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Por: Francisco Pérez Arce Ibarra

Yo voy creyendo que todo libro de historia está incompleto

Cipriano Duarte

 

Esto es una novela:

 

Es el relato de una huelga que no existió, pero que se parece mucho a otras huelgas que sí existieron. El año en que se ubica, 1975, y el espacio, la zona industrial del Norte de la ciudad de México, estuvieron poblados de luchas reales, de huelgas verdaderas. Ésta es novela, pero aquellas fueron historia. Mi deseo es que esta ficción ayude a entender aquel tiempo y aquellas luchas; compartir con aquellos obreros el entusiasmo, pero también el miedo ante la incertidumbre.

            En el relato se suceden tres voces:

                Montse, una joven mujer, estudiante, activista influida por el ánimo de la época: la rebeldía juvenil, las ideas socialistas que recorrían el mundo. Se une a los obreros de la fábrica Motores Xalostoc y vive con ellos, intensamente, el proceso de organización y los días de la huelga. Relata en primera persona lo que vivió.

            Virgilio Lima, un policía judicial, cuya misión era vigilar la huelga. Conserva algo de los ideales que lo llevaron a enlistarse en la policía, lo que le permite observar críticamente las acciones abusivas e ilegales que son normales y cotidianas entre sus colegas.

            Martín Médanos, un joven egresado de la universidad, que vivió los años calientes del movimiento estudiantil (1968-1971) y que en los años siguientes se convirtió en militante del sindicalismo independiente. Pareja sentimental de Montse, la principal narradora, es el personaje que arma toda la historia y la reconstruye 17 años después, en 1992.


            La novela empieza con la voz de Montse relatando el día que, acompañada de Martín, llega por primera vez a Motores Xalostoc.      

I 

La huelga según Montse (1)

 

La fábrica era grande, tenía mil obreros; conocíamos a uno, Ricardo Moisés, quien había acudido al despacho de los jóvenes abogados a pedir consejo. Ahí lo conocimos, nos inspiró confianza y nosotros a él.

            El cambio de turno era a las tres de la tarde. La calle desierta, un largo muro estéril gris y un olor para mí extraño de zona industrial, me recibieron en ese mundo nuevo. Me daba seguridad que Martín estuviera conmigo (Martín Médanos, mi novio); me agarraba de su brazo como niña miedosa. Yo me había vestido ad hoc para pasar desapercibida: un pantalón corriente que me quedaba grande y una blusa holgada, blanca, de algodón, con bordados sencillos en el pecho. El morral chiapaneco era lo único que me delataba como estudiante de antropología. Nada de maquillaje y una trenza mal hecha (nunca aprendí a hacerla,  se aflojaba de inmediato.)

 

            No es necesario disfrazarse, dijo Martín.

            No lo hice, contesté molesta.


            Él no hacía el menor intento por parecer obrero, parecía exactamente lo que era: un recién egresado de la Facultad de Ciencias Políticas convertido en activista sindical.


            Después dejé de disfrazarme, iba de huipil o pantalones vaqueros, y los obreros y las obreras me aceptaban sin ningún problema.


            A las tres sonó el silbato y dos policías abrieron el portón negro de lámina. Afuera se habían juntado aboneros, vendedores de comida y muchos trabajadores del segundo turno. Empezaron a salir: primero pocos, como gotera, y luego muchos, en bola. La banqueta desierta se llenó de pasos y voces y bicicletas y silbidos y albures y mentadas de madre aparentemente amistosas. (Me cuesta trabajo descifrar los albures, pero los reconozco por el tono malicioso en que se dicen.) Griterío como patio de escuela, pero de voces graves y rostros también graves, cansados, viejos algunos y torvos, redondos y flacos, pieles obscuras, sonrisas, palmadas obscenas.


            Ricardo Moisés se distinguía por su estatura: uno ochenta en un universo que promediaba uno sesenta. Su gesto serio, casi solemne, se acentuaba por los lentes rectangulares de montura negra. Sus compañeros se despedían de él con respeto, como se hace de un maestro o de alguien con autoridad.


