• Gabriel Wolfson
  • 18 Julio 2013
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Por: Gabriel Wolfson


4.

“Ya llegamos.” Pues sí: ya ve uno la autopista, van pasando los carros. “Agáchense, no tarda en que venga la camioneta por nosotros.” Llega, nos recogen y nos llevan hasta San Diego en una camioneta pequeña, sin asientos. Íbamos diecisiete, apelmazados como cebollas. Yo pensé: “ya acabó la caminata, ya estamos aquí de este lado”. Nos habían dado de comer, llevaban hamburguesas y hotdogs, agua y jugo. Pero ya estábamos fatigados. Era el viernes 13 de junio de 1997.

            Cada año me acuerdo de esa fecha. A veces me platico a mí mismo: “todo lo que pasa uno en esa travesía, no ve uno los peligros. Si en eso me hubiera quedado por ahí en un barranco, pues ya, hasta ahí llegué. ¿Quién lo va a auxiliar a uno?” Eran puras barrancas, a veces hay carros ahí abandonados, quedan ahí carros, llantas, de todo.

            Ya estaba claro en San Diego. Nos había recogido la camioneta en los límites territoriales, en el freeway. Nos llevaron a un refugio. “Ahí está adentro un baño”, nos dijeron, “háganse de comer, hay huevos, hay leche. Tomen una ducha y nos vamos a ir. Ahorita nos vamos a Los Angeles y ahí van a empezar a llamar a sus familiares para decirles que ya están de este lado. Sus mochilas las van a dejar aquí, no se van a ir con ellas”. “¿Y después cómo le hacemos?” “Más tarde se las van a hacer llegar, otro amigo va a llegar con ellas. No se preocupen.”

            Tenían ahí ropa de otra gente, sacos, zapatos. “Si quieres cambiar zapatos adelante.” Ya eran otras personas: el chavo hondureño nomás se encargaba de cruzar la línea. Yo me eché una siestecita.

 

5.

Íbamos como turistas en la van que nos trasladó de San Diego a Los Angeles, uno como microbús muy equipado. Llegamos y nos bajaron en otra casa. “Ahorita hacemos contacto”, dijeron, “y si ya tienen el dinero luego luego los voy a echar, compro su vuelo de avión y se me van pa allá”. Empezaron a agrupar a la gente según su destino. Pero algunos no irían en avión: “está muy vigilado por inmigración, te van a llevar en camión”. El chavo que estuvo ahí con nosotros, de Puebla, muy buena gente. “No te preocupes, paisano”, me dijo, “tú tranquilo, si no sale hoy tu ride yo te echo con otro amigo que conozco”.

            En esa casa éramos diez, pero ya ninguno de los diecisiete con los que crucé. A veces albergan hasta cuarenta, cincuenta personas en esa casa, nomás es para resguardarte dos, tres horas, les urge sacar a la gente, ése es su negocio. Está alfombrada la estancia, hay un baño y un sillón. El que alcanzó sillón, sillón; el que no, suelo. No me quedé con ningún dato de las diecisiete personas, fue muy repentino, todo era nomás una plática y pues suerte, ojalá y encuentres chamba. La única que me dio dirección fue la señora de Acapulco, porque yo le dije: “yo a lo mejor sólo voy unos días, o semanas, en lo que pago mi deuda y me regreso para mi casa”. “No”, dijo, “esto va para largo. No te creo que vayas nomás un mes o dos”.

            Salimos un día como a las once de la mañana en otra camioneta, éramos un grupo de diez más las dos personas que nos llevaban. Empezamos ahí cerca de Los Angeles, llegamos a Utah, luego nos fuimos a Denver y así hasta llegar a Chicago y Detroit. Son como tres días de viaje. A veces paran, buscan una brecha, hay que orillarse para hacer una necesidad, o a veces en los puntos de gasolineras para comprar pollo, hamburguesas.

            Durante esos días a ellos no les conviene que esté uno comunicado, ni hacer muchas paradas porque se puede parar también un policía y los agarran con puro indocumentado. Entonces iban cuatro o cinco días en que aquí no sabían de mí. Luego me contaron que mi familiar en Nueva York les había dicho: “Tiene tres días que cruzó y me llamaron, pero ahorita ya no sé ni dónde anda”.

Al final era yo el único, más uno que dejaron ahí en Nueva York porque se iba a Boston, y otro que iban a dejar en Atlanta pero ya de regreso. Llegué el lunes en la mañana, a mediodía más bien. Estaba lluvioso. Era el mero 22 de junio, cumpleaños de mi madre.

 

6.

