• Gabriel Wolfson
  • 18 Julio 2013
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Por: Gabriel Wolfson

10.

Era un restaurante judío pero también vendía comida italiana y se llamaba La Primavera, en español. Creo que ya no existe. Estaba en Kings Highway y Coney, mi primo me había dado el tip. Era medio vegetariano, nada de carne, muchos lácteos, pizza, pasta, falafel, tajine, ensaladas. El patrón se llamaba, o se llama, Ouri Ammar, su papá creo que era rabino. Los compañeros le decían Kiko, por los cachetes. Estuve tres años con ellos. 



Entre la pescadería y el poco rato en la pizzería ya casi había acabado de liquidar mis deudas. Es que salían más chambas. Por ejemplo, en invierno. Yo llegué en verano, luego me tocaron las lloviznas, luego la nieve. En mi segundo año se paralizó Nueva York, se cerró todo, no había tren, no había escuelas, nada. Había subido la nieve setenta centímetros. Me dijeron que si no quería ir a palear nieve. Se gana bien. Te pones botas, chamarra, y veinticinco dólares por hacer las brechas a la entrada de las casas. O bien, trabajitos para uno de mis patrones, me llevaba a la zona de la playa, cerca de Rockaway Park, una zona residencial así como La Vista, con las casas a un lado de la playa. Con la marea, sube la arena hasta el porche. Entonces había que palear la arena, pintar, arreglar cosas, en fin. El chiste era sacar dinero. Trabajaba a veces todos los días, sin descanso. Pagué las deudas, me mantenía yo y mandaba un poco de dinero a mi esposa, doscientos, doscientos cincuenta dólares al mes. Ahorraba todo lo posible. La ropa de invierno, tan cara, la compré en el flea market, el mercado pulgoso. Zapatos de cinco dólares. Playeras a dos por diez. 





Al año de estancia, pues, ya no tenía deudas. Mi mujer me preguntó: “¿ya vas a regresar?” Pero no quería volverme con las manos vacías. Entonces mi papá me dijo que le habían ofrecido un lote de terreno, que si podía juntar diez mil pesos. Yo no tenía. Fui con mi patrón en el restaurante judío y le inventé un problema familiar y que tenía que regresarme a México. “¿Cómo te vas a ir? Me vas a dejar la chamba botada. Yo te tengo confianza. ¿Qué necesitas? ¿Dinero?” Le dije que quinientos dólares. “Si me esperas para el miércoles, te los presto”. Entre eso y otro poco que pude juntar, el viernes le mandé a mi papá, para amarrar el chivo.

 

11.

En La Primavera trabajaba en la cocina. Cortar lechuga, vegetales, amasar la pizza. El cocinero, Isaac, me decía: “me gusta que te gusta la cocina, no estás como otros que nomás quieren estar en un solo lugar”. Me enseñó a saltear la pasta, las verduras. Pero era un tormento la cocina, entre los hornos, la parrilla, la freidora, la cacerola con agua caliente para mantener la pasta caliente todo el tiempo.

            Isaac era de Israel y hablaba muy bien español. Lo habían traído para ser el manager, conocía todo el movimiento. Era el brazo derecho del dueño. Decía que todo israelita emigra. Él había estado en Marrakech, en Casablanca, y de ahí a España. Entonces hablábamos en español. A veces me decía, ya muy confiado: “hijo de puta, no entiendes. Coño, hostia”.

 

Cerca había una sinagoga, o más bien muchas, ahí por Bay Parkway. En el restaurante a veces hacíamos el catering para una. Una de esas ocasiones Isaac tuvo un percance con el patrón. Como Isaac sí tenía papeles, no aceptaba trabajar más de ocho horas, no como uno, que ahí estaba las doce o trece o catorce horas. Entonces dijo “hasta aquí” y botó la toalla.

            Al principio me parecían muy raras varias cosas de ellos. Cuando iba el rabino al restaurante yo me tenía que poner la yarmulke y ver cómo bendecía la masa de la pizza para que fuera kosher. O que al llegar había que tocar la mezuzá, ese como tubito que ponen en la entrada de los lugares. Llegaba uno, tocaba la mezuzá, y si estaba el patrón lo acompañaba en el rezo. No entendía yo nada, la verdad; nomás me acercaba a estar ahí con él. Al terminar decía: “ahora sí ya pueden trabajar”. Los sábados no se abría. El viernes a las tres de la tarde apagábamos todo, fogones, máquinas, todo. Ya no se tocaba el dinero. De ahí hasta el sábado después del sundown, como a las siete. Los viernes era la locura porque a las once, doce del día, había que apurarse, órale, todo rápido. Los sábados en la tarde el patrón primero prendía la vela y entonces sí, a laborar.