            Caminamos los tres hasta la esquina y nos sentamos a platicar en la banqueta frente al tendajón La Liga. Hablamos largamente. En realidad hablaron ellos, Martín y Moisés, yo no dije una palabra.


            El siguiente martes volvimos, nos volvimos a encontrar en la tiendita. El nombre, La Liga, le venía de un pizarrón que informaba de los partidos de la liga de futbol del barrio, en  el que participaban tres equipos de la fábrica: “Atlético Motores”, “Motores Oro” y Motores Rojo”, que se enfrentaban a equipos llamados: Muebles, Envases, Casa Torres, Huracán, Callejeros, Olimpia, Santos, Inter y Tigres. Ahí ponían los resultados de la semana previa y el horario de los partidos próximos. Me enteré después que casi siempre quedaba campeón Motores Oro, pero en el último torneo sorprendió Callejeros que en la final apaleó a Inter en un partido que acabó en tremenda bronca que meses después todavía se recordaba.


            Moisés nos hablaba con extrema formalidad. Insistió en invitarnos un refresco y nos sentamos en los bancos que ponían afuera de La Liga (que no eran bancos, sino huacales de tiras de madera). Dio un trago largo a su Manzanita y quedó en silencio como descansando hasta que dijo: “Ya elaboré un plan”.


           
Sacó una libreta y empezó a hablar con voz monótona, ideas claras y ninguna experiencia. Su “plan” era muy simple, empezaba con una lista de 20 nombres de obreros, casi todos de su propio departamento, el taller mecánico, con quienes hablaría en los siguientes 20 días, uno por uno, explicándoles la situación y la necesidad de organizar un nuevo sindicato porque el que tenía era charrro  y no servía para nada, o mejor dicho, servía exactamente para lo contrario de aquello para lo que debía servir. A cada uno les leería los artículos de la Ley Federal del Trabajo en los que debían apoyarse: con cierto orgullo (delatado en una media sonrisa), sacó del maletín un ejemplar de la ley (una edición de pastas rojas), muy leído y con muchos subrayados en lápiz. Nos señaló cuidadosamente los artículos aplicables. Terminada esa primera fase, cada uno  de los veinte ya convencidos (no ponía en duda que así sería), hablaría con otros dos en el plazo de una semana, y así la red se extendería rápidamente. En un mes podría reunir por lo menos a cincuenta obreros en una asamblea. Subrayó dos veces “por lo menos”. Era asombrosa la seguridad con la que hablaba. (Quizá esa seguridad provenía de una mente formada en la Mecánica, donde la causa-efecto resulta infalible.)


            Martín hizo muchas preguntas y puso algunas objeciones. Insistía en una cosa: había que ir despacio; él, Moisés, y sus primeros convencidos debían actuar con mucha cautela para evitar que la empresa y los charros se enteraran antes de tiempo y emplearan toda su fuerza para abortar el movimiento. Moisés tenía absoluta confianza en su primera lista; “absoluta confianza”, lo repitió varias veces con su voz monótona y empujándose los lentes hacia arriba: “absoluta confianza”. Los conocía personalmente, eran obreros honrados, algunos podrían no estar interesados, pero ninguno se convertiría en soplón, eso podía jurarlo.


            Nos despedimos de manera afectuosa y sobria, con actitud grave como conspiradores rusos de principios de siglo, pero sin el frío ni los abrigos negros. Ya se había alejado unos metros cuando volvió sobre sus pasos para preguntarnos si podíamos conseguir algunos ejemplares de la ley, “si no es demasiado pedir”, dijo, “como esta de pastas rojas, que es muy buena, trae explicaciones muy claras”. Dijimos que sí, las conseguiríamos sin problema. Era la edición más usada entonces, de Editorial Porrúa, comentada por el maestro Trueba Urbina.