Me dejaron en Brooklyn, en el departamento de mi primo. Uno de ellos subió al edificio, tocó la puerta, bajó mi primo y pagó. “Mucha suerte”, dijeron, “ahí está tu familiar, chécalo, no le hicimos nada. Cuando quieras otra vez, ahí estamos”.

            Yo todavía como que no lo creía, como que se va uno con la finta. El departamento estaba bonito. Pero no sabe uno el proceder para tener trabajo, cómo va a estar la cosa.

            El departamento estaba en el 3154 de la Coney Island Avenue. Ésa fue mi casa todo el tiempo. De ahí a la playa, tres minutos. Muy cerca, la línea d del subway, la que lleva a Manhattan y sube hasta el Bronx. También el New York Aquarium.

            “Yo entro a trabajar a las tres de la tarde”, dijo mi primo, “así que vamos a comer”. Me llevó a un restaurancito como colombiano cerca de Neptune Avenue, ahí caminando. Él es cinco años mayor. Yo tengo 47, él ya tiene 52 ahorita. Se fue muy chico. Llegó a montar un negocio allá, hizo algún dinero y luego ya se regresó y puso su negocio en Atlixco, ahí tiene su discoteca. Ahora nos vemos de vez en cuando, nos saludamos, a veces nos ponemos a comentar: “¿te acuerdas de aquella vez?” “Sí, viejo”.

            Luego me llevó a caminar un poco, a conocer la zona, Coney Island Avenue, Brighton Beach, que tal tienda, que la lavandería, en fin. Luego ya se tuvo que ir a trabajar. “No te preocupes”, me dijo, “al rato llegan los demás compas al departamento. Tú no les hagas caso, lo que te digan diles que sí. Y de la chamba, en cuanto sepa yo algo te digo”. Ya les había avisado, claro. Les gustaba mucho el trago, a veces lo invitan a uno a que se una al ambiente, pero pues uno está ahí todavía como temeroso, lo que uno quisiera es tener chamba ya para empezar a pagar. Todos eran paisanos, de la misma comunidad aquí en Puebla. Ya conocía a dos que tres, pero los desconoce uno cuando llega: "¿tú no eres fulano de tal?” “Sí”, decían, “¿y ora qué vienes a hacer por acá?” “Pues lo mismo que tú, a chambear, a ver qué hace uno”. “No, pues muy bien. Yo trabajo en una bagel store”. Pero uno desconoce.

            Por fin hablé con mi mamá, con mi esposa. Se pusieron a llorar, pero ya estaban más tranquilas. Mi papá también: “échale ganas. Yo aquí te echo la mano, pero ya sabes, no me vayas a fallar”.

            Mi primo en ese tiempo era garrotero en un restaurante muy famoso allá en Brooklyn, el Carolina’s, que ya no existe. Estaba no muy lejos del tren, el f, a una parada. Regresa al departamento como a las once y media de la noche y me dice: “ya tengo una chamba para ti”.

 

7.


150 dólares a la semana, de lunes a sábado, de siete de la mañana a seis de la tarde. En el Avenue U Fish Market, descamando pescado, limpiando calamar, pelando camarones y sacándoles la tripa. “Vas a empezar a ganar lo menos”, dijo mi primo, “pero es que desconoces”. Él entró en contacto con el proveedor  en el restaurante e hizo el arreglo. Empecé a trabajar luego luego, tempranito, al día siguiente.

            Estábamos cerca de la playa, pero el pescado lo traían de más al norte, de alta mar. El salmón de Noruega, el cangrejo de Alaska. El Fish Market distribuía a varios restaurantes, muchos en Manhattan. El dueño era italiano, descendencia italiana, Salvatore Celona. Ya falleció. En ese tiempo ya era grande, había estado en la Segunda Guerra según contaba. Me hablaba entre italiano e inglés. Tenía tres hijos: el de en medio se hizo cargo de la pescadería, Angelo Celona; el menor es dentista y el mayor, Larry, es reportero en un periódico de allá.

            En la pescadería era yo el único latino. Al principio me mandaban por una cosa y les traía otra. Tenían que escribírmelo. A veces bajaba yo al sótano a llorar porque no entendía nada. Otro italiano del lugar me decía: “Calma, mexicano, calma”.

            Siete meses estuve ahí, de lunes a sábado, de siete a seis. También limpiaba las vitrinas, guardaba pescado en el congelador, ordenaba el sótano. Salía a comer a una pequeña lonchería cerca, un pedazo de pizza y un refresco. 



