• Julio Glockner
  • 16 Mayo 2013
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Por: Julio Glockner

 

La madrugada del 21 de diciembre de 1994 una llamada telefónica a la 1.30 de la madrugada me alertó del volcán en erupción: “Es como si cayera nieve”, me dijo Tino Arellano, músico y locutor en la estación de radio La Radiante 105. Efectivamente, a esa hora la ceniza tapizaba las calles y jardines de la ciudad de Puebla. Justo como la noche de martes 7 pasado. La respuesta del gobierno entonces fue implacable: el desalojo de miles de familias campesinas de los pueblos volcaneros. Ocurriría lo mismo en diciembre del año 2000. Sólo los viejos campesinos que recordaban las explosiones de los años veinte no dejaron de decir a los reporteros que los entrevistaban un sencillo “no va a pasar nada”.

En el 2013, más allá de las alertas amarillas, naranjas y ya merito rojas, las autoridades no han reaccionado como las del 94 y el 2000. Ha habido en la práctica un acercamiento a la natural aceptación campesina de que “no es la voluntad divina” que el volcán truene en una erupción fatal.  Dos mundos enfrentados, tradición y modernidad, que se miran de reojo sin dejar de avistar al volcán.

Sea lo que sea que ocurra con nuestro alebrestado coloso, su recurrente despertar de fuego, gases y ceniza ha obligado a la sociedad mexicana, y particularmente a la poblana, a plantear una pregunta de muy difícil respuesta: ¿cuál es la relación entre esta desastrosa modernidad manifestada en la urbe poblana y lo que queda de la vida rural concentrada en los pueblos volcaneros arrasados por ella?

El diagnóstico de Julio Glockner, el intelectual poblano con la más elaborada y crítica mirada de estos mundos en confrontación, es desolador: “La sola enumeración de estas condiciones nos hace pensar que un desastre en la región no está por llegar con una posible erupción del volcán, sino que ya ha llegado en la devastación ecológica y el profundo deterioro de la integración social y la economía regional.”

Es posible un diálogo entre estas dos perspectivas del mundo. Es posible y es necesario, dice Glockner: “Este diálogo no tendría, desde luego, el descabellado propósito de conciliar visiones del mundo radicalmente distintas, sino más bien la de propiciar un respetuoso interés por lo que el otro piensa y desde ahí intentar construir una estrategia que garantice la participación voluntaria y autogestora de los pobladores en caso de una posible evacuación.”

Ojalá escuchemos este llamado de atención del antropólogo Julio Glockner.

Los pueblos campesinos

Culturalmente hablando los orígenes de las actuales localidades campesinas asentadas en las laderas del volcán Popocatépetl se remontan a las primeras décadas del siglo XVI. Fue en aquella época que sus dos componentes fundamentales, las tradiciones amerindias y las europeas, entraron en un complejo contacto que si bien permitió su gradual fusión a lo largo de los siglos, no estuvo exenta de  violencia y rechazos mutuos en todos los órdenes de la vida social. Antes de la conquista y la colonización española los pueblos indígenas del Altiplano Central tenían en el altépetl una forma de organización social ampliamente desarrollada. Los llamados "imperios" anteriores a la conquista eran en realidad grandes conglomerados en los que  algunos altépetl dominaban a otros,  con la particularidad de que tanto la unidad que daba tributo como la que lo recibía se llamaban altépetl. Etimológicamente esta palabra, que puede usarse indistintamente en singular y en plural, significa "el agua, la montaña", y se refiere sustancialmente a una organización de habitantes que tiene el dominio sobre un determinado territorio.