            El plan de Moisés contenía aritmética más que otra cosa, y buenos deseos y cuentas alegres. Daba por descontado que sus compañeros entrarían al movimiento; no podía ser de otra forma porque las condiciones de trabajo eran malas, y empeoraban; ganar el mismo salario costaba mayor esfuerzo, los supervisores apretaban las tuercas cada día, y no era algo casual, más bien parecía una política de la empresa, diseñada en el más alto nivel. Todos se daban cuenta de lo que sucedía. Era evidente.


            ¿Pero el miedo?

            “No tienen miedo.”

            Era cortante. Le tenía una fe ciega a su plan.


Sí, la fe siempre es ciega cuando se trata de asuntos religiosos. Moisés tenía fe ciega en su plan simplemente porque no concebía que sus compañeros pudieran estar en desacuerdo: porque lo que les decía era obvio para cualquiera. Y lo que es obvio no puede negarse. Lo aceptarían. Sonaba ingenuo y optimista, pero al mismo tiempo tenía una seguridad de piedra. El rostro indio de Moisés no expresaba mucho. Parecía contener una paciencia interminable. Sabía escuchar. Recibía las dudas y las objeciones sin inmutarse, y contestaba con el mismo tono incansable. Todo eso explicaba por qué inspiraba tanta confianza.


Usamos el fondo de La Cooperativa, nuestra organización, formado con las cuotas que pagábamos semanalmente, para comprar 50 “leyes de pastas rojas”, y acordamos que se las iríamos llevando de diez en diez. Nos entusiasmaba la idea de que en el futuro, en el maletín de cada obrero de Motores hubiera un libro; ahora una Ley Federal del Trabajo, pero después serían libros de marxismo, de historia, novelas... Las libros que nosotros habíamos leído y eran los que nos tenían ahí.


El tercer día que nos reunimos (la tercera semana), había iniciado su plan y estaba entusiasmado, sonreía satisfecho. Pocas veces lo vi sonreír como esa vez. Generalmente no sonreía, y cuando lo hacía era con media sonrisa. Pero esta vez sí. La respuesta de sus amigos había sido favorable, como lo previó.


“Reaccionaron como si estuvieran a la espera de que alguien les propusiera algo”, dijo. Esa frase decía mucho de la situación que vivían hacía ya algún tiempo. Estaban cansados del trato prepotente de los supervisores (nosotros empezamos a llamarlos capataces, y adoptaron fácilmente el cambio: le quitaba el aura al puesto de supervisor y le ponía el rostro villano de capataz). Estaban hartos de las horas extras que les endilgaban mediante chantajes, y que luego ni  siquiera les pagaban completas. Estaban temerosos por la falta de seguridad. Estaban molestos con el ridículo aumento salarial del año anterior... La lista de enojos se acompañaba de anécdotas y de manoseados recibos que demostraban descuentos indebidos y horas extras mal pagadas.


La reunión de la siguiente semana ya no fue en La Liga, sino en la casa de Cipriano Duarte, en la colonia Olimpia, vecina de la zona industrial. Llegaron siete obreros. Cipriano había mandado por refrescos para la ocasión. Me tocó una Lulú roja y tuve que aguantarme, Martín agarró la coca y Moisés no dejó que se le escapara la Manzanita.


Moisés habló largamente. Era reiterativo y monótono pero quizá debido a su voz de tenor y a la expresión severa de su rostro mantenía la atención de todos. Su discurso era lógico y conducía, paso a paso, a conclusiones simples. Y cuando parecía que había terminado, volvía a recorrer todo el camino. Era tenaz barredor de dudas, no dejaba ni una viva. Los compañeros habían comprendido y se les notaba en los ojos satisfechos.