Un compañero del restaurante, de Morelos, me dijo un día: “salimos los viernes en la tarde y entramos hasta el sábado en la tarde, entonces vamos el sábado tempranito a dar una vuelta”. Fuimos al World Trade Center y subimos. Es algo indescriptible. Sube uno elevadores de veinte pisos cada estación, cada parada que van haciendo, hasta llegar al 107. Y ora sí que ver toda la ciudad, su contorno, el mar, los puentes. Es la torre 2 adonde dejaban observar. Había una especie de binoculares para inspeccionar toda la zona, incluso se ven las colindancias de los estados. Se siente el movimiento del edificio, el vértigo. En ese tiempo fueron 8.50, 10 dólares, algo así. Se podía solventar. Estuvimos como dos horas arriba.

            En La Primavera me iba mejor, ganaba ya trescientos, trescientos cincuenta a la semana. Fue un buen brinco. Pero me harté. Cuando se fue Isaac estuvimos un rato sin cocinero sustituto. Pero ya nos sabíamos todo el movimiento. Había otro colega, de Netzahualcóyotl, él ya tenía más tiempo, de hecho desde que abrieron el restaurante. Entre él y yo movíamos la estafeta en la cocina: el dishwasher, el otro preparador de pasta, nos coordinábamos muy bien. Entonces llegó el nuevo cocinero, un ruso, supongo que también judío. Hablaba entre ruso, inglés y judío. “Muy inteligente, tú, mexicano, very smart”, me decía. Aprendía a hablar lo que fuera este ruso. Un día llegó enfadado y aventó la comida. La mesera, para no quemarse, me la aventó a mí. Yo me exalté y empecé a decir groserías en español. En una de esas, ella me pesca y dice “no, madre no, mí no madre”. Entonces me llamó el patrón para decirme que no le gustaba que se ofendiera a las personas, pero me lo dijo enfrente de los demás. No me gustó. “Perdón”, le dije, “sí me exalté. Pero como quiera. Si no, aquí muere, ahí nos vemos”. Era un domingo, el restaurante estaba atascado, veinte mesas llenas y gente afuera por comida para llevar. Boté el mandil y me fui.

 

12.

Ya pagada mi deuda, me di a lo mejor el lujo de salir con los compañeros, los amigos que ya tiene uno. O se junta uno en la misa y sale la invitación. Así fui una vez a una fiesta de salvadoreños, una cosa familiar, en un departamentito. Ahí no se tiene el lujo de rentar un gran salón. Además nos tienen restringidos. No se puede hacer relajo como aquí, que cierra uno la vecindad. Si empieza el ruido, llaman a la policía. La comida de los salvadoreños tenía nombres raros, popusas, gandules. Pero era igual que la de nosotros, una gordita con chicharrón, unos chícharos. Y pura cerveza. Con los que a veces tomaba licor era con los colombianos, acostumbran el aguardiente de su país. 



También, una que otra bailada. No sé si existan todavía esos lugares, el Palladium, el Roseland. Bajaban grupos como Los Yonics o Los Bukis. Cuando llegan a ir grupos de esos, se deja descolgar la gente: de Nueva Jersey, Nueva York, Pennsylvania, Boston. Los salones están en Manhattan, más o menos por la 47. Tienen apariencia de factorías. Pero esto no lo hacía continuamente, nomás cuando había oportunidad y nos sobraba algo.

            De vez en cuando íbamos al Central Park. No lo recorrí todo, es enorme. La mayoría va a hacer ejercicio, a correr, a hacer su barbecue. A veces iba yo solo, me salía desde temprano de la casa, nomás a caminar. Otras veces fuimos a la zona de Sheepshead Bay a pescar, distraerse un poco. No estuve en Harlem ni en el Bronx, pero sí visité Queens, el área de Roosevelt, la colonia de mexicanos, para comprar productos de acá. Ahí ya encuentra uno de todo, desde unos huaraches hasta unos huesitos, unos Raleigh, verdolagas, nopales, pápalo, pipicha.

            El río atraviesa los dos condados. A veces nos íbamos caminando por el puente de Brooklyn. Una vez fuimos a la Estatua de la Libertad. Otra vez me tocó ver el desfile de Thanksgiving. O al Rockefeller Center. Nunca asistí a un museo porque tenía el temor de que me pidieran un id. Me habría gustado entrar a un museo, una biblioteca. Pero pensaba: “a lo mejor me van a pedir un id y no voy a chillar ahí de que no tengo”. 