            Me gustaba la chamba. A veces, los sábados, el pescado que no se había vendido nos lo daba el patrón. Angelo me daba ropa. Tenía un niño y me daba ropa de niño, que yo le llevaba a una señora mexicana con gemelos que vivía en mi edificio. “No se vaya a molestar”, le decía a la señora, doña Juana, “es ropa que me está regalando el patrón. Yo no tengo a nadie aquí, soy el único”.

            También nos daban propinas, a veces por pelar los camarones, por atender a los clientes, por ayudar al chofer a repartir. Sacaba unos doscientos diez, doscientos treinta dólares a la semana. Mi primera navidad, entre propinas y bonos, saqué como cuatrocientos cincuenta. Yo pensaba primero pagarle a mi primo lo que él había pagado por mi cruce. Él me dijo que antes mandara aquí a mi familia, a mi esposa. Los dos primeros meses de renta me los condonaron mi primo y los otros compañeros.

Pero el olor era tremendo. Se pone uno calludo del hielo, las anguilas hay que ir a cacharlas al estanque, hay que abrir las ostras, los mejillones, meter las manos al cangrejo. Se impregna el olor en las manos, en la ropa. Mis compañeros del departamento no lo aguantaban. Y el frío, el del invierno y el de entrar a los congeladores. Aunque lleva uno el uniforme, ropa térmica, sudadera, botas de hule, no importa. Me dio neumonía.

Trabajaba mucho, pero a veces me equivocaba en la clasificación de productos. Había de primera, segunda y tercera calidad, pero uno desconoce y revuelve, hace tonterías. Y no acababa de pescarle al inglés. Entonces todo era “¡Madonna! ¡Disgraziato messicano! ¡Stupido!” Pedí un aumento de sueldo y no me lo dieron.

 

8.

Los primeros meses fueron así: chamba-casa, chamba-casa. Íbamos al súper a comprar los galones de leche, jugo, carne. Al tercer mes ya tuve que pagar mi renta, mi uso de gas, teléfono y electricidad. Salía yo de la pescadería muy cansado. Muchas veces nomás un regaderazo en la casa y a dormir.

            Los domingos a veces nos juntábamos con otro compañero, ahí del mismo edificio, y nos salíamos a dar la vuelta. A la playa. A Manhattan, a la 42 a ver los espectaculares. Andar por ahí rondando, distraerse un poco. 



Caminando, un día me encontré una iglesia católica, El Ángel Guardián, por Neptune Avenue. No soy devoto pero sí tengo mi intuición de asistir a la iglesia. Daban misa en español los domingos a las diez de la mañana. El sacerdote era americano pero la eucaristía bien que la daba en español, luego la comunión y después daba pláticas a quien se quisiera quedar. Y había gente ahí afuera con los tamalitos, el atole. Asistían mexicanos, salvadoreños, colombianos.

            Otras veces me quedaba en la casa. Pero de ley, cada ocho días, hablaba por teléfono con la familia. Íbamos a hacer llamadas desde números ilegales. Daba uno un dinero y marcaban. No sé qué clave usaban, pero en esas decían: “ya hicieron contacto con tu familia”, y ya hablabas. Cinco dólares la hora de larga distancia. Es una mafia, de todo existe. Como sacar una licencia chueca para conducir. Quiere usted esto, hay; quiere usted aquello, hay; quiere una gringa, hay. Todo lo que tú quieras. Con dinero baila el perro, sin dinero no baila nada.

           

9.

“Por ahí hay mucho negro, ten cuidado”, me dijo mi primo, al platicarle que me habían invitado a trabajar en una pizzería por h Avenue casi esquina con Coney, que ya no existe. “Voy a ver”, pensé. Y sí: me salí de la pescadería, no dije ni gracias. El sábado me pagaron, el mismo domingo fui a ver la chamba nueva y me dijeron: “pues acá te quedas”. Ahí me salió más buena la nuez, porque el encargado también era italiano. El pizzero principal era de la India y el repartidor era africano, entendía inglés menos que yo. 



Resultó que el pizzero hablaba español, entonces me indicaba bien lo que tenía yo que hacer: cortar el pepperoni, limpiar las berenjenas, en fin. Pero no estuve más que mes y medio ahí. No me gustó precisamente porque no me ayudaba con el inglés, todo me lo decía el pizzero en español y con los otros no hablaba. Sobre todo, el sueldo no era muy bueno, 175 dólares a la semana y sin propinas, porque estaba encerrado en la cocina. Y tenía que pagar transporte, uno cincuenta de ida y uno cincuenta de regreso.

            De inglés ya sabía lo que había aprendido líricamente en la pescadería. Las palabras más importantes, las frases clave, desde adiós, buenas tardes, hasta las palabras sucias que va pescando uno, motherfucker, son of a bitch, todo eso.


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