Después habló Martín, con cautela como siempre. Para mí, con excesiva cautela. Yo seguía sin decir palabra. Quería pasar desapercibida, lo que resultaba ilusorio por ser la única mujer, y además “güerita”. Los obreros me trataban con cortesía y ceremonia, pero, también, creía yo, con desconfianza o algo así. Mi presencia los modificaba, les impedía sentirse a sus anchas, creo que los obligaba a ser más serios, más formales. Pero también, seguramente, se iban acostumbrando a mi presencia.  De esa cuarta reunión salí eufórica. Habíamos formado un círculo muy sólido y Ricardo Moisés se nos revelaba como un líder natural.


Llevamos el tema de Motores Xalostoc a la plenaria de nuestra organización, La Cooperativa...

 

(La Cooperativa estaba formada por estudiantes o ex estudiantes marxistas o anarquistas o cristianos o simplemente rebeldes; nació para hacer cine y exhibir  sus propias películas, peliculitas, filmadas en súper ocho, un formato casero que dejó de usarse con la llegada del video. Así, de repente, cualquier noche, caíamos con nuestro mini proyector en una fábrica en huelga. A veces se trataba de huelgas desahuciadas, de esas que se alargan y ya nadie les hace caso, más que los poquitos obreros que resisten en guardias tristes. A veces eran huelgas recientes y animosas. Venimos a apoyarlos, decíamos, somos estudiantes, queremos pasarles una película. Claro que sí, por favor pasen a lo barrido, tomen un refresco, un cafecito de olla, una limonada... (Y un taco si llegábamos a la hora de la comida, o un pan dulce si a la hora de la cena, o huevos al albañil, si en el desayuno.)  Exhibíamos en la banqueta sobre una sábana, o sobre la pared pelona, nos recibían con simpatía y nos despedían con mucho agradecimiento y mucho saludo de mano, y  a ver cuándo vuelven… y entonces teníamos que buscar otras películas, ya no de súper ocho sino de dieciséis milímetros, más profesional, quién sabe de dónde sacamos un proyector de dieciséis y la función era más larga, y los huelguistas felices, y se juntaba gente del barrio, y niños que se quedaban muy atentos, quién sabe si entendiendo algo, pero absortos, con la boca abierta, viendo monos moviéndose en la pared. Casi siempre las proyecciones resultaban un éxito. Así nos fuimos involucrando en las huelgas y, pues, nos convertimos en asesores y en camaradas y hasta en dirigentes, conocimos a Ana,  a Pablo y a Arturo, a quienes bautizamos como “los jóvenes abogados”. Nos pusieron a leer la Ley Federal del Trabajo, esa de pastas rojas como la que nos pidió Moisés; llegamos a conocerla muy bien, sobre todo los artículos más requeridos acerca de la organización de sindicatos, despidos injustificados, revisión de contratos colectivos... Nos fuimos familiarizando con el texto de la ley, y un poco también en lo procesal... En fin, seguíamos con lo del cine, pero ya nomás filmábamos mítines y manifestaciones y huelgas y hacíamos cortos que luego se los pasábamos a ellos mismos, lo que desataba risas y bromas, pero también como  que les daba importancia verse retratados en una película... Poco a poco se nos fue acabando la idea de convertirnos en cineastas... Para no hacer el cuento largo, así más o menos nos convertimos en activistas del movimiento obrero, por eso es que una organización sindicalista tenía un nombre tan raro: Cooperativa de Cine Marginal, o simplemente, La Cooperativa... Nunca se nos ocurrió cambiarle el nombre.)

 

En La Cooperativa teníamos reuniones plenarias cada mes y ahí llevamos el asunto de Motores. Nos parecía urgente informar lo que estaba pasando: el liderazgo de Moisés, el descontento generalizado en la fábrica, y el círculo que tan fácilmente se había formado; todo eso hacía previsible un estallido, y más valía estar listos.