Hay una película, The Warriors, donde una pandilla tiene que ir desde el Bronx corriendo todo al sur hasta Coney Island. La vi allá, la rentamos, nomás que en inglés y no le cachábamos mucho, ya después la vi aquí en español. La zona de los Warriors es Coney, toda esta franja por Brighton Beach. Hay una especie de malecón, un entarimado amplio, donde la gente puede ir a correr, a caminar. Va de West a Ocean Park. Ahí hay edificios de apartamentos, pura gente ya retirada, la mayoría rusos. Están marcadas las zonas en Brooklyn. Ahí en Brighton, los rusos. Luego, la parte judía, en Kings Highway, y un parque judío, en Flatbush. Por Atlantic Avenue, pura gente de color. En mis días de descanso a veces me iba a caminar al malecón de Coney, como para desestresarme con la brisa del mar. Eso en verano: en tiempos de frío es imperdonable estar ahí.

 

13.

Mi papá me hizo favor de empezar a hacerle una barda perimetral al terreno, para ver luego qué procedía. “Si quieres ya vente”, me dijo. Era el año dos mil. Él pensaba que yo tenía dinero ahorrado, yo no le dije que estaba desempleado. Sí tenía algo, pero muy poco. Me la aventé de señor flojo como mes y medio, pero ya escaseaba el dinero. Había días que me levantaba yo muy tarde y me salía a dar la vuelta a los centros comerciales. A chacharear. Nada de robar, no. Sólo ver qué caía. En eso me encontré a una señora. Me dijo que estaban buscando un muchacho para trabajar en un restaurante. Ya me defendía yo con el inglés. Era un restaurante tipo McDonald’s: hamburguesas, rosbif rebanado, papas fritas, alitas, aros de cebolla.

            Fui. Hablé primero con el manager, un haitiano. Luego llegó el patrón y me presentó a su hijo, encargado del restaurante. Eran irlandeses. El señor era policía retirado. Tenía nueve hijos, todos hombres, y casi todos en lo mismo: servicio secreto, milicia, policía, guardia de aeropuerto. Primero me pusieron a prueba y luego ya, me quedé. Es el Brennan and Carr, está ahí desde 1938, en Nostrand y Avenue U. Es muy conocido. 





Me empezó a ir mejor ahí. En principio, me tocaba el mostrador, recibiendo órdenes de los comensales. A veces me metía a la cocina a ayudar con los sándwiches de rosbif, ya me la sabía, y luego el patrón me dijo que si podía hacerme cargo también de limpiar los filtros, lavar las freidoras, encargarme de todo eso. También me bajaba yo al sótano a acomodar la mercancía, y en general a meterle mano a todo. Aprendí un montón de cosas. Sólo una vez tuve problemas ahí, con el haitiano. Me llamó espalda mojada. Nos peleamos y ya se me venía encima, un negro enorme el tipo, pero yo ya tenía bien agarrada la freidora con el aceite hirviendo. Tú nomás déjate venir, pensé. Pero pasó.

El patrón, míster Ross Sullivan, me trataba bien, me tenía aprecio. También me daba chamba en su casa. Una vez me llevó a pasear en su yate. Otra vez me invitó a un casino. A veces los compañeros decían: “Cuando tengamos tiempo nos organizamos y nos vamos a Atlantic City”, pero nunca se pudo. Con él sí fui, al Mohegan Sun, en Connecticut. Tiene de todo, hasta galgódromo, y bajo techo. Míster Ross Sullivan era de hueso colorado a los caballos, su hobby era apostarles. Ya era mayor, entonces yo fui como su acompañante, para ayudarle por si pasaba algo en el camino. Su hijo siempre me regalaba algo en fin de año o en otras ocasiones. Nunca tuvieron queja de mí. Si no me hubiera tenido que regresar, a lo mejor todavía estaría allá.

 

14.

Me regalaron una bicicleta. A veces la usaba para regresarme del trabajo, sobre todo cuando me tocaba el turno de noche. Después de las doce, el autobús pasaba cada media hora, cada tres cuartos. Mejor en la bici o caminando, serían unas treinta cuadras. En las mañanas desayunaba, veía televisión un rato, si tenía ropa que lavar me iba a la lavandería, o a comprar para la despensa. A veces me iba a enviar dinero a mi familia, o me ponía a arreglar la bicicleta. Cuando pude ahorrar un poquito, me compré una tele y un estéreo. También unos disc-man que les mandé a mis hijos.

