El autobús avanza a tumbos por antiguas colonias obreras, donde las ex fábricas son ahora bodegas de mercancías chinas. Sus sacudidas son lo único reconfortante, pues nos hacen creer que en algún momento llegaremos a algún destino. Cuando parece que no cabe nadie más el camión frena y se abre la puerta trasera, cerca de donde estoy, y sube un trovador urbano con su guitarra, un poco greñudo y chamarrita de mezclilla, amables pasajeros que tengan un bonito viaje y espero les gusten estas bonitas canciones, con lo que gusten cooperar, y rájale, nos receta esa historia de un amor como no hay otro igual, que nos hizo comprender todo el bien todo el mal, y nadie parece tomarlo en cuenta porque el volumen de las conversaciones sube. El romántico animador no se agüita y cambia de tonada: regresamos a los setenta con Roberto Carlos y el gato que está en la oscuridad, triste y azul, nunca se olvida que fuiste mía.

Enfilamos hacia el inicio de la recta, con música de boleros como fondo, y parece una noche como las demás con todo y su cantante de cliché, pero algo raro está pasando. Al querer atravesar entre los muchachones malencarados que se mentaban la madre hace un rato, el guitarrista se pone tieso, saca dinero de su bolsillo y se los entrega, en lugar de recibir su coperacha. En un momento caigo en cuenta de lo que pasa, uno de los chavos trae una hoja metálica, no más grande que un cortauñas, pero sus otros tres compinches hacen la labor de convencimiento con el pasajero víctima en turno y lo aíslan de los demás. Discretamente abrazo mi portafolios, reliquia de mi juventud estudiosa.

Ya pasaron a la báscula las chicas del traje sastre y varias señoras. Con los albañiles los ratas prefieren disimular o creen que no vale la pena. Otra hilera y me va a tocar a mí. De un salto me levanto, liberándome de las manitas del niño y aprieto el botón de la parada, aunque sé que el chofer me ignorará, pues es un tramo donde nadie se baja. Uno de los jóvenes me toma del brazo, discreto, pero con fuerza. A ver amigo, pásate acá con los compañeros por favor. Ahora sí qué decentes se vieron. Giro un poco como si fuera a encararlos. Antes de que me rodeen alargo el brazo y le hago una caricia con un cúter en la cara al joven de la navaja. La sorpresa lo hace gritar y llevarse la mano al rostro; los otros se sobresaltan. Grito a todo pulmón el “bajan chofer” que se usa en estos casos y doy dos golpes con el tacón del zapato en la puerta del autobús.

Lo que sigue es confuso. Me sujetan por la ropa, me zafo y doy un par de codazos antes de que se abran las portezuelas y pueda bajar bruscamente. Hay un alboroto adentro, la gente se levanta. Parece que hay golpes. El chofer decide ignorar todo; cierra la puerta y sigue el viaje. El autobús Directo a Cholula arranca dando tumbos y rápido gana velocidad. Me ha dejado a orillas del río Atoyac, apestoso a desechos industriales, parado entre un templo evangélico y un cabaret clandestino disimulado en una casa inocente.

Tardo en entender lo que ha pasado, pero una vez que me cae el veinte recojo el cúter que había caído en la orilla del camino. Silbando, lo limpio de sangre y lo guardo de nuevo en el portafolio. Siempre supe que de algo me iba a servir, por eso lo conservé de mis tiempos de estudiante de diseño. No cabe duda que la educación hace la diferencia, y en esta noche tan cliché la hizo para mí, aunque no como lo hubiera esperado. Comienzo a caminar, pues mi destino está todavía bastante lejos y ya el último camión que me lleva recién hace un instante acaba de partir.

 

(Ramón Meza, escritor y periodista)


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