Martín hizo un informe detallado. Había registrado cosas que a mí se me escapaban, como el número de departamentos dentro de la fábrica, la forma en que se encadenaba la producción, las características técnicas del proceso (hasta hizo un diagrama en el pizarrón), o la importancia de lo que ahí se producía para el conjunto de la industria automotriz nacional. Esa parte me gustó, me pareció clara, y a mí misma me informaba de cosas que no había registrado, pero lo que no me gustó fue la parte, digamos, política. Su propuesta era demasiado tímida, demasiado lenta.


Yo opiné que estábamos ante un gran potencial, que Motores podía ser una chispa en la zona, que es una de las zonas industriales más importantes de la ciudad y del país, que teníamos que ser más arrojados y apretar el acelerador. Advertí que demasiada cautela daría al traste con ese potencial, y sería nuestra responsabilidad frenar un movimiento fuerte que podía adquirir gran importancia para todo el sindicalismo independiente.


La mayoría estuvo de acuerdo conmigo. Martín se enojó. 


Me reclamó que lo había llamado tibio y burócrata. Yo no utilicé esas palabras, no son mías. Y yo también me enojé con él porque criticó que yo no abría la boca en las reuniones del círculo de fábrica y sin embargo venía aquí y soltaba grandes rollos criticándolo y sin proponer nada claro. Tenía razón, en parte, pero en parte no. Como quiera, después de eso me prometí a mí misma vencer el miedo y tomar la palabra en las reuniones del círculo. Y lo hice. Cada vez con más naturalidad y confianza conforme notaba interés y  aprobación en mis palabras; y siempre mi opinión se inclinaba por acelerar el movimiento: estallarlo pronto, lo antes posible, el momento propicio era ya. En cambio Martín seguía con su cautela e insistía en mantener las acciones en tono muy bajo para tratar de evitar la represión. Visto desde ahora los dos teníamos razón. El movimiento se aceleró solo. No por mi opinión ni por la de nadie, sino porque el descontento crecía y no había manera de pararlo. El temor de Martín era que llegara la represión cuando el círculo aún no tuviera fuerza suficiente para soportarla. Y la represión llegó pronto.


La primera asamblea general fue dos meses después, casi exactamente en el tiempo previsto por el plan de Moisés, ese que yo califiqué de más aritmética que otra cosa. Nos prestaron un terreno baldío en la Colonia Olimpia, lo escombramos y rentamos cien sillas que al final resultaron insuficientes. Moisés presidió la asamblea, a su lado estaban  Martín y Pablo, a quienes presentó como “licenciados”. Pablo Alcalde era del despacho de los jóvenes abogados. Yo estaba emocionada, me daba risa de contento ver en las manos de muchos asistentes las leyes de pastas rojas.


Siguieron días rápidos. Una semana después metimos la demanda en La Junta de Conciliación y Arbitraje. Pedíamos la titularidad del Contrato Colectivo que detentaba indebidamente un sindicato que nadie conocía, que era totalmente un apéndice de la empresa. Queríamos que el trámite no hiciera ruido, al menos en los primeros días, pero la empresa se enteró de inmediato y al día siguiente despidieron a Ricardo Moisés y a Cipriano Duarte. Hubo gran mitote en la fábrica. Se corrió la voz de los despidos por todos los departamentos y a la salida hicimos un mitin en la banqueta. Entonces fue una banqueta distinta, desbordada, ya no era la banqueta que parecía patio de escuela. Ahí estábamos Martín y yo. Al menos 200 obreros ocuparon la calle interrumpiendo el tránsito. Llegaron dos patrullas de policía a informarse y luego se fueron sin hacer nada. Yo estaba rabiosa, enojada como nunca, tenía la cabeza caliente y la sentía como si fuera a estallarme, se me salían las lágrimas; los despidos me parecían una injusticia bárbara, los corrieron nomás por haber iniciado un procedimiento legal. Perfectamente legal. Y me daba rabia que de allá mismo, del tribunal que debía defender los términos procesales, había llegado el pitido a la empresa. Yo lo sabía: esas cosas pasan, no debía sorprenderme; pero no es lo mismo saberlo que sufrirlo. Era una chingadera. La ley no servía para nada. No pude aguantarme y lloré enfrente de todos. Martín lo había advertido hasta el cansancio, pero también para él fue una sorpresa que sucediera tan pronto. Cipriano estaba callado, preocupado, con la mirada en el piso y las mandíbulas apretadas. Moisés hablaba fuerte (al día siguiente estaba ronco), explicando que era la respuesta a la demanda que se había metido “para echar al sindicato charro y tener un sindicato auténtico, independiente, nuestro”. Martín habló con claridad pero sin el volumen necesario, sólo lo oían los que estaban más cerca. Por eso tuvo que repetirlo muchas veces y también acabó afónico.


