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Por: Julio Glockner

En la pantalla de televisión aparece una mujer que al estar curioseando entre las cosas de sus hijos descubre un cigarro de marihuana. Sorprendida y cada vez más angustiada cae sentada sobre la cama y en una actitud de desolación se lleva las manos a la cara mientras una voz en off dice algo así como: “Al descubrir que mis hijos usaban drogas sentí que me moría”. Este melodrama en 20 segundos tiene una eficacia insospechada porque se monta sobre un prejuicio ampliamente compartido: que la marihuana es sumamente peligrosa. Como todo prejuicio, la idea de la marihuana como un mal en sí mismo se sustenta en la desinformación y la ignorancia y, sin embargo, ese ha sido el caballo de batalla de la propaganda oficial en el “Combate a las drogas” que nos ha dejado una montaña de cadáveres, cientos de miles de huérfanos, heridos y traumados y una sensación de inseguridad en la que vivimos, con mayor o menor riesgo, millones de mexicanos.

En la misma pantalla de televisión, en una película que le ha dado varias vueltas al mundo, aparece Meryl Streep fumando, feliz, un cigarro de marihuana en su condición de madre madura y recién separada del marido, diciendo, con una sonrisa leve y placentera: “No sé que le han puesto a la hierba en los últimos treinta años, pero está genial”. En los Estados Unidos casi una veintena de estados, la tercera parte del territorio norteamericano, ha aprobado el uso de la marihuana con fines médicos y un par de estados: Washington y Colorado, ya han aprobado su uso “recreativo”. Esto viene ocurriendo desde hace al menos quince años y el señor Felipe Calderón  parecía no estar enterado.

La tesis de que la Guerra contra el narcotráfico la inició Felipe Calderón para legitimarse en el poder ha adquirido ya un consenso muy amplio, no sólo entre analistas sino entre la población mínimamente enterada de lo que ocurre en su país. Considerando la situación vergonzosa en que asumió la presidencia, necesitaba urgentemente mostrarse como un hombre fuerte y decidido, como un hombre de mando. Para ello se valió de su condición de comandante supremo de las fuerzas armadas, se rodeó de generales y sacó a los militares a las calles violando la constitución de una república que trató de gobernar en medio del caos y la violencia monstruosa que él mismo propició durante seis terribles años. Es hasta los últimos días de su mandato que comienza a atender a las recomendaciones que durante cinco años le hicieron especialistas como Edgardo Buscaglia, quien una y otra vez insistió en que el combate al narcotráfico es más eficaz si se toman medidas fiscales para rastrear el lavado de dinero, incautar cuentas bancarias, indagar las alianzas y complicidades con la clase política de la que recibe protección, combatir la corrupción en los cuerpos policiacos, el ejército y las instituciones gubernamentales. Muy pocas acciones hubo en este sentido, en cambio, Calderón termina su sexenio con un baño de sangre en medio del horror, la impunidad y la inseguridad en vastas regiones del país.

 


 
Temores infundados

Son dos los principales temores de la gente ante el consumo de marihuana: el primero consiste en pensar que es un puente para conectar a la persona con drogas más potentes y peligrosas; el segundo que la persona se vuelve violenta bajo sus efectos y está en un serio riesgo de convertirse en un delincuente o un criminal. Estas inquietudes vienen de muy lejos y se repiten constantemente a pesar de haber sido desmentidas en varias ocasiones por minuciosos estudios realizados por diversas instituciones de salud en distintos países y épocas: desde fines del siglo XIX por el gobierno británico, hasta 1978 por el gobierno francés y por supuesto en Estados Unidos, según informa Antonio Escohotado, una de las autoridades mundiales en el tema de las drogas, en su libro, La cuestión del cáñamo.

El llamado Informe Pelletier, encargado por el gobierno francés en 1978 para comprender con bases científicas el asunto (algo que debió hacer el gobierno mexicano hace mucho) concluye lo siguiente:

“Los efectos a corto plazo de marihuana fumada en dosis medias son mínimos o latentes, aunque sean patentes para el hachis en muy altas dosis. Los efectos a largo plazo son discutibles… Los fumadores forman grupos homogéneos y poco inclinados, por no decir hostiles, a otras drogas, sobre todo a la heroína… Un adolescente que fume marihuana de modo ocasional no puede considerarse toxicómano, en el sentido patológico del término. El informe añade que no sería justo ni moralmente honesto, dejar de subrayar que los consumidores de drogas legales (como el alcohol) representan un coste social incomparablemente superior.” (Escohotado: 1997, p. 46,47)

En 1972 Richard Nixon encargó a 13 especialistas (psiquiatras, juristas, sociólogos, senadores) una investigación sobre el tema. Los resultados se conocen con el nombre de Reporte Oficial de la Comisión Nacional sobre Marihuana y Abuso de Drogas y concluyen lo siguiente: 1) “El uso de marihuana frena la agresión; 2) No hay pruebas de que su empleo conduzca al uso de otras drogas.”