            Una vez iba en la bici sin el casco de protección. Allá está penado no llevar casco y rodilleras. Me paró un policía y me llevaron detenido al precinto. Pero entonces todavía no había tanta bronca, nomás pedían nombre y dirección. Estuve sólo unas horas. “Te vamos a mandar tu ticket de infracción a tu casa.” Se puede pagar con dinero o con servicio comunitario. Yo fui a pegar estampillas al correo. Ochenta horas hice. Depende de la falta. En una segunda falta, el juez te manda a barrer parques, a limpiar los baños de los parques públicos. 



En el Brennan había dos muchachos muy aficionados al beisbol, O’Neill y Peterson. A lo mejor O’Neill ahorita está en ligas menores. Creo que jugó en esa época para el Brooklyn College. Muy buenas gentes, muchachotes de dos metros. A veces me invitaban al beis. Como eran menores de edad, les pedían su id, entonces yo compraba la cerveza y ya ellos se discutían con los hotdogs, los pretzels. En el Brennan luego se iban al basement a darse su toquezón. Esto nunca salió de mi boca con el patrón, no me incumbía. “Es que vengo bien lento, me quiero activar”, decían. Nunca tuve una queja de ellos. Una vez me invitaron a un club donde era yo el único morenito, todos eran blanquitos, puros irlandeses y yo ahí bebiendo como pinche obrero. Bebían la cerveza a tragos burdos. Y con eso de que se dan su pase, se les corta. A mí me invitaron en varias ocasiones, “you want snow?”, pero no. Nomás cerveza.

            Ya desde aquí me gustaba el beis. Alguna vez fui al Hermanos Serdán, en aquel tiempo el equipo era el Ángeles, me llevaron de cachorro. Jugaba el Houston Jiménez, el Paquín Estrada. Luego me acuerdo de Orlando Sánchez, el cátcher, con el pelo afro.

            Larry Celona, el hijo del patrón en la pescadería, tenía contactos en el New York Times y conseguía entradas para el Yankee Stadium. El viejo Yankee Stadium, que ya derrumbaron. Estaba Joe Torre de manager. Nos tocó ver jugar a Marianito Rivera, que todavía sigue, a Jorge Posada, el cátcher, a Derek Jeter. Recuerdo que me tocó ver al Andy Pettitte lanzar contra Medias Rojas. Era un equipazo. Con los chicos estos del Brennan fuimos al Shea Stadium, en Queens, que ya tampoco existe, a ver al Mike Piazza, el cátcher de los Mets. En Brooklyn no había equipo de beis, sólo hasta el 2000 subieron los Cyclones a ligas menores e hicieron su estadio cerca de los juegos mecánicos de Coney. 

            Peterson también era muy aficionado al básquet, de hecho jugaba en colegial. Estaba estudiando la carrera de profesor de ciencias, algo así. Una vez me invitó a ver a los Knicks. Sí se sorprende uno con las instalaciones, la euforia, el griterío. Claro que siempre hasta arriba, igual en el beis, ni modo que en primera fila.

            En invierno también íbamos al Rockefeller Center a patinar. Seis, siete dólares la renta de los patines por media hora. Pero no está uno acostumbrado. A veces azota uno. Están ahí los que ayudan pero qué van a ayudar, ahí va uno y suelo, puros trancazos.

 

15.

Muchos se olvidan, ya para qué mandan, dicen. “No, yo aquí estoy, ya conseguí pareja, mejor me olvido de allá”, dicen, “ni voy a regresar. Ahí mandaré cuando me acuerde yo”. Vi a muchos así. Muchos van de aquí de la sierra. Una vez uno me hizo un comentario: “yo qué regreso a hacer a mi pueblo, nomás a cuidar vacas y cabras. ¿Tú crees que voy a regresar a lo mismo, sabiendo que aquí tengo más o menos posibilidades de subir un poco?” Otro que también era cuidavacas aquí nos dijo que allá era ayudante de cocina, que en su pueblo, “a las ocho o nueve de la noche, a guardarse, a resguardarse porque ya no hay nada”, que si regresaba ya no se iba a hallar. Y sí, se entiende a veces.

            Hay gente que lleva veinte, veinticinco años. “Oye, ¿por qué no vas a visitar?” “¿Y para qué voy?”, dicen, “ya mi mamá no vive, ¿para qué regreso? ¿Para ver a mis hermanos, mi sobrinos? Todo aquí ya lo tengo, tengo vida segura, trabajo seguro”. “¿Pero no piensas que en un futuro vas a verte viejo? No todo el tiempo te van a contratar aquí. Va a llegar otro que está mucho más joven, te van a dar una patada y van a contratar al nuevo”. “Sí”, dicen, “pero para ese tiempo ya tendré papeles”.