Estas unidades sociales y políticas no tenían una existencia estática. No existía nada que impidiera, nos dice James Lockhart, que el altépetl de forma más sencilla creciera mediante un incremento demográfico natural, o a través de la absorción de inmigrantes y se hiciera más complejo, con uno o más de los antiguos jefes del calpolli transformados en gobernantes (tlatoque), y a la inversa, no existía nada que impidiera que una forma compuesta se desbaratara y se convirtiera en una forma más sencilla y más unificada, lo que podría suceder o bien porque todo el grupo sufriera reveses como la pérdida de población y la derrota militar, o porque una parte constitutiva creciera más que las otras. (Lockart, 1999: pp. 27-45)

Cada altépetl se componía de dos o más calpolli y los altépetl más importantes por sus funciones administrativas y religiosas tenían un gobernante o tlatoani, de modo que el palacio, el templo y el mercado comúnmente se localizaban cerca uno del otro. La conquista tuvo como efecto que el conglomerado imperial se fragmentara en sus altépetl étnicos constitutivos y pronto fueron reorganizados bajo nociones espaciales y administrativas muy semejantes que perduran hasta nuestros días, como son el barrio, el pueblo y el municipio. Toda cabecera municipal conserva hasta la fecha la antigua trilogía del altépetl que combina el templo, el palacio y el mercado, obviamente en un contexto histórico completamente distinto, pero es eso justamente lo interesante, resaltar las líneas de continuidad que tuvieron durante siglos y que muchas veces se soslayan al enfatizar el cambio cultural o las innovaciones de la modernidad. Es decir, aunque las relaciones sociales han tenido grandes transformaciones a lo largo de la historia, en los pueblos campesinos que actualmente se encuentran asentados en las laderas del volcán se ha conservado esencialmente una estructura compuesta por cuatro niveles:

1)         la relación de la comunidad con un poder político administrativo;

2)         con un espacio asignado para el intercambio no sólo de mercancías, sino de opiniones e ideas, un espacio generador de vínculos y afinidades como es el mercado o el tianguis semanal;

3)         con el tempo o la casa de Dios, a través del cual se establece un vínculo con el mundo de lo sobrenatural que incluye el mundo de los antepasados muertos;

4)         finalmente, con la naturaleza que rodea al espacio habitado por los humanos y que comprende desde los campos de cultivo y los huertos hasta el monte, los pastizales de alta montaña y los arenales cubiertos de nieve cercanos al cráter.

Los dos últimos aspectos, la relación con lo natural y lo sobrenatural, se encuentran íntimamente relacionados en la cultura campesina, por lo que cualquier programa de prevención que se proponga actuar con la participación voluntaria de los habitantes de estos pueblos, deberá tomar en consideración las formas en que estas relaciones operan. 



Los cambios culturales

Hace ya más dos décadas que comencé a frecuentar la zona de los volcanes acompañando a campesinos de los estados de Puebla, México y Morelos a depositar ofrendas en los lugares sagrados para propiciar las lluvias y controlar el clima mediante conjuros y dispositivos mágicos. La vida de los pueblos, todavía apacible en aquellos años, se ha visto perturbada cada vez más por las demandas, las expectativas e instrumentos del mundo moderno. La vida campesina que todavía en la década de los ochenta predominaba en la región, fue cediendo gradualmente a las exigencias de una modernidad que los excluyó del proyecto nacional, si es que a este desorden en el que vivimos se le puede llamar proyecto nacional. Un campo abandonado por las políticas oficiales, sin créditos,  sin asesoría técnica ni facilidades para comercializar los productos agrícolas, fue vencido poco a poco por otras opciones orientadas hacia la vida urbana y sus valores. El pavimento y el vehículo motorizado sustituyeron a la terracería, el burro y la carreta, pero no para transportar de mejor manera los productos agrícolas, sino para facilitar la salida de mano de obra de la región hacia las zonas urbanas. El abandono de la agricultura por parte del Estado incrementó el desempleo, la descomposición social, el alcoholismo, la delincuencia juvenil y la migración hacia las grandes ciudades de México y los Estados Unidos. Hoy la región de los volcanes tiene muy pocas  alternativas laborales que ofrecer a sus jóvenes, a pesar de que se pudren en el piso, año tras año, miles de toneladas de diversas frutas, y de que hay una creciente cantidad de tierras ociosas de excelente calidad. 