No obstante, los partidarios del prohibicionismo, en un intento por hacer valer una posición ideológica más que científica, realizaron a principios de los ochenta, también en los Estados Unidos, una serie de investigaciones poco honestas en el afán de demostrar la condición adictiva de la marihuana y su propensión al crimen sin motivo alguno, según declaraba enfáticamente Ronald Reagan. Fue así como un grupo de experimentadores se sirvió de algunos pacientes que eran recompensados con dinero, para suministrarles dosis hasta cien veces superiores a las que puede administrarse un fumador de marihuana o hachís. Algunos se asustaron gravemente, otros reaccionaron con desagrado y algunos más pidieron repetir la experiencia. De aquí dedujeron los nada imparciales investigadores, hasta qué punto es adictivo el cáñamo, añadiendo, desde luego,  que despierta un “furor criminal, la conducción temeraria de vehículos, el gusto por la pornografía e incluso el satanismo religioso.” (Escohotado: 1997, p. 48)

 



Drogas y enteógenos

Siguiendo los lineamientos de una política prohibicionista impuesta por los Estados Unidos, el Estado mexicano ha desatado en nuestro país una violencia nunca antes vista al haber iniciado un combate policiaco-militar contra la producción, distribución y consumo de drogas consideradas ilegales. Simultáneamente, en numerosas comunidades indígenas y campesinas de México se emplean ritualmente una variedad de plantas psicoactivas que se han sabido adaptar provechosamente a la vida de estos pueblos a lo largo de los siglos. Este contraste, por sí sólo, sugiere iniciar una reflexión sobre los conceptos de droga y enteógeno y las connotaciones culturales que conllevan, pues despliegan ante nosotros una amplia y compleja problemática que comprende diversos campos del conocimiento que van de la antropología a las neurociencias y de la psicología a la historia de las religiones.

Las consecuencias de la política prohibicionista están a la vista: violencia generalizada, inseguridad social, aumento en el consumo de drogas, desinformación total en la sociedad sobre la naturaleza del problema y proliferación de discursos morales y políticos que no se orientan a su solución sino que confunden y complican su esclarecimiento.

Nos hemos acostumbrado a nombrar con la palabra droga las más diversas sustancias sin distinguir sus cualidades químicas, sin reparar en su origen natural o sintético, ni en sus efectos psicofisiológicos, ni en su contexto cultural y los usos que de él se derivan.   El origen de la palabra droga es oscuro. El Diccionario Etimológico de Corominas menciona como probable su ingreso al castellano a través de Francia y sostiene que su origen es incierto, concluyendo que tal vez proceda de una palabra céltica que significa 'malo'". El Diccionario de la Real Academia Española, después de ignorar el asunto durante veinte ediciones, en su última entrega amplía la variedad de opiniones diciendo que la palabra viene del árabe hispánico hatrúka, que significa "charlatanería". Pero lo que llama la atención en este diccionario, es que después de referirse a la droga  como una sustancia de efecto estimulante, deprimente, narcótico o alucinógeno, enseguida define el verbo drogar como "la administración de una droga por lo común con fines ilícitos". Es decir, la Real Academia introduce, en la definición misma, un juicio de valor. Nos ofrece un punto de vista que expresa el sentir moral  que la sociedad moderna tiene respecto a ciertas sustancias que han sido asociadas con la vida delictiva. Es claro que esta definición, al contener un juicio ético-jurídico, estigmatiza el uso de estas sustancias estableciendo su vinculación inmediata con el mundo del hampa. Y no sólo eso, coloca también en la misma dimensión a un adicto a la cocaína o la heroína en las calles de la ciudad de México o Nueva York, con un peregrino huichol que consume peyote en el desierto de San Luis Potosí, o con un chamán mazateco que utiliza los hongos en una ceremonia curativa. Para despejar un poco esta confusión que ha propiciado graves errores de apreciación, debemos comenzar por distinguir diversos aspectos del problema. El no haberlo hecho ha estimulado la proliferación de prejuicios morales y una absurda persecución policíaca a tradiciones mítico- religiosas de carácter milenario. 

Antonio Escohotado nos recuerda que por droga, psicoactiva o no, seguimos entendiendo lo que pensaban los padres de la medicina científica, Hipócrates y Galeno, hace miles de años, es decir, una sustancia que en vez de "ser vencida" por el cuerpo y ser asimilada como si fuese un alimento, es capaz de "vencerle" temporalmente provocando en él cambios orgánicos, anímicos o de ambos tipos. En este sentido, estrictamente bioquímico, es evidente que el peyote y los hongos psicoactivos comparten las características de otras sustancias que provienen de la industria farmacéutica. Pero no podemos reducir a este único aspecto la comprensión del fenómeno. Debemos reparar también en los diversos contextos culturales en los que se produce el consumo de estas sustancias. En esta perspectiva, es notable que todas las culturas han hecho su propia distinción entre alimentos y plantas sagradas, pues con el empleo de éstas últimas han experimentado el éxtasis religioso, es decir, el uso de estas plantas se ha ritualizado para expresar su sacralidad, para expresar el advenimiento de lo divino que ocurre al consumirlas. La connotación social y ética que estas plantas tienen al interior de las sociedades que las consumen ni remotamente es semejante a la que tienen las "drogas" en la sociedad occidental. Por ello, en una sociedad multiétnica como la mexicana, se debe contemplar el problema en toda su complejidad y no soslayar por más tiempo una exigencia de respeto y consideración hacia estas expresiones de la religión indígena.

La desinformación es tanta, aun en sectores intelectuales que debían estar enterados, que se sigue hablando de “alucinógenos” más de tres décadas  después de la propuesta de connotados etnomicólogos para utilizar el neologismo “enteógeno”, que nos aproxima a una mejor comprensión de la experiencia vivida y de la espiritualidad de los pueblos indígenas. No se trata de hacer circular un sinónimo más en el vocabulario, el neologismo viene de las raíces griegas en theos genos, que significa, “generar lo sagrado” o “engendrar dentro de sí lo sagrado”, sentido que apunta en una dirección muy distinta del término alucinógeno, que viene del latín allucinari, que significa ofuscar, seducir o engañar, haciendo que se tome una cosa por otra. Insistir en la utilización del término alucinógeno para designar a las plantas que la tradición de otras culturas ha sacralizado, significa apuntalar la persistencia de un término etnocentrista que juzga como representaciones falsas de la realidad las cosmovisiones y prácticas rituales dentro de las cuales se consumen. Entender las religiones de otros pueblos como una simple alucinación que propicia una idea falsa de la realidad, le puede sonar muy lógico a cualquier racionalista obtuso, pero es claro que ese tosco racionalismo le impedirá comprender el tema en toda su profundidad.