            Si no le hubiera pasado nada a mi madre, posiblemente me habría quedado hasta conseguir papeles, para regresar y volver a regresar. Pero no me habría llevado a mi familia. Nomás ir y venir, ir y venir.

            Conocí gente a la que le ha ido bien. Gente de Piaxtla, de Tecomatlán. Ya tienen su establecimiento, su vida hecha. Cuando yo llegué no había muchas tiendas mexicanas, pero ya cuando vi empezaron a abrir que Panificadora La Conchita, que Abarrotes Ocotlán, o pizzerías con dueño mexicano. 



Uno llega a ver cómo las familias se desintegran allá. Los hijos a veces se meten en problemas, la mujer se va con otra persona. Aquí la gente estaba más criada a la antigua. Al menos antes. Pero allá hasta las mujeres cambian. Aquí a lo mejor aguantaban que les pegaran, pero allá no. Llaman a la policía y vas a la cárcel, o a lo que dictamine el juez. Yo vi cómo era la desintegración. El papá y la mamá tienen que salir a buscar el sustento, y los hijos regresan de la escuela con el amiguito y la amiguita y se encierran en el departamento a tomar y probar drogas. Se forman las gangas y le tienen que entrar.

            Cuando pedí los mil dólares en La Primavera, mi patrón me dijo: “si el problema es tu familia, tráetela. Te presto diez mil. Me la juego contigo”. Era tentador. Pero pensé: “¿cuándo los voy a pagar? El día que no quiera ya estar aquí… me va a tener agarrado”. Además, veía a algunos amigos que decían: “me traje a mis hijos pero se me desviaron. Por quererles acercar la mano, el juez me condenó, y la próxima vez, ya nada de servicio comunitario, vamos directamente al hoyo”. Uno me dijo: “Pendeja la maldita hora que fui a traer a mi familia”.

            No sabe uno nunca. A lo mejor me habría ido bien con mi familia allá. Pero nunca lo hablé con mi mujer. Nunca tampoco ella me dijo nada.

 

16.

“Oye, fulano quiere que lo ayudes, que te lo lleves para allá. Está bien endeudado, tuvo que hipotecar su casa”, me dijo mi papá por teléfono. “Explícale bien cómo está la situación acá”, le dije, “que no crea que aquí va a ser como allá, días que quiere trabajar y días que no”. Cuando me habló, estaba ya en Santa Ana, California, ya había cruzado la frontera. “Necesitamos que nos envíes el dinero”, me dijo. En ese tiempo, mil ochocientos dólares. Tuve que pedir.

            Este señor era de delante de Chipilo. Le había ido bien como a partir del noventa y dos, noventa y tres. Tenía una casa muy bonita, mi papá y yo fuimos a colocarle toda la canceleada de aluminio y el vidrio. Él vivía en el Ejido San Martinito, lo que es ahora La Vista, que antes era puro ejido de Tonantzintla. Y como expropiaron las tierras lo indemnizaron. Entonces se fue a comprar su terreno por Chipilo y empezó a hacer su negocito de transporte. Se compró sus dos, tres unidades. Pero le ocurrió un accidente y se vino abajo.

            Le di alojamiento en el departamento. Ya me platicó cómo le había ido, cómo cruzó, en fin. “¿Y qué le cuento? Estoy enfermo de diabetes”, me dijo, “lo malo que a veces tengo que hospitalizarme”. “Nombre”, le dije, “aquí hay que pagar el doctor o de plano no enfermarse”. En mi trabajo me habían dicho de un empleo, al día siguiente iríamos. Le dije que no se preocupara por pagarme, primero debía mandar dinero y pagar sus deudas de acá.

            Él quería trabajar conduciendo algún vehículo, igual que en su negocio. Le dije que ni de chiste, y sin licencia menos. El trabajo del que yo sabía era repartir volantes para una frutería donde querían hacer entrega a domicilio. No le gustó. Dos días estuvo nada más. Que era mucho trabajo, que le daban de comer puro arroz blanco y hervido. “No me dan ni tortilla, ni permiso de tomar un refresco. Estoy acostumbrado a que mi mujer me sirva.” “No. No, señor. Aquí la verdad no”, le dije, “aquí tiene que hacerlo por usted mismo. Tenemos que hacer aseo, un día la cocina, otro día el baño y así nos vamos organizando. Y tiene que lavarse su ropa, y planchársela si quiere”.