“Pero aunque nos corran, la ley sigue estando de nuestro lado, tenemos razón, no hemos hecho nada indebido y vamos a demostrarlo.” Esas eran las palabras de Moisés mil veces repetidas, a menudo levantando con la mano la ley de pastas rojas en gesto teatral.


Los dos, Martín y Moisés, transmitían la rabia, pero también buscaban inspirar confianza en que las cosas irían bien. Dijeron que era normal que esto pasara:


“Las empresas piensan que si despiden a los dirigentes, los demás obreros van a meterse debajo de la cama. Muchas veces les funciona este método. Pero de pronto se enfrentan con obreros que ya no se espantan con el petate del muerto porque conocen la ley y saben defender sus derechos. Nos consideran muertos de hambre que temblamos ante el despido. Y sí, es cierto, necesitamos el trabajo, pero también conocemos nuestros derechos y los vamos a defender.”


Ese era el tono del discurso: “Nos quieren espantar pero no nos espantan, nos consideran muertos de hambre asustadizos e indefensos, pero no nos vamos a rajar a la primera, ya no es tan fácil doblarnos, ya sabemos que la ley está de nuestro lado.”


Nos reunimos en el despacho. Ahí estaban los tres abogados: Ana, Pablo y Arturo. La estrategia jurídica expuesta nos tranquilizó: teníamos la razón, podían hacerla cansada, pero no era posible que perdiéramos el juicio, siempre que la mayoría de los trabajadores se mantuvieran firme. Convocamos a una asamblea general para el sábado siguiente. Ahora sí, no había más que acelerar el movimiento a todo lo que diera. Echar toda la carne al asador. Apostar fuerte.

 

Por primera vez vi una asamblea de trescientos obreros. También por primera vez participaron mujeres; había unas veinte o treinta, asustadas pero contentas. Me obligué a tomar la palabra, pensé que eso les daría confianza. Martín me pasó el micrófono con una hermosa sonrisa.


            Me puse nerviosa, apreté fuerte el micrófono para controlar mis manos temblorosas. Casi todas las mujeres que estaban ahí eran de limpieza, aunque también había algunas de Control de Calidad y de Empaques y Repartos. Estuvieron calladas todo el tiempo, con los ojos y los oídos bien abiertos: había logrado ganarme su afecto. Cuando terminé de hablar me aplaudieron mucho, aunque no logro recordar qué dije. 


            Salimos ya de noche. Caminamos varias cuadras. Un auto nos siguió. Yo quería ignorar el miedo. Los judiciales no eran para nada discretos, al contrario, hacían lo posible para que los viéramos. El carro era negro. No había iluminación en la calle. Hacía frío. Abracé a Martín. Moisés caminaba queriendo aparentar naturalidad, pero se le veía el enojo en la cara. Tratamos de caminar al mismo ritmo, sin apresurarnos. Pude ver la cara del judicial; él a su vez nos veía descaradamente. Después supimos su nombre, se llamaba Virgilio Lima, y Moisés lo conocía, era algo de su familia.