Es imperiosa, pues, la necesidad de distinguir entre los conceptos de droga y enteógeno. Al menos tres aspectos me parecen fundamentales para establecer las diferencias culturales en los usos de las llamadas sustancias psicoactivas:



1.-
En primer lugar la procedencia del producto que va a consumirse, que puede ser natural o artificial, que puede tener su origen en la aridez del desierto, la humedad del bosque,  o en la industria química. El consumo de plantas que han sido consideradas sagradas por las más diversas culturas en todo el mundo y en todos los tiempos ha hecho posible que esta flora psicoactiva sea portadora de una tradición mítico-religiosa y de un vínculo,  mediante la ebriedad extática, con diversas deidades y seres sobrenaturales, cosa que no sucede con los productos que provienen de la industria química, de un mundo desacralizado e inmerso en la lógica del mercado.

En algunos casos, como entre los mazatecos, los coras y los huicholes, las plantas divinizadas son la encarnación misma de antiguas deidades que personifican la naturaleza.

Cuando Albert Hoffman sintetizó en los laboratorios Sandoz la Dietilamida del Ácido Lisérgico, el famoso LSD, lo hizo con el avanzado instrumental técnico y teórico que le proporciona la moderna cultura Occidental. A partir del momento en que Hoffman sintetizó el LSD produjo una droga. Pero si la misma sustancia que consumían ritualmente los antiguos griegos en el culto a la diosa Demeter, obtenida del hongo que crece en el centeno y el trigo, fuera considerada como una droga, con la connotación moral que esta palabra tiene actualmente, juzgaríamos erróneamente a los asistentes a las ceremonias de iniciación de los misterios de Eleusis como a un conjunto de drogadictos, o peor aún, como una asociación delictiva, lo cual es un disparate por cualquier lado que se lo vea. Hoffman obtuvo, mediante el proceso químico de la síntesis, la formación artificial de una sustancia mediante la combinación de sus elementos. El mismo proceso ha seguido innumerables medicamentos que se emplean en la medicina moderna. Pero cuando esa misma sustancia permanece en la naturaleza, en el interior de un hongo, de un cactus como el peyote o de una enredadera como el ololiuhqui o el yagé, entonces su uso cultural es radicalmente distinto y sólo es posible comprenderlo plenamente en el contexto de una cosmovisión singular y una práctica médica tradicional. En este caso debemos referirnos no a una droga sino a un enteógeno.

2.- La segunda diferencia tiene que ver con la finalidad con la cual se realiza el consumo. Si se trata de un ritual mágico-religioso con fines terapéuticos o adivinatorios, evidentemente el propósito es muy distinto al de un consumo de sustancias cuyas motivaciones son más bien placenteras, lúdicas o destinadas a satisfacer una adicción. Esto se vincula estrechamente con el tercer aspecto que se refiere a los efectos individuales y colectivos que se derivan del consumo de drogas provenientes de la industria, por un lado, y de plantas enteogénicas por el otro.  En un extremo, en las ciudades modernas, encontramos el consumo hedonista y festivo que puede conducir, mediante el exceso del consumo compulsivo, a la adicción,  la marginación, y en el peor de los casos a su vinculación con la delincuencia y la persecución policíaca.  En el otro polo, en los pueblos indígenas, encontramos una experiencia místico-terapéutica personal y colectiva,  así como la adaptación del consumo de enteógenos a la vida comunal, tal es el caso, entre otros, de la ingestión ritual del peyote en los coras, tarahumaras y huicholes.

Circunstancias sociales, jurídico-políticas y policíacas han enturbiado el significado de la palabra droga, lo han desvirtuado alejándolo de su sentido original que lo identificaba con el concepto griego phármakon, que designa aquellas sustancias que en vez de "ser vencidas" por el cuerpo para transformarse en alimentos, son capaces de vencerle provocando en él cambios orgánicos y anímicos. Esta noción primigenia, farmacéutica, de la palabra droga, se ha desvanecido gradualmente y en su lugar ha surgido su asociación con las adicciones y el narcotráfico. La palabra droga se hunde cada vez más, en el ámbito de la conciencia popular, en un desprestigio que parece ya inevitable. De ahí la necesidad de optar por otra denominación para aquellas plantas cuyos vínculos culturales con otras sociedades les otorgan una dignidad que las ha elevado al ámbito de lo sagrado.   

En el paso del sustantivo droga al verbo drogar quedan  olvidados los procesos histórico-culturales que le otorgan pleno sentido a estas sustancias cuando permanecen en estado natural. Sucede entonces un desplazamiento en la significación y la palabra droga ya no remite a las cualidades químicas de la sustancia, sino a la dudosa calidad moral de quien la consume. El sustantivo se carga de una resonancia ilegal que le viene de la experiencia social de una cultura en la que el verbo drogarse está asociado con actos delictivos y conductas antisociales. Esta significación se ha popularizado a tal grado que lo entienden así desde un ama de casa hasta las autoridades de salud pública del país. Es aquí donde se genera uno de los mayores equívocos y donde debemos concentrar la atención para procurar una reflexión y una discusión bien sustentadas.