Por esos caminos pavimentados llegan también millares de refrescos embotellados y bebidas artificiales, toneladas de golosinas, alimentos enlatados y toda la gama de porquerías industriales que se pueden ingerir para satisfacer necesidades creadas por la publicidad y hasta hace poco desconocidas. La milenaria trilogía de maíz, frijol y calabaza está siendo sustituida por frijoles enlatados, sopas Maruchan y refrescos embotellados. Este giro en el consumo ha provocado que el unicel y el plástico invadan todos los espacios, al grado de que es imposible recorrer un kilómetro sin encontrar basura a la orilla de la carretera. Además están los incendios forestales, que cada año consumen miles de hectáreas de bosque, y la habitual tala clandestina, que no ha habido autoridad federal, estatal o municipal capaz de terminar con ella, a pesar de los esfuerzos, casi heroicos, llevados a cabo por el personal del Parque Nacional Izta-Popo. La televisión se ha convertido en el centro de atención dentro de los hogares, introduciendo nuevos valores y maneras de mirar el mundo que operan lentamente sobre el imaginario colectivo. La educación pública y los medios masivos ha desterrado casi por completo el idioma náhuatl, y los pocos que lo hablan prefieren olvidarlo o negar que lo conocen.

La sola enumeración de estas condiciones nos hace pensar que un desastre en la región no está por llegar con una posible erupción del volcán, sino que ya ha llegado en la devastación ecológica y el profundo deterioro de la integración social y la economía regional. Este contexto apenas esbozado tiene, desde luego, matices locales, pero indudablemente se trata de una tendencia, que no ha encontrado para enmendarla ni políticas públicas ni una resistencia decidida por parte de los pobladores. En estas condiciones sobrevive un mundo campesino proveniente de una larga tradición nahua, que ha llegado hasta nuestros días debido a su capacidad de mutación: una tradición que ha sabido permanecer transformándose a sí misma y adaptándose a nuevas condiciones históricas. Quizá la característica más sobresaliente de esta tradición sea la preservación de un culto a la naturaleza, manifestada más específicamente en una cosmovisión y una ritualidad vinculada con los fenómenos atmosféricos que hacen posible la obtención de buenas cosechas.



Culto a la tierra

Entre los antiguos mexicanos la tierra fue concebida como un monstruo. Casi toda la mitología de Mesoamérica, dice Yólotl González, coincide en que era una especie de saurio, un monstruo andrógino con bocas en las coyunturas y siempre hambriento, que recibía el nombre de Tlaltecuhtli. (González, 1991) Según el mito de origen de la tierra, fue en el principio de los tiempos cuando Quetzalcóatl y Tezcatlipoca bajaron del cielo aquel gran lagarto cubierto de ojos y bocas con las que mordía salvajemente. Los dioses rompieron su cuerpo separándolo en dos partes con las que fueron creados el cielo y la tierra. Luego los dioses creadores se dieron a la tarea de hacer brotar sobre la superficie que correspondía a la tierra todo lo que en ella existe, de este modo brotaron árboles de sus cabellos, su cuerpo se cubrió de flores y yerba y de sus ojos brotaron pozos, manantiales y cuevas, de sus bocas surgieron ríos y grandes cavernas, de su nariz brotaron valles y montañas, de ella provienen también todos los alimentos, principalmente el maíz que fue deificado con el nombre de Centéotl, o Xilonen, deidad femenina del maíz fresco.  Aunque en la actualidad este relato ha sido suplantado por el mito hebreo de la creación que aparece en el Génesis bíblico, los campesinos de origen nahua siguen considerando a la tierra, en su variedad de formas y en sus frutos, como un espacio en el que debe rendirse culto no solo a los dioses creadores sino a la creación misma, a la fertilidad, a la reproducción de la vida y a los beneficios que proporciona. A pesar de que la modesta modernidad que ha llegado a los pueblos de la región ha propiciado la desaparición de una rica variedad de ritos agrícolas, aun se conservan en varias poblaciones rituales en los que, invocando simultáneamente los nombres  de algunos santos, los de espíritus que habitan en la naturaleza y en algunos casos también los nombres de antiguos dioses como Tláloc y Quetzalcóatl, se procura atraer las lluvias benéficas y asegurar la abundancia de alimentos. Es decir, en el pensamiento de los campesinos actuales predomina el catolicismo, pero en una versión del cristianismo que hunde sus raíces también en los antiguos cultos y concepciones religiosas mesoamericanas. Esta característica es fundamental para comprender su relación con la naturaleza. 