            El lunes en la fábrica se esperaban nuevos despidos. Esta vez fueron nueve. En total eran ya once los despedidos. A partir de ese día los once estuvieron a las puertas de la fábrica en cada cambio de turno, mañana, tarde y noche, hablando con todos, en grupos pequeños o grandes, informando las novedades, explicando la situación jurídica (siempre con el libro de pastas rojas en la mano), repartiendo volantes, citando a reuniones por departamento. Los despidos desataron un activismo desaforado. De pronto la fábrica se transformó. Se transformaron las banquetas: eran un hervidero. La gente se dilataba un rato hablando. Había palabras nuevas. Había incredulidad e incertidumbre, pero sobre todo había ideas que nunca antes habían rebotado en sus cabezas: “huelga”, “acción directa”, “sindicato independiente”, “derechos laborales”, “contrato colectivo”… Imaginaban acciones que serían de ellos y no de otros, no del pasado, no de otras fábricas sino de esa.

            Entonces sucedió el accidente.



Era viernes, casi las tres de la tarde, hora en que termina el primer turno. Yo estaba en la banqueta con los despedidos, esperando la salida de los obreros para repartir la convocatoria a una nueva asamblea. No había nueva información sobre los procesos legales, pero hacía falta algo que mantuviera el ánimo: una asamblea nutrida podía cumplir ese papel. (Los juicios por la reinstalación empezaban, y la demanda de titularidad sufría la interminable marrullería de abogados y burócratas.) Había sido una mañana cálida, pero la tarde sería fresca. Entonces se oyó algo extraño en la fábrica, un rumor desconocido, y luego vino la batahola, no era una salida normal, no era la banqueta animosa de días anteriores, los obreros salían callados, a paso lento, con gestos torvos, ceños fruncidos, miradas esquivas.


            “Hubo un accidente en troqueles”, oímos, sin poder precisar el origen de la información.

            “Otro accidente en Troqueles”, dijo uno que se acercó a nosotros.

            “¿Grave?”, preguntó Moisés.


            Nadie sabía exactamente lo sucedido; vimos que una ambulancia entraba por la puerta dos. La gente se juntaba en la banqueta y no se dispersaba como sucedía normalmente; se quedaba ahí, compartiendo ese extraño silencio. Nosotros repartíamos los volantes sin decir palabra. La noticia llegó en voz de uno del departamento de troqueles:

            “Fue Matehuala, le repitió la máquina y le atrapó la mano.”

            “¿No le puso el seguro?”, preguntó Moisés.

            “¿Quién sabe. Muchas veces no lo ponía para ir más rápido, como todos.”


            Los accidentes en Troqueles eran historia larga. La maquinaria era vieja. En el taller mecánico idearon un seguro que bloqueaba la caída del troquel si repetía. (Un sistema sencillo e infalible que exigía un movimiento extra al sacar la pieza troquelada; un mecanismo dejaba fijo el troquel mientras se acomodaba la nueva lámina, y se botaba automáticamente al bajar la palanca. Era sólo un movimiento más. Pero la presión para cubrir una cantidad mínima de productos (la “cuota piso” le llamaban), hacía que a menudo los troquelistas optaran por ahorrarse ese movimiento extra. Mala cosa si repite la máquina y no pusiste el seguro, porque en el movimiento de acomodar la pieza se cruza el brazo bajo el troquel. Mala cosa. Los supervisores, los ahora llamados con furia “capataces”, se cansaban de insistir en que utilizaran el seguro, pero también se cansaban de exigir más producto.


            “Matehuala no pudo olvidarse de poner el seguro”, dijo Cipriano, “era un veterano y los veteranos saben del peligro, lo han visto muchas veces, saben el a be ce, no se confían”.


            “¿Cómo está Matehuala?”, preguntó Moisés cuando la ambulancia salía con la sirena prendida.


            “Mal”, dijo un joven ayudante que había presenciado el accidente. “Le repitió la máquina y le agarró la mano, le salía muchísima sangre.” El muchacho sollozaba. “Pegó un grito espantoso; lo tengo rebotando en la cabeza y no lo puedo sacar de ahí.”


            Otro joven, con el susto metido en los ojos, juró que el seguro estaba puesto.