La propuesta específica consiste, entonces en introducir el término enteógeno en la le legislación que reconoce el consumo ritual de estas plantas y  diferenciarlo claramente del concepto “droga”. Esta distinción permitirá terminar con la ambigüedad existente en la legislación  actual, que por una parte condena, mediante el Código Penal Federal y la Ley General de Salud, el consumo de plantas psicoactivas, mientras por otro lado reconoce su empleo tradicional a través del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, ratificado por el senado de la república, en donde se protegen las prácticas religiosas de los pueblos indígenas. Estoy consciente de que lo que propongo pasa por encima de algunos criterios bioquímicos y farmacológicos, pero en cambio privilegia criterios antropológicos y éticos, además, quizá sea la única manera de salvar a estas virtuosas plantas de la estulticia moderna, que en su delirante “combate a las drogas y el narcotráfico” puede convertir el tema de la experiencia mística en un vulgar asunto de comisaría.

 



El consumo de enteógenos en el México antiguo

En el espacio destinado al periodo preclásico del Museo Nacional de Antropología reposan los restos de un chamán que fue hallado en Tlatilco, analizado posteriormente por especialistas fue  clasificado con el frío e impersonal título de “Entierro número 154”. El esqueleto, que yace recostado, tiene a su lado metates de tezontle que fueron utilizados para moler plantas psicoactivas, dos hongos de cerámica y una hermosa e interesante figura que ha sido denominada “El acróbata”, que nos remite, más que a un acto circense, a una disciplina corporal practicada ritualmente para alcanzar estados de éxtasis.

Como el término chamanismo causa inquietud en algunos sectores de la comunidad académica en México, que no están dispuestos a aceptarlo porque lo consideran ambiguo y externo al mundo mesoamericano, me permito precisar aquí cómo lo entiendo: chamán es toda persona que ha experimentado una muerte y una resurrección simbólicas como signo de una apertura al mundo de lo sagrado. Una persona que ha recibido un mensaje iniciático de las deidades y el don correspondiente, sea a través de los sueños, mediante visiones enteogénicas, disciplinas físicas o el padecimiento de alguna enfermedad. Una persona capaz de mantener un vínculo permanente con la dimensión espiritual que gobierna el mundo y a los seres vivos, incluyendo los humanos, con una finalidad terapéutica, propiciatoria, adivinatoria y sacramental.

 

Por las evidencias arqueológicas y la información etnohistórica y etnográfica de la que disponemos actualmente, se puede afirmar que el chamán de Tlatilco propiciaba ritualmente modificaciones en su percepción y estado anímico, que hoy conocemos como expansión o acrecentamiento de la conciencia, mediante la ingestión de plantas psicotrópicas y la práctica de ejercicios corporales y mentales probablemente acompañados de rigurosos ayunos.  Estos conocimientos botánicos y destrezas físicas, perfectamente establecidos en el preclásico medio, es decir, hace unos tres mil años, han persistido a lo largo de la historia, no de un modo inalterable, desde luego, sino adaptándose a las cambiantes circunstancias socioculturales, hasta llegar a nuestros días.

 

Este largo y múltiple camino ha dejado algunos vestigios en la escultura, la arquitectura, la pintura mural, la escritura pictográfica en códices y las crónicas coloniales escritas principalmente por frailes y clérigos evangelizadores en los siglos XVI y XVII. Entre ellos podemos mencionar, siguiendo la investigación de Gordon Wasson, los frescos de Tepantitla y Teopancalco (300 – 600 d. C.) en Teotihuacán; los hongos zoomorfos y antropomorfos labrados en piedra en las Altas Tierras Mayas; los códices Florentino y Magliabechiano y la estupenda escultura de Xochipilli hallada en Tlalmanalco, estado de México, que hoy se encuentra en la sala mexica del Museo Nacional de Antropología y que tiene labradas en el cuerpo algunas de las plantas psicoactivas empleadas ritualmente en el mundo mesoamericano anterior a la conquista y aún en nuestra época.

 



Regalo expiatorio y banquete sacramental

En el mundo religioso mesoamericano existieron dos grandes variantes sacrificiales practicadas también en la antigua Grecia, en Egipto, Mesopotamia y la India. Siguiendo a Edward Tylor y a Marcel Mauss, Antonio Escohotado denomina a la primera regalo expiatorio, que consiste en el obsequio de una víctima a la deidad o a los seres espirituales a través del sacrificio. Lo que motiva el acto de obsequiar es la idea de congraciarse con los seres sagrados mediante un acto de reciprocidad simbólica, gracias al cual un individuo o un grupo ofrecen algo a cambio de sí mismos. Ese algo puede ser desde un cabello arrancado de la cabeza o una gota de sangre extraída del cuerpo, hasta un animal o una víctima humana, la idea siempre será la misma: aquello que se ofrenda cubre una deuda. La religiosidad mesoamericana era exuberante en sus donaciones, así  nos lo hacen ver las crónicas del siglo XVI y las evidencias arqueológicas que han desenterrado suntuosos ofrendas que comprenden restos humanos y de aves, de fauna terrestre y marina, joyas, atuendos, objetos rituales e infinidad de flores.