La tierra ha tenido siempre una importancia decisiva en el mundo campesino, no sólo por ser la proveedora de alimentos y otros materiales útiles al hombre, sino también porque proporciona una identidad individual y colectiva, un sentimiento de pertenencia y una relación espiritual con la naturaleza.

Una región no es un espacio llano y carente de sentido, no es sólo una simple extensión de terreno mesurable y susceptible de ser explotada de acuerdo a sus cualidades geográficas, edafológicas y climatológicas, como parecen entenderlo los topógrafos e ingenieros de todo tipo. Una región es un espacio compuesto con el que los hombres guardan una relación integral, es un espacio, como dice Mircea Elíade, anisotrópico[1], que los humanos experimentan orientándose, material y simbólicamente, en el que cada dimensión y dirección tiene un valor específico. (Elíade, 1997 p. 47)

La región es un espacio vivo, con una gama cambiante de luz y temperaturas en el curso del día y a lo largo del año, que exhala determinados aromas y se compone de infinidad de colores, sonidos, texturas y consistencias que tocan sigilosamente nuestros sentidos. Al referirnos a una región implicamos a los seres que la conforman y la hacen ser lo que es: están ahí los árboles y las montañas, los ríos que corren al fondo de las barrancas y los insectos, las aves, las plantas silvestres y las cultivadas, los animales del monte, los hongos y el ganado. Además, en una región no todo acontece al ras del suelo, está también el cielo y el mundo subterráneo, que comprende todo lo que se encuentra bajo la superficie, desde los hormigueros, las semillas y los cementerios hasta las cuevas, los ríos subterráneos, el mundo de los espíritus y el infierno. El cielo, por su parte, no sólo nos remite a los vientos y las nubes, a los equinoccios, los solsticios y las lluvias, a los ciclos lunares, los eclipses y a ciertas estrellas significativas, no sólo comprende los fenómenos meteorológicos en su conjunto, sino toda una metafísica del aire, el día y la noche. El cielo está poblado también de deidades, ángeles y espíritus celestiales. Una región posee también un imaginario colectivo, una imaginación mítico-religiosa, una sensibilidad, es decir, una región posee también un alma.

Como ámbito natural la región tiene un lenguaje múltiple que habla a los sentidos humanos. Cuando se responde de manera ritual a este lenguaje se establece con ella un vínculo sagrado, el cual adquiere, en la persona de ciertos especialistas, las características de un auténtico diálogo con la naturaleza deificada, un diálogo en que hombres y mujeres, a través de la oración y la ofrenda,  la súplica, el conjuro mágico, los sueños o el uso de enteógenos, se dirigen a dios, a los espíritus de las montañas, las corrientes de agua, los vientos y las nubes; y dios, los espíritus y el mundo les responden, ya sea mediante ciertas

manifestaciones meteorológicas o a través de sueños y visiones enteogénicas alcanzadas en estados de éxtasis religioso.  (Glockner, 2000 p. 44)



[1] La anisotropía es la cualidad de un medio, generalmente cristalino, en el que alguna propiedad física depende de la dirección de un agente. 


Tomada de Hoylosangeles.com

 

Tradición y modernidad

 

Este diálogo hace evidente que la distinción entre naturaleza y cultura establecida por la razón occidental, o más precisamente por la epistemología objetivista, como la llama Viveiros de Castro, no corresponde a la manera en que la cosmovisión amerindia se representa la realidad. De acuerdo al monoteísmo animista de los trabajadores del temporal de la región de los volcanes, en todo lo existente habita o es susceptible de habitar un agente espiritual, es decir, una voluntad desde la cual se despliega una intencionalidad. Las cimas nubladas de los montes, la lluvia y la sequía, el granizo y las tormentas son manifestaciones de esa voluntad con la que se puede interactuar ritualmente. Hay un espíritu supremo, el de Dios Padre, que preside y gobierna sobre todos los demás espíritus que habitan la naturaleza, desde los mares de Acapulco y Veracruz y los volcanes circundantes como el Nevado de Toluca, La Malinche, la Iztaccíhuatl o el Pico de Orizaba, hasta los cerros, las cuevas y los nacimientos de agua cercanos a los pueblos.