            Un día se sintió mal. Lo llevé con un doctor cubano. “Tu amigo está mal”, me dijo, “tenemos que dializarlo”, y luego me aconsejó: “Si tienes cómo regresarlo, regrésalo, te va a salir más caro que esté aquí”.

            Lo tuve así como quince días. Compré su boleto de regreso y lo fui a dejar al aeropuerto.

 

17.

Trabajaba, se puede decir, los 365 días. En la pescadería había un día de descanso a la semana. En el Brennan no. Abríamos el 25 de diciembre, el 4 de julio. Como es comida rápida, la gente iba más justo en esos días. En la pescadería el 24 de diciembre cerramos a las once de la noche, es un día muy fuerte para ellos. A veces me echaba dos turnos, de las diez de la mañana hasta las dos de la mañana. En el Brennan incluso ya tenía yo llave del negocio. Llegaba, desactivaba la alarma y a prender hornos, extractores. Ya me sabía el movimiento.

            El día de mi cumpleaños, en julio, me decían en la chamba: “te va a dar el día off el patrón”. “No, yo vengo a trabajar”. Prefería eso, porque en el departamento me sentía solo. Los meseros me traían mi pastel. Me regalaban algo, unos calcetines, una playera. Luego hasta me preguntaban: “¿No te cansas?” Pues no. A lo mejor era para no acordarme de la familia, no generar ciertas inquietudes. Distraerse. 





Ahí de vez en cuando se podía dar uno algún gusto. Un día salió de repente que venía Vicente Fernández al Madison Square Garden. En ese tiempo pagamos 150 dólares la entrada. Caro. Y eso que estábamos en la parte de hasta atrás.  Pero habíamos ahorrado para ir a visitar al paisano. Estaba lleno a reventar. Hasta querían que diera una segunda presentación. Primero uno como que se apena, a lo mejor se requiere ir bien vestido y uno nomás tiene unos cuantos trapos. “No, vamos, ándale”, dijo un compañero, “es igual que nosotros, qué crees tú”. Sí me tocó ver que a veces a uno no le dan trabajo por eso. “Ah, ¿eres mexicano? No, no tengo trabajo”. O por el aretito, el piercing, el decolorado de pelo, o que estás tatuado. También hay lugares donde quieren mano de obra barata. Las fábricas de chinos, textiles, ensamblado, confección, o en las estanterías de frutas y legumbres. Ahí lo contratan a uno rápido. En albañilería ni se diga. Los judíos también contratan fácil. O las domésticas, que la mayoría son mexicanas.

            También de vez en cuando probaba uno alguna otra comida. Hay de todo allá, japonesa, hindú, italiana, griega. Un día me invitó mi patrón a comer caracoles y ancas de rana. Nunca me había pasado por aquí comer eso, pensé que era pollo, o codorniz. “¿Te gustaron? ¿Sí? Son los frogs”. Y ya qué voy viendo qué es un frog. De hecho cuando llegué se me hizo muy raro comer pizza, pan con queso y jitomate, como que no. Luego ya me gustó, además era lo más rápido a la hora del lunch. Incluso aprendí a hacerlas y ahora las hago aquí. A mi familia le agrada verme prepararlas. A veces les digo: “órale, aprendan”. Pero la que más me gustó fue la comida cantonesa. Me gustó mucho. Tiene mucho sabor, y luego esa grasita que le queda a uno en la boca, como cuando come uno carnitas.

            Casi siempre más bien comida rápida, que era además lo que se vendía en los restaurantes donde estuve. De hecho, por tanto sándwich de rosbif me enfermé. Fui a hacerme análisis y salió que tenía alto el ácido úrico.

En el Brennan, en el turno de noche, al final llegaba el manager a hacer el corte, a encargar tareas para el día siguiente, y nos decía: “Échense una cerveza”. Ya estaba relajado: “la casa es de ustedes, la casa paga”. Cervecita, refresco, helado, lo que quisiera uno. Nos poníamos a platicar unos quince, veinte minutos en lo que él terminaba. Ya salía uno dos y media.

            Un lunes salimos a esa hora y me regresé en la bici. Llegué a la casa cuarto para las tres, más o menos. En lo que se da uno un duchazo, tres y veinte, tres y media, y luego en lo que le gana a uno el sueño ya serían las cuatro. Como a las ocho y media, a las nueve casi, me llaman por teléfono: “Mario, ve lo que está pasando, prende tu televisión”. Era el patrón, el hijo de Ross Sullivan. “¿Y esta película qué?”, le pregunté. “No, es en vivo. Sal a tu azotea y ve lo que está pasando”. Seguimos platicando por teléfono y bum, el segundo avionazo.