La segunda variante, llamada banquete sacramental, concibe el sacrificio como un acto de participación, que no sólo establece un vínculo entre lo sagrado y lo profano sino una unidad más alta entre los miembros de un grupo. El complejo religioso ligado a esta variante emplea en forma sistemática sustancias psicoactivas desde tiempos que se remontan a los paleohomínidos, cientos de miles de años antes de la revolución neolítica. (Escotado: 2000 p.p. 35, 42) El ágape enteogénico es entonces una de sus expresiones más relevantes pues en él se consuma un rito de comunión entre los hombres y de identidad de los hombres con los dioses. Esta forma sacrificial se vincula con una naturaleza esencialmente animada, que postula una co-pertenencia de lo divino y lo humano. Desde luego que estas variantes no son excluyentes y pueden coexistir, como ocurre en Mesoamérica, en forma complementaria. Este tipo de sacrificio, vinculado a la figura del chamán, existía diseminado en el cuerpo social, actuando en el ámbito doméstico, en la aldea agrícola y el calpulli urbano, procurando restablecer la salud, la fortuna individual y familiar, celebrado frecuentemente para encontrar objetos o animales robados o perdidos, para lograr una buena caza y recoger una cosecha abundante, para conocer las intenciones de un adversario, para restablecer  relaciones personales y comunales entre tantas otras preocupaciones y anhelos que acontecen en la vida cotidiana y que encuentran en el consumo ritual de plantas sagradas un elemento eficaz para enfrentar e intentar resolver problemas en las más diversas circunstancias.

En el México antiguo el empleo de plantas visionarias comprendía un espectro tan amplio que iba desde su empleo doméstico hasta su utilización en los grandes ceremonias públicas. Fray Diego Durán y Hernando Alvarado Tezozomoc escribieron que los invitados a estas grandes celebraciones eran obsequiados con banquetes, ricas mantas y adornos personales. A todos ellos se les proporcionaban ramos de flores y sahumadores en los que se depositaban resinas y flores aromáticas, pero también tabaco y yauhtli (tagetes lucida) dos potentes psicotrópicos. 


Es necesario advertir que los textos de los cronistas recrean, con una imaginación que suponemos no pierde de vista la información que han obtenido de diversas fuentes, escenas que a veces abundan en detalles y que siempre se balancean entre la literatura, la referencia histórica o mítica, y la descripción etnográfica, todo teñido por una visión judeocristiana del mundo.  En este ámbito discursivo, cualquier intento de interpretación debe proceder con suma cautela, procurando no crear situaciones ficticias carentes de sustento, pero tampoco debemos omitir, por una suerte de autocensura, aquello que bien puede provenir de la deducción.


Durán y Tezozomoc mencionan que al arribar Tizoc al poder, después de la muerte de Axayacatl, ocurrida en 1481, se distribuyeron entre los asistentes distinguidos “hongos montecinos con que se embriagan, que llaman cuauhnanacatl, y comidos comienzan el canto en muy alto punto, que retumba la gran plaza. Desde a un rato, les tornan a dar de comer de los hongos borrachos, que comiendo dos o tres de aquellos mojados en un poco de miel quedan tan borrachos perdidos que no saben de sí. Y luego el canto en más alto punto que el primero, y luego, a medio baile y canto, los llaman a todos y les dan otra vez vestidos, todo cumplidamente, a cada uno como la primera vez… y esto duró por espacio de cuatro días…


Por la  crónica de un tal Gaspar de Covarrubias, gobernador de las minas de Temazcaltepec, escrita en 1579, sabemos también que los indios matlaltzincas tributaban a los señores de México: “… hongos con los cuales el pueblo se emborrachaba…” De modo que para las grandes festividades no sólo se consumían los hongos que estaban a su disposición en las laderas de la Sierra Nevada, sino que se proveían de los hongos que crecían en otras regiones sometidas al dominio mexica.  Si la cifra que Tezozomoc menciona no es inexacta, la cantidad de hongos que se requerían en las grandes celebraciones era bastante grande. El autor de la Crónica mexicana menciona dos mil danzantes en el patio de Huitzilopochtli los días en que se festejaba el ascenso al poder de Moctezuma II. Dice lo siguiente: “Y luego apagaron las lumbreras que estaban en el patio para que ubiese lugar para todos, que eran más de dos mil en la danza. Y antes de entrar en la danza los extranjeros, les dieron a comer hongos montesinos, que se embriagan con ellos, y con esto entraron a la danza”.

 


De la religión a la ciencia


Los conocimientos de herbolaria de los antiguos mexicanos que remitían al uso de plantas psicoactivas y los rituales asociados con ellas fueron satanizados por los frailes. Los grandes cultos públicos desaparecieron con la conquista, pero no ocurrió lo mismo con los ritos de fertilidad y petición de lluvias, las prácticas adivinatorias y terapéuticas que continuaron practicándose en la vida aldeana hasta nuestros días.


La ignorancia de la que acusaban permanentemente los frailes a los indios la sustentaban en el desconocimiento que estos tenían del Dios Verdadero, del Dios cristiano. No es que los clérigos que escribieron estas crónicas negaran los efectos benéficos que tenían las plantas empleadas por los indios, lo que reconocen en distintas ocasiones. Lo que rechazaban firmemente es el Ser a quien se atribuía tales beneficios, es decir, la deidad o conjunto de dioses a quienes se pide y agradece los favores recibidos. Lo que resulta intolerable a los ojos del etnocentrismo monoteísta de los frailes y demás colonizadores europeos, es la forma de ritualizar el consumo de estas plantas y sobre todo el destinatario de estos cultos, que a sus ojos no es otro que el demonio judeocristiano que resurge bajo la apariencia de Tláloc, Xochipili, Quetzalcóatl y demás deidades del panteón mesoamericano.


Es interesante observar cómo la sociedad moderna ha conservado este rechazo etnocentrista a pesar de haber secularizado su pensamiento. Las razones, desde luego, son otras. Actualmente no se indaga ni persigue la influencia de Satán en la flora enteogénica y los ritos indígenas, hoy la condena se ha desplazado lentamente hacia la sospechosa categoría de “drogas”, con la que desafortunadamente se ha calificado a estas plantas sagradas. Vistas bajo esta nueva luz de la racionalidad occidental, ya no se les censura con argumentos teológicos, sino mediante un complejo discurso en el que confluyen la bioquímica, la psiquiatría y la jurisprudencia, en nombre de lo que se ha dado en llamar “la salud pública”.