En la perspectiva de los pueblos tradicionales, que ordenan su visión del cosmos desde la noción de lo sagrado, hay un mundo espiritual que existe simultáneamente al mundo material que perciben nuestros sentidos durante la vigilia, ese mundo espiritual no es concebido  como "Otro Mundo" ajeno y distante, sino más bien como otra forma de existir en el mismo mundo. Lo espiritual y lo material conforman una sola y compleja realidad, un solo mundo en el que algunos especialistas rituales, hombres y mujeres, han adquirido la facultad de actuar en ambas dimensiones.

La presencia ancestral de revelaciones oníricas, el consumo de plantas psicoactivas, la ejecución de rituales propiciatorios asociados con los sueños y las visiones enteogénicas son algunos de los rasgos culturales más sobresalientes entre los tiemperos de la región de los volcanes. Este conjunto de características justifica el empleo del concepto chamanismo para calificar algunas de las prácticas mágico-religiosas que tradicionalmente se han llevado a cabo por especialistas en el control del clima y la sanación de ciertas enfermedades, en beneficio tanto de individuos como de sus comunidades.  Entiendo aquí por chamán a toda persona que ha experimentado una muerte y una resurrección simbólicas como signo de una apertura al mundo de lo sagrado. Una persona que ha recibido un mensaje iniciático de las deidades y el don correspondiente, sea a través de los sueños, mediante visiones enteogénicas, disciplinas físicas o el padecimiento de alguna enfermedad. Una persona capaz de mantener un vínculo permanente con la dimensión espiritual que gobierna el mundo y a los seres vivos, incluyendo los humanos, con una finalidad terapéutica, propiciatoria, adivinatoria y sacramental.

Esta facultad de transitar de una dimensión a otra posibilita una forma de conocimiento que está en el polo opuesto de la epistemología objetivista. Según esta epistemología, dice Viveiros de Castro, conocer es objetivar, es poder distinguir en el objeto lo que le es intrínseco de lo que pertenece al sujeto cognoscente, y que, como tal, fue indebida o inevitablemente proyectado en el objeto. Conocer así es des-subjetivar, es decir, hacer explícita la parte del sujeto presente en el objeto, de modo que se pueda reducir a un mínimo ideal. De acuerdo a esta forma de conocimiento, generada por la modernidad occidental, los sujetos, igual que los objetos, son vistos como resultantes de procesos de objetivación, es decir, el sujeto se constituye o reconoce a sí mismo en los objetos que produce y se conoce objetivamente cuando consigue verse “desde fuera”, como un “eso”. Nuestro juego epistemológico –concluye Viveiros- se llama objetivación; lo que no fue objetivado permanece irreal y abstracto, La forma del otro es la cosa.

En cambio, el chamanismo amerindio parece guiado por el ideal inverso: conocer es personificar, tomar el punto de vista de aquellos que deben ser conocidos. El conocimiento chamánico se dirige a un “algo” que es en verdad un “alguien”, otro sujeto o agente. La forma del otro es la persona.  (Viveiros de Castro (¿) p. 43)

En un trabajo anterior (Glockner 2011) me referí a las distintas interpretaciones que del riesgo volcánico han construido las comunidades de pedidores de lluvia de la región de los volcanes desde las sociedades tradicionales, por un lado, y la comunidad científica en las modernas ciudades occidentales, por el otro. En ningún momento han pensado los pedidores de lluvia de la región que la actividad del volcán sea un fenómeno natural ajeno a la voluntad divina y, en última instancia, a la conducta de los hombres. En su representación del fenómeno volcánico no hay cámaras magmáticas, microsismos y flujos piroclásticos  sino graves faltas morales que ofenden a Dios. Si se les ofreciera una explicación científica detallada y accesible los tiemperos aceptarían sin problema alguno la existencia de una cámara magmática y demás fenómenos asociados a una erupción, pero no se explicarían su activación mediante una ebullición interna de la materia, sino mediante la intervención de la voluntad divina.