 

18.

Al Brennan llegaban muchos irlandeses. Entre ellos, un escuadrón de bomberos. A veces llegaban con el camioncito de bomberos. Jimmy, Timothy, Steve, Mickey, no recuerdo sus apellidos. Pedían comida para llevar, órdenes grandes, treinta hamburguesas con papas fritas o alitas. Llegué a saber ya qué iban a pedir. Que si la hamburguesa sin queso, la orden de cebollas, el filete de pescado pero con la sauce aparte, kétchup extra, cheese whiz extra.

            A ese batallón le tocó ir a las labores de rescate. Dos de ellos ya no salieron, quedaron sepultados.

            “No, man, esto es un atentado”, me dijo el patrón. La tele se paralizó, nomás dejaron la imagen del puro edificio humeando. “Mira, ahorita no sabemos qué va a pasar. Si tú tienes manera de llegar al trabajo llegas”, me dijo, “si no no hay problema”. Colgué. Ya después, los teléfonos muertos, no me pude comunicar. Luego subí a la azotea, era un tercer nivel, se veía bien la humareda. Dijeron que habían secuestrado once aviones, que acababa de caer otro en Virginia y otro en el Pentágono. En esos momentos fue cuando mandaron a los bomberos a rescatar, antes de que se cayeran los edificios. Empezaron también a hablar de gente que por fortuna no abordó el metro a tiempo para llegar a trabajar a las torres. Yo me acordé cuando subimos al mirador de la torre dos. 




En la tarde me fui a trabajar. Voy a ver qué me dicen, pensé. Hasta el día siguiente pude hablar con mi primo. “Ya me comuniqué”, me dijo, “ya avisé que todos estamos bien”. Luego ya pude hablar con mi esposa. En el Brennan no hubo ni un comensal. Todo estaba muerto, las calles vacías, no había autobuses, la gente en sus casas. Sólo llegamos cuatro a trabajar, de diez que éramos.

            En la calle volaban pedacitos de papel. Cenizas.

            Ese día cerraron temprano. Un muchacho, dishwasher, me dijo: “podemos ir a ayudar, pagan bien”. Al otro día fuimos pero no nos dejaron pasar, estaba cerrado el puente de Brooklyn. Olía a cabello quemado.

            El jueves ya nos juntaron en el Brennan y se empezó a normalizar todo, muy poco a poco. Para el fin de semana hicieron homenajes a los caídos. Se oían sirenas todo el día. Había como puestos de ayuda psicológica. Ahí fue cuando alguien dijo: “¿Te acuerdas de Jimmy? Pues ya passed away”. Uno de los bomberos nos platicó que era horrible ver los pedazos de gente. Y uno entonces se acordaba de cada paisano que trabajaba en Manhattan, sin saber bien dónde, y luego en la tele decían que en el restaurante de las torres, que se llamaba Ventanas hacia el mundo, trabajaban 120 mexicanos. Pero ya nos fuimos enterando. A los que más o menos conocía todos estaban íntegros. Ninguno se fue.

            Se puso fea la cosa después. En el metro, al principio, era difícil viajar. No podía uno subir hasta que no lo revisara un policía. Peor los que tenían como descendencia árabe, los que andaban con su turbante. En el trabajo todo estaba tranquilo, pero uno tenía el temor de que llegaran los de Migración. Llegué a pensar si no sería mejor regresarme. El patrón mismo nos dijo una vez: “no pueden hacer redadas así como así. Son ciudadanos, tienen los mismos derechos. ¿Y cuánto no recibe el gobierno también de sus impuestos? No se preocupen”. Y a mí me dijo luego: “te voy a dar mi tarjeta y así identificas que trabajas para mí. Como soy de la policía, que vengan y me hagan todas las preguntas que quieran”.

            Al año siguiente hicieron homenajes en el primer aniversario. La gente estaba consternada. Oí a muchos que ya no vieron a sus familiares. El hermano de alguien, por ejemplo, que ese día no le tocaba trabajar pero igual fue al trabajo. Pensé que así le hacía yo a veces, aunque no me tocara: “¿sabes qué? Vine a echar cotorreo aquí con los compañeros”. “Pues siéntate”, me decían, “¿vas a comer o qué te sirvo? ¿Quieres tomar algo?” Había banderas por todos lados. Gorras, playeras, calcomanías. Y en cualquier evento, el himno y las gracias a Dios.