Entre el carácter divino que tuvieron las plantas enteogénicas en el México prehispánico y el carácter demoníaco que le atribuyeron los colonizadores europeos no hay en realidad una ruptura radical, como podría parecer a primera vista. No la hay porque ambas perspectivas se construyen desde el ámbito de lo sagrado. La verdadera ruptura comienza con la modernidad, es decir, con la visión científica que emprende la desacralización del mundo.


Un clérigo como Bernardino de Sahagún podía considerar al pensamiento indígena como una idea falsa del mundo porque lo concebía como producto de un engaño diabólico, desde lo que él entendía como la Única y Verdadera Religión. El hombre moderno, en cambio, desde lo que se concibe como La Única Verdad, la Científica, considera al pensamiento mítico-religioso indígena como una mera fantasía producto del atraso socio-económico y la falta de educación. El primero planteaba la redención mediante el Evangelio para salvar sus almas del infierno, mientras el segundo propone la aculturación y su ingreso al mundo occidental para rescatarlos de lo que se considera  ignorancia y simple superstición. Lo que fue una preocupación teológica en el periodo virreinal se convirtió en un problema sociocultural en el México moderno. Un problema cuya solución ha sido, haciendo a un lado matices discursivos, simplemente y llanamente la desaparición gradual de las culturas indígenas, sus conocimientos, su sabiduría y sus tradiciones.


Cuando las plantas sagradas y la mente humana quedaron bajo el análisis de la etnobotánica y la neurofisiología, se desvanecieron los demonios y los misterios teológicos fueron sustituidos por interrogantes científicas. Si en el siglo XVI se hablaba de la presencia del Diablo en el entendimiento de los indios que consumían ciertas plantas, hoy se habla de los efectos de agentes químicos en el sistema nervioso central que provocan visiones irreales (o alucinaciones). Entre el engaño demoníaco y el cerebro alucinado hay un largo camino histórico y gnoseológico, pero ambos discursos han ocupado el centro del Logos Occidental, erigiéndose, en sus respectivos momentos, como La Única Verdad, en el caso del cristianismo, y como una verdad provisional, en perpetua revisión, en el caso de la ciencia. De cualquier modo, el sentimiento de veracidad que han instaurado en la sociedad dominante ha sido siempre un impedimento para comprender la visión del mundo de otras culturas. 

 


 

Condena a la embriaguez


Desde que Aldous Huxley publicó a mediados del siglo XX Las puertas de la percepción, quedaron a la vista las semejanzas entre la experiencia mística y lo que podríamos llamar estados alternos de conciencia provocados por el consumo de plantas enteógenas. No obstante, la moderna sociedad occidental se resiste a aceptar fácilmente esta analogía, pues tradicionalmente ha estimado más los valores y virtudes del hombre sobrio, dueño de un ego responsable, individual y auto determinante, que ejerce un pleno control sobre sí mismo y sobre el mundo mediante el ejercicio de su voluntad y su conciencia. Cualquier sustancia que perturbe ese estado de clarividente sobriedad es vista con sospecha y tratada con animadversión. El rechazo a las plantas visionarias como el ololiuhqui, el peyote o los hongos durante el virreinato respondía, por un lado, a una consideración metafísica, pues se trataba de plantas con las que El Maligno pretendía simular la comunión cristiana; pero había también una sanción de la conducta de los nativos sustentada en la razón y el buen juicio occidental: la gente que ingiere esas plantas, se decía y se dice, “pierde la razón”, “extravía el juicio”, “sale de seso”, “comete desatinos”, en una palabra, “se comportan como borrachos”. Ya Santo Tomás había dictaminado que la embriaguez formaba parte de los “placeres desordenados” que él mismo censuró por ser pecados mortales.


La historiadora Sonia Corcuera (1991) ha expuesto detalladamente los motivos que la tradición judeocristiana tuvo para asociar el Mal con el politeísmo, la poligamia y la embriaguez, en tanto que identificó el Bien con el monoteísmo, la monogamia y la sobriedad. Desde esta perspectiva dicotómica se juzgó y se juzga el consumo de las plantas sagradas. La fuerza de estos prejuicios culturales es tanta que en México, con notables excepciones, se ha cultivado en nuestros días  una actitud displicente entre historiadores y antropólogos al tratar el consumo ritual de estas plantas, no obstante las evidencias mostradas por otros estudiosos del tema.


 

Lo real y los mundos posibles


En México como en otros países hispanoamericanos se pueden distinguir dos tipos de sociedad: una tradicional, que habita principalmente en el medio rural y ordena su vida y concibe el mundo según principios e ideas vinculados a la noción de lo sagrado, y otra moderna, que habita principalmente en las grandes ciudades y cuyo pensamiento y sentido de la vida transcurren en un mundo concebido como un ámbito desacralizado. Los primeros son herederos de una larga tradición mágico-religiosa,  mientras los segundos son herederos del pensamiento renacentista e ilustrado que encuentra su expresión más acabada en el pensamiento científico contemporáneo. Esta polaridad, que estoy simplificando excesivamente, es el resultado de intensos y prolongados procesos históricos de intercambio y dominación cultural.