Para los tiemperos y la gente del campo en general se trata de un asunto imprevisible porque la voluntad de Dios es inescrutable; para los vulcanólogos y la gente de la ciudad con nociones científicas, se trata no de un asunto de carácter trascendente, sino inmanente a la naturaleza y a cuya predicción es posible aproximarse mediante un equipo técnico adecuado. Esa dicotomía entre tradición y modernidad, que se antoja como un diálogo imposible entre el tiempero y el vulcanólogo, tiene como trasfondo la oposición entre Mithos y Logos, oposición que se alza como un horizonte que permite dimensionar todos los elementos del paisaje.  El científico se enfrenta, por oficio, al problema de la verdad; en cambio el tiempero no la necesita porque un mito, como dice Gadamer, es siempre sólo creíble y no “verdadero”.  (Gadamer, 1977: p. 64)

Foto tomada de Proceso

 

Mito y razón

Quisiera ahora explorar un poco la lógica que subyace en ambas concepciones del mundo: el mito y el logos. Pero quisiera hacerlo no entendiendo por lógica lo que nos hemos acostumbrado a entender a partir de la tradición greco-latina: la ciencia que expone las leyes, modos y formas del conocimiento científico, sino considerando lo que se entendía en la antigua India, donde la lógica se desarrolló a partir de la práctica de la discusión, organizada en torno a debates que dirimían diferentes cuestiones y que estaban presididos por una asamblea de jueces. “Los príncipes y soberanos –dice Juan Arnau- congregaban periódicamente a representantes de diversas escuelas para que debatieran sus puntos de vista. Los debates, que comprendían tanto literatura médica como textos doctrinales y jurídicos, adquirían con el tiempo una gran importancia social y política, por lo que la destreza persuasiva o el arte de probar, se convertiría en una ciencia en sí misma. De acuerdo a esta perspectiva, la lógica sería entonces el efecto del arbitrio humano por dar solución a los desacuerdos sobre lo que pasa en el mundo. La lógica sería la distancia entre las diversas escuelas de pensamiento y la regla misma que mide esa distancia. Diferencias en las que estuvieron en juego no sólo los argumentos sino las condiciones de vida de las diferentes comunidades que los esgrimían y las posiciones que éstas ocupaban en la jerarquía social. Desde esta perspectiva, la lógica no es sino el desacuerdo puesto en escena, representado y dictaminado en las asambleas donde se discuten las diferentes visiones del mundo, y no la consecuencia de un orden prestablecido del mundo, un logos, como consideró parte de la antigüedad griega”. (Arnau, 2008: p. 25-27)

Estoy consciente de que trasladar esta noción de la lógica al México de hoy es un atrevimiento que puede no agradar a un positivismo intransigente, pero puede resultar aceptable, como procedimiento ideal, para aproximar los puntos de vista divergentes y ponerlos a dialogar en un asunto de vital importancia como es la actividad eruptiva del volcán Popocatépetl. Este diálogo no tendría, desde luego, el descabellado propósito de conciliar visiones del mundo radicalmente distintas, sino más bien la de propiciar un respetuoso interés por lo que el otro piensa y desde ahí intentar construir una estrategia que garantice la participación voluntaria y autogestora de los pobladores en caso de una posible evacuación. 

Tomada de Reporteros en movimiento

La propuesta de propiciar un diálogo entre dos visiones del mundo radicalmente distintas encuentra en nuestro país el gran obstáculo de los prejuicios clasistas y, yendo más lejos, también racistas. Para nadie es un secreto que los campesinos en México apenas y son considerados ciudadanos de tercera. Lograr que a los ojos de la comunidad científica y las autoridades en turno aparezca el campesino como una figura ciudadana con plenos derechos individuales y colectivos es una tarea urgente y una responsabilidad que deben asumir quienes se dican a la protección civil y la prevención de desastres. Una tarea sumamente difícil, sin duda, que se enfrenta a la sordera institucional y a una arrogancia epistemológica que sólo sabe ver ignorancia e ingenuidad en el mundo campesino. Sin embargo, no veo otra salida que la de construir mediaciones entre ambos mundos a fin de aproximarlos para fomentar el entendimiento entre ellos. Mediaciones que deben tener una finalidad pragmática, que eluda la confrontación de cosmovisiones y se proponga diseñar un plan de acción incorporando las propuestas de las propias comunidades. 