            Una vez me volvieron a parar en la bicicleta, por lo mismo. “Trabajo para esta persona”, le dije al policía y saqué la tarjeta. “Ah, ¿lo conoces?” “Sí, es mi patrón”. “¿Y dónde está su restaurante?” “3442 de Nostrand Avenue”. Pues llégale, vámonos. Me sirvió mucho la tarjeta. Para qué voy a decir que no.

 

19.

Me costó, cómo no. Al principio soñaba aquí con lo cotidiano de allá. Soñaba que estaba yo agarrando el sartén, la canastilla de la freidora, haciendo el mandado. O la playa, que íbamos a la playa. Y otros sueños medio locos. No sé interpretar ese tipo de sueños.

Fue difícil adaptarse al regreso. Mis hijos, el mayor y la mayor, me decían: “tú te quieres regresar, ¿verdad?” El más pequeñito era el que de plano no quería nada. Iba para siete años. Los primeros días dijo que yo no era su papá, “tú quién sabe quién eres, qué señor eres”. Lo tuve que convencer poco a poco, llevarlo conmigo, comprarle su gansito, sus golosinas. Lo llevaba diario a la escuela. Ésa fue mi tarea los primeros días, llevarlo y recogerlo de la escuela, irnos a caminar por ahí. No quería que me acercara a su mom. Y luego el idioma, se nos pegan muchas palabras, para todo era yes o muchas cosas así. Y mis hijos me decían: “¿cómo es que nos hablas así cuando nosotros desconocemos eso?”

Además no encontraba trabajo acá. Anduve en Puebla buscando opciones en restaurantes. Nada. Decían que no porque no tenía yo recomendaciones y dizque la cocina no es la misma allá que acá. Seis meses después encontré chamba. También hubo que acostumbrarse a ganar menos.

A veces, en las peleas con la pareja, uno llega a decir: “Pues mejor ni me hubiera regresado. Estaba mucho mejor allá”. Es un decir. Son pláticas que luego se salen del tema, la frustración que a veces tenemos como pareja. Pero de pronto todavía me dan así como ganas de ir a ver si aún existen los lugares. Cómo siguen las personas que dejé allá. Llegar y saludarlos.

 

20.

Un viernes hablé con mis hermanas. Mi madre se había puesto mal y estaba en el hospital. “Si tú no quieres regresar ahorita y ocurre un desenlace fatal”, me dijeron, “que quede en ti, no en nosotras, que ya vengas a encontrar otra cosa”. Yo tenía contemplado quedarme más tiempo, apenas estábamos construyendo la casita aquí con lo que mandaba. Al menos habría querido tener ya todo bien terminado. Mi primo me dijo: “la tía va a estar bien. Mira, ahorita, para que vuelvas a regresar, y con lo de las torres, va a estar más difícil”. Pero me entró temor: ¿y si luego me lamento de no haberla visto de nuevo?

            El lunes lo primero que hice fue ir al Consulado a tramitar mi matrícula consular o mi pasaporte. Nomás tenía mi ife, ya vencida, y mi acta de nacimiento. Muy amables los que me atendieron, y rápido, llegando y solicitando, y al ratito ya estaba. También lo que ellos quieren es que entre el billete.

 

            De ahí fui a una agencia, Delgado Travel. “Tenemos vuelos para mañana o para el miércoles, tú dices.” Pues el miércoles. De una vez.

            Encargué las cosas que pude, otras las malbaraté. Les dije a mis compas: “ahí están, si las venden y me mandan el dinero, bienvenido, y si no, pues ya”. El martes me puse a hacer mis maletas, o sea mis cajas porque no llevé maletas. Eché trapos y los aparatos en medio. “Mañana te echo un ride al aeropuerto, no te preocupes”, me dijo mi primo. Nueva York-México directo.

            Les había avisado a mi papá y a mi mujer. Uno de mis hermanos y mi hijo mayor, el varón, fueron a alcanzarme al aeropuerto. Cuando lo vi no lo pude ni reconocer. Luego mi papá nos alcanzó en la 4 poniente. Habían sido más de cinco años, era el 5 de octubre de 2002.

            En la casa me estaban esperando mis hermanas, mi mujer, mis hijos. Mis tías llegaron en ese momento: “¿Cómo está el americano?”. Y ya también estaba mi mamá, había salido del hospital el día anterior. Yo creo que yo fui su medicina, porque desde mi regreso ya no se enfermó de nada grave. Estaba sentadita: “Ándale, cabresto, ¿ya ves? Seis meses iban a ser y mira”. “Ya no llores”, le dije, “acá estoy, sin ningún rasguño”. Ya habían preparado algo para recibirme, molito con arroz y toda la cosa. 






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