Al interior de cada una de estas sociedades existe un modo muy distinto de concebir y distinguir lo que es real, objetivo e imaginario. La sociedad moderna generalmente procede mediante una ecuación en la que identifica lo real con lo objetivo y deja lo imaginario en el terreno de la mera fantasía. Es real todo lo que percibimos, sentimos y actuamos conscientemente durante la vigilia, lo demás son sólo sueños, ideas o creencias. La sociedad tradicional, en cambio, tiene una noción más amplia de lo real, que comprende tanto lo objetivo como lo imaginario. El mundo de los sueños o las visiones enteogénicas no son menos reales que el mundo de la vigilia, y lo que ahí ocurre es tan decisivo, o más, que lo que sucede estando despierto a plena luz del día. 


Mientras el hombre moderno se ha olvidado de sus sueños y cuando experimenta con alguna sustancia psicoactiva piensa que tiene alucinaciones, es decir, visones de cosas inexistentes, el hombre tradicional hace una lectura radicalmente distinta. Los sueños para él son una fuente de mensajes y premoniciones que tienden un puente entre el mundo de la vigilia y un mundo espiritual que puede proporcionar claves y soluciones para resolver problemas que transcurren en el lado diurno de la vida. Cuando consume ritualmente plantas sagradas tiene acceso a una dimensión espiritual en la que se le revelan verdades y es posible comunicarse directamente, cuando se está preparado para ello, con seres cuya voluntad incide en el curso de las cosas de este mundo. Don Epifanio, un trabajador del temporal del volcán Popocatépetl me lo dijo un día claramente: “Nosotros tenemos dos vidas en la misma vida: la vida material en el día y la vida espiritual durante la noche, mientras soñamos”. Estas diferencias nos permiten trazar una línea de demarcación entre las certidumbres de cada sociedad, y en función de ellas, los límites de lo que cada una considera como posible.


Es decir, debemos colocar en el centro de la reflexión  el concepto de realidad para poder distinguir las diferencias y posibles confluencias entre las sociedades tradicionales y las modernas, o, para decirlo de otra manera, entre la conciencia religiosa y la conciencia profana. Para ello voy a valerme de la distinción que hizo uno de los más connotados científicos del siglo XX, Albert Hofmann, entre mundo exterior y mundo interior.


Por mundo exterior, dice Hofmann, se entiende todo el universo material y energético al que pertenecemos, incluyendo nuestra propia corporeidad. Como mundo interior se designa la conciencia humana. Ahora bien, la conciencia se escapa a una definición científica pues se precisa de la conciencia para reflexionar acerca de qué sea la conciencia, de modo que esta puede ser descrita únicamente como el “centro espiritual receptivo y creativo de la personalidad humana”.


Existen dos diferencias fundamentales entre el mundo exterior y el interior: la primera es que mientras existe un solo mundo exterior, el número de mundos interiores es tan grande y variado como el de los individuos humanos, aunque hay que precisar que éstos se encuentran organizados en sociedades y culturas que comparten formas de conciencia de la realidad; la segunda es que el mundo exterior, material, es objetivamente demostrable, mientras que el mundo interior representa una mera experiencia espiritual subjetiva, que, insisto, puede ser compartida culturalmente.


Llegamos entonces al concepto de realidad, que Hofmann renuncia a definir tanto en términos trascendentales como de la física teórica, optando por concebirla en los términos del lenguaje cotidiano diciendo que lo real es “el mundo en su totalidad, tal y como los humanos lo percibimos con  nuestros sentidos y lo experimentamos como seres con espíritu, y al que pertenecemos nosotros mismos con nuestra existencia corporal y espiritual”. Es decir, la realidad definida de esta forma no es pensable sin un sujeto de experiencia, sin un yo. Por tanto la realidad es el producto de una relación mutua entre señales materiales y energéticas que parten del mundo exterior y el centro que constituye la conciencia en el interior del individuo. Para ser más precisos aún: el mundo material y energético  del espacio exterior trabaja como emisor, enviando ondas ópticas y acústicas, señales táctiles, gustativas y olfativas, a una conciencia que existe en el interior de cada ser humano constituida como receptor, donde los estímulos recibidos por los órganos sensoriales, son transmutados en una imagen del mundo exterior, experimentable de manera sensorial y espiritual. Si falta uno de los dos, el emisor o el receptor, no se produce realidad humana alguna.


Esta definición tiene como consecuencia el reconocimiento de que la realidad auténtica sólo se da en el momento, en el aquí y ahora, pues la realidad es un proceso dinámico que surge siempre renovadamente en cada momento. Ahora bien, la vivencia de la verdadera realidad en el momento es el principal objetivo de la mística. Esta es una verdad milenaria en la tradición hinduista y del budismo zen, como lo muestra, por ejemplo, el pensamiento de Nagarjuna en la India del siglo II. (Arnau, 2005) 


Volviendo a la definición de realidad que propone Hofmann quisiera resaltar dos aspectos más: el primero consiste en señalar que la metáfora emisor/receptor no existe como dualidad, porque el cerebro humano es materia y como tal pertenece al mundo material, es decir, al emisor; pero al mismo tiempo, sus funciones organizativas de la información que recibe del exterior, lo han constituido como receptor, esto significa que materia y espíritu, emisor y receptor, se encuentran mutuamente fundidos en el cerebro, por lo tanto, el dualismo emisor-receptor no existe en realidad, es sólo una construcción conceptual que intenta esclarecer el proceso mediante el cual surge la realidad humana. 


El segundo aspecto tiene que ver con las limitaciones del conocimiento científico, la gran laguna que existe en el paso del acontecer material-energético de los sentidos a la conformación de la imagen psico-espiritual inmaterial en la mente humana. Esta laguna es el punto de encuentro entre el emisor y el receptor, ahí se entremezclan y se unen a la totalidad de lo viviente. El misterio desplegado en esa laguna es también la fuente generadora del pensamiento religioso. En ese misterio reside la idea de Dios como organizadora del cosmos.