Es indispensable comprender que la creencia en dios de los campesinos volcaneros no es un acto de ignorancia y fanatismo religioso, significa, más bien, pensar que con los hechos del mundo no basta para explicar lo que en él sucede. Creer en dios quiere decir que la naturaleza es insuficiente para explicar las causas que desencadenan los eventos que en ella acontecen. El cuándo y el cómo se produzcan estos eventos no está al alcance de la comprensión y el conocimiento humanos. Aun entre quienes tienen el don de recibir revelaciones en sueños el mensaje nunca es claro; siempre tiene una sombra de misterio y ambigüedad. No he conocido un solo campesino en estos años, cuando se habla a fondo con ellos, que no atribuya lo que sucede a la voluntad divina. Esta convicción genera un hondo sentimiento de resignación ante la actividad del volcán, sentimiento poco favorable a la difusión de lo que se ha denominado “cultura de prevención”.

Por otra parte, los sueños de los tiemperos como recurso para evaluar la peligrosidad del volcán fueron un factor de estabilidad emocional entre la población. Fue así porque siempre revelaron la confesión de Gregorio Popocatépetl de que la gente no debía abandonar su casa, dejando la certidumbre en los tiemperos de que nada grave ocurriría. De este modo el sueño, como fenómeno de una íntima individualidad, se convertía, al mismo tiempo, en expresión del deseo colectivo de no abandonar los pueblos y los hogares, siendo, en consecuencia, bien recibidos  por los habitantes. (Glockner, 2011: p.493) La misma función cumple la memoria colectiva en los recuerdos tranquilizadores de los ancianos que vivieron la erupción de los años veinte, que dejan a las nuevas generaciones el testimonio de que nada realmente peligroso ocurrirá. Algunos de esos testimonios fueron recogidos por Gabriela Vera Cortés en Santiago Xalitzintla, Puebla y Hueyapan, Morelos. (Vera Cortés, 2005)

Los campesinos poblanos han tenido que padecer ya dos evacuaciones, la de diciembre de 1994, cuando se inicio la actividad del volcán, y la de diciembre de 2000, en la que también abandonaron sus casas miles de personas en el estado de Morelos, aquella memorable noche en que el Popocatépetl lanzó rocas incandescentes. Todo el país presenció por televisión aquél espectáculo, incluyendo por supuesto a los propios evacuados, que en buena medida accedieron a salir no tanto por lo que veían directamente en el volcán, que de algún modo era distante e inofensivo, sino por lo que veían en la pantalla de televisión, por el discurso alarmante que ahí escucharon, en el que se invitaba a la gente a salir, pero también se le intimidaba diciendo que se usaría la fuerza pública de no hacerlo, y, finalmente, porque la policía y el ejército se presentaron con sirenas y altavoces  tocando puerta por puerta. Ninguno de los tiemperos que conozco en los tres estados salió a los albergues o siquiera se alarmó. Todos coincidieron en decir que no habían recibido ningún aviso en sueños y que nada grave iba a suceder. Todos entendieron como una reacción natural el susto de la gente en sus pueblos, principalmente entre los niños y las mujeres, y respetaron la decisión de alojarse en los albergues sin tratar de convencer a la gente de lo contrario. Obviamente el que nada grave haya sucedido reveló la inutilidad de la evacuación e incrementó el prestigio de los tiemperos en sus comunidades. El prestigio de los científicos aumentó también en su respectiva comunidad al acertar en la predicción de que se incrementaría la actividad explosiva del volcán considerando el incremento en la actividad sísmica y en el domo de lava que se había acumulado al interior del cráter.

Durante las dos evacuaciones varios funcionarios de protección civil expresaron, en declaraciones a la prensa, un criterio que refleja una opinión muy extendida entre la gente de la ciudad: que los campesinos (que "esa gente", como los llaman) no entienden lo que sucede y que es difícil explicárselos precisamente porque se trata de campesinos. Más allá de la ineptitud que revelan estas palabras, decirlas reiteradamente nos señala un problema de fondo, el problema de lo que se considera como La Verdad. En este punto nos encontramos con la confrontación de dos verdades sustentadas con toda legitimidad en dos tradiciones y dos razonamientos completamente distintos: la verdad científica y la verdad religiosa.