            “No puede ser”, dijo Moisés. Él sabía, él había participado en el diseño del seguro.

“No puede ser: no estaba puesto. El seguro no falla.”

            “Alguien lo quitó”, dijo otro en tono más bien de pregunta.

            “Nadie lo puede quitar estando el operador frente a la máquina.” Era nuevamente la voz parsimoniosa de Moisés.


            Matehuala estaba en la lista de Moisés, era de los veinte primeros, y había aceptado sumarse al movimiento. Los obreros del primer turno permanecían en la banqueta, silenciosos; la banqueta no se parecía a la de ningún otro día. Estaban ahí para acompañarse. Pensaban en el accidente. Yo también pensaba en el accidente, aunque quizá de una manera diferente, no me acordaba de Matehuala, no conocía el espacio físico en el que había sucedido, nunca había visto un troquel, no podía imaginarlo como ellos, sentir el peligro que significaba... pero intuía el miedo que ellos sentían. Me dolía la panza.


            Moisés, Martín y yo fuimos a la clínica del Seguro Social. El herido había perdido mucha sangre y estaba en shock. La esposa y sus tres hijos adolescentes formaban un grupo triste, agüitado; se mantenían juntos en un rincón de la sala de espera, mirando despacio a todos lados, con desconfianza o con miedo. Desamparados. Su único amparo era su propia cercanía, la de los cuatro, pegaditos, el mayor tendría unos doce años, iba con uniforme de secundaria. Moisés se acercó. La señora Matehuala le tendió la mano, lo saludó blandamente, aguantando las lágrimas.


            Nos quedamos ahí hasta que dieron el parte médico: le amputaron la mano, su situación era estable, había perdido mucha sangre, necesitaba llevar tres donadores, permanecería en terapia intensiva pero su vida ya no corría peligro.


            Dejaron que la esposa lo viera unos minutos, estaba sedado, “respiraba pacíficamente”, nos dijo al salir. Ella abrazó a sus tres hijos, se quedaron así unos minutos, como si estuvieran rezando. Moisés se acercó y habló con ella unos minutos, lo veíamos hablar con parsimonia, ella miraba con ojos cálidos y afirmaba con la cabeza. Moisés nos hizo una seña para que nos acercáramos. La saludamos. “Lo bueno es que su vida no corre peligro”, dijo la señora con un profundo suspiro. “Sí”, dijo Martín, “eso es lo principal”.


            Salimos cuando ya había obscurecido. “Nadie del sindicato se presentó”, comentó Moisés lacónicamente.


            “Hace un año”, dijo Moisés, “se accidentó un compañero de almacén, se cayó de una altura de siete metros, no se murió de milagro, pero no quedó bien, apenas puede caminar; como era trabajador eventual ni siquiera lo habían inscrito en el Seguro, y el sindicato no quería saber nada de él, a pesar de que le descontaban cuota sindical. Le armamos una tremenda bronca al sindicato y éste finalmente intervino. El resultado fue que el Seguro le puso una multa a la empresa, pero a él no lo reconoció como asegurado. La empresa asumió la cuenta del hospital, y a él le pagó 3 meses de sueldo y ay nos vemos. Así terminó el asunto. Un compañero de 30 años en un instante terminó su vida laboral, o al menos quedó muy limitada. Se fue a su casa con su limosna. De haber sido de base, de haber estado inscrito en el seguro, de haber tenido la asesoría de un abogado honrado, al menos tendría una pensión de por vida, aunque fuera mínima. Pero lo más doloroso era esto: de haber tenido el equipo de seguridad necesario no le hubiera pasado nada.” Todo lo dijo de corrido, en su tono siempre monótono, en voz baja, como recordándose la historia a sí mismo. Se empujo los lentes contra la frente, y me dedicó una media sonrisa: “por eso, Montse, la demanda de bases para nuestros 300 eventuales es tan importante; mantenerlos así es una gran injusticia.”