 

Lo sagrado y lo profano

Sucede que la noción de lo sagrado, que ordena la visión del mundo en las sociedades tradicionales, desvanece las fronteras entre interioridad y exterioridad a las que nos hemos acostumbrado en las culturas occidentales modernas.  Las imágenes que se tienen al consumir plantas visionarias son consideradas entonces, por la ciencia moderna, como alucinaciones, porque se considera que carecen de un emisor externo y que son producto de la mera subjetividad del individuo. Sin embargo, un chamán piensa que mediante la ingestión ritual de estas plantas se abre la oportunidad de ver, no hacia su propio interior, sino hacia la conformación esencial del mundo, donde espíritu y materia son uno mismo.


Cuando a María Sabina se le revelaba el Chicón-Nindó sabía que estaba mirando y hablando con el cerro que está al lado de su casa, y que podía trabajar ritualmente con él porque esencialmente ella y él, y los enfermos y consultantes que trataba, son parte de una unidad cósmica que el consumo de hongos sagrados hace evidente. Es fundamental, entonces, esclarecer la noción de lo sagrado y no renunciar a ella mediante una pedantería racionalista.


No voy a cometer la insensatez de intentar definir lo sagrado, más bien intentaré aludir a su sentido contrastándolo con la idea de lo profano. Lo sagrado surge de la capacidad de asombro de los humanos. El hecho mismo de que el mundo sea y que el hombre lo experimente intensamente, es la fuente de lo sagrado. Lo sagrado es un estado anímico que aparece cuando el hombre se sabe plenamente integrado a lo existente.


Es un lugar común afirmar que el miedo a ciertos fenómenos naturales (tormentas, temblores, erupciones volcánicas) fue lo que originó el pensamiento religioso y condujo a los humanos a rendirles culto para poder apaciguarlos. Esta idea, repetida hasta la saciedad, es sin embargo inconsistente porque supone al humano como recién llegado a un mundo que lo asusta porque le es desconocido. Es decir, esta idea ignora el milenario antecedente biológico del homo sapiens sapiens  que entró a su propia humanidad por la puerta de los primates inferiores. Es decir, el humano no llegó al mundo sino que brotó de él. Cuando el hombre, gracias a la particular evolución de su sistema nervioso, adquiere conciencia de esta pertenencia al cosmos, cuyas fuerzas operan dentro y fuera de él, surge la experiencia religiosa, pero no motivada por el temor, sino por la conciencia de pertenecer al todo. Es a parir de esta conciencia que se desplegará una mitología y un ritual para dar cuenta de este vínculo sagrado con el cosmos. El pensamiento religioso no surgió a causa del miedo, sino del asombro de pertenecer al mundo. 


Cuando el humano piensa y sientesu situación en el mundo, se sabe parte de algo inconmensurable, de algo que lo rebasa infinitamente. En la raíz misma de la experiencia mística se concibe la superioridad de lo existente en relación con la experiencia personal, es decir, se es plenamente consciente del modo descomunal en que lo existente excede a la vida personal. Pero al mismo tiempo es un momento luminoso en que la materia, a través de la conciencia humana, se piensa a sí misma, y en ese sentido se produce un desvanecimiento de la individualidad y un poderoso sentimiento de pertenencia al todo. De modo que la infinita pequeñez personal se compensa simultáneamente con el sentimiento de pertenencia que integra al individuo al cosmos.  Lo sagrado, entonces, es conciencia de esta unidad, mientras que lo profano es el mundo de la diferencia, de la distinción sujeto-objeto en el que predomina la conciencia de la separación de eso que llamamos yo, con el mundo que lo rodea, mundo sobre el que, por otra parte, se debe operar pragmáticamente para poder sobrevivir.


 

Obras consultadas:

Durán, fray Diego (1984), Historia de las Indias de Nueva España, Biblioteca Porrúa Nº 37, México.

Escohotado, Antonio (1995), Historia de las drogas, 3 Tomos, Alianza Editorial, Madrid.

Escotado, Antonio, (2000), Historia General de las Drogas. Incluyendo el apéndice: Fenomenología de las drogas. Espasa Calpe, Madrid, 2000.

Estrada, Álvaro (1984), La vida de María Sabina, la sabia de los hongos, Siglo XXI, México.

Glockner, Julio y  Enrique Soto (2006), La realidad alterada. Drogas enteógenos y cultura, Debate, México.

Hofamnn, Albert (1997) Mundo interior, mundo exterior, La Liebre de Marzo, Pequeña Colección Cogniciones, Barcelona.

 

Schultes Richard Evans y Hofmann Albert (1993), Las plantas de los dioses. Orígenes del uso de los alucinógenos, Fondo de Cultura Económica, México.

Tezozomoc, Hernando de Alvarado (2003), Crónica mexicana, Dastin, Crónicas de América, Madrid.

Wasson, Gordon (1983), El hongo maravilloso Teonanácatl. Micolatría en Mesoamérica, FCE, Sección de Obras de Antropología, México.

Wasson, Gordon y Heim, Roger (1996), “Los hongos alucinógenos de México”, en Glockner Julio y Olmos Jorge (editores), Espacios, “Enteógenos y cultura”, año XIV, núm. 20,  Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad Autónoma de Puebla (traducción de Ricardo Téllez Girón). Título original: “Les Champignons hallucinogénes du Mexique”, Museo Nacional de Historia Natural de París, 1958. 

 

Wasson, Gordon (2003), “Los hongos alucinógenos de México: una investigación sobre los orígenes del concepto religioso entre los pueblos primitivos.”, en La experiencia del éxtasis 1955-1963, La liebre de marzo, Colección Cogniciones, Barcelona.