No han sido, desde luego, la tradición campesina la heredera del pensamiento ilustrado. En el campo predomina, en cambio, la convicción religiosa de que existe una voluntad suprema que determina, en última instancia, tanto el curso de los fenómenos naturales como el destino humano.

En las sociedades tradicionales, la naturaleza en medio de la cual se vive y de la que se sienten parte, está conformada por seres y objetos implicados en complejas redes de participaciones y exclusiones místicas. Ante un evento inesperado, como un temblor o una erupción, el hombre tradicional no se preocupa por buscar las relaciones causales que no son de suyo evidentes y de inmediato recurre a una potencia mística para explicar lo que sucede: sus representaciones colectivas evocan de inmediato la acción de potencias sobrenaturales. Lo que opera entonces es lo que Levi-Brühl llama las pre-relaciones místicas, que equivalen a lo que nosotros llamamos causas. Un pedidor de lluvia de la región de los volcanes puede aceptar perfectamente nuestras explicaciones acerca de las causas de la erupción del volcán, que una vez admitidas y razonadas serán vistas tan sólo como una manifestación más de la voluntad divina.      

Entre los campesinos volcaneros Dios no sólo no ha muerto sino que goza de una vigorosa salud. Es Él quien le otorga sentido a la existencia, es en Él donde reside La Verdad, una verdad inescrutable que solo se manifiesta desplegándose en acto. Del mismo modo y en la misma lógica que el Dios bíblico creó en el Génesis la luz y la tierra, es ahora capaz de provocar las erupciones del volcán. No en vano el Padre Eterno, el Padre Jehová Todopoderoso es invocado en las laderas del volcán para regular las lluvias, evitar tormentas y temblores, remediar hambrunas y pedir por quienes sufren guerras, desastres naturales y desamparo como trabajadores migrantes en los Estados Unidos.

Viendo el fenómeno eruptivo a la distancia y haciendo un balance entre los discursos y las reacciones de la gente del campo y la ciudad ante el riesgo que podría implicar, me parece que hasta ahora han sido los campesinos quienes han tenido la razón, pues, efectivamente, nada grave ha sucedido y los únicos daños materiales y emocionales que se han padecido han sido consecuencia de las dos evacuaciones realizadas sin el pleno consentimiento de la gente.

La confianza de los pedidores de lluvia en los mensajes oníricos que reciben del volcán y la credibilidad que en ellos tiene una buena parte de las comunidades, se manifiesta en las procesiones que año con año se realizan en los lugares sagrados, como ha ocurrido en los meses de marzo y mayo pasados, en los que, por cierto, el Popocatépetl correspondió con abundantes y oportunas lluvias a las peticiones de los trabajadores del temporal.   

(Julio Glockner Rossain (Puebla, 1955), escritor, antropólogo investigador del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades BUAP. Autor, entre otros libros, de Los Volcanes Sagrados y Así en el cielo como en la tierra, ambos de Grijalvo. Ponencia presentada en el II Congreso Nacional de Antropología Social y Etnología, realizado en Morelia, Michoacán, del 26 al 28 de septiembre de 2012.)

 

Bibliografía:

 

Arnau, Juan (2008) Arte de probar. Ironía y lógica en India antigua, FCE de España.

Eliade, Mircea (1997) “El mundo, la ciudad, la casa”, en Ocultismo, brujería y modas culturales, Paidós-Orientalia, Barcelona.

Gadamer, Hans-Georg (1997) Mito y Razón, Paidós Studio No. 126,

Barcelona.

Glockner, Julio (2000) Así en el cielo como en la tierra. Pedidores de lluvia del volcán, Grijalbo-UAP, México.

-                     (2011) “Imaginarios en torno al volcán Popocatépetl” en Saberes colectivos y diálogo de saberes en México, UNAM.

González, Yólotl (1991) Diccionario de mitología y religión de Mesoamérica, Larousse, México.

Vera Cortés, Gabriela (2005) La disputa por el riesgo en el volcán Popocatépetl, CIESAS-La Casa Chata, México.

Viveiros de Castro, Eduardo (¿)  “Perspectivismo y multinaturalismo en la Américas Indígena”…

-                     (2010) Metafísicas caníbales. Líneas de antropología postestructural, Katz, España. 



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