• Julio Glockner
  • 29 Noviembre 2012
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Por: Julio Glockner

En la pantalla de televisión aparece una mujer que al estar curioseando entre las cosas de sus hijos descubre un cigarro de marihuana. Sorprendida y cada vez más angustiada cae sentada sobre la cama y en una actitud de desolación se lleva las manos a la cara mientras una voz en off dice algo así como: “Al descubrir que mis hijos usaban drogas sentí que me moría”. Este melodrama en 20 segundos tiene una eficacia insospechada porque se monta sobre un prejuicio ampliamente compartido: que la marihuana es sumamente peligrosa. Como todo prejuicio, la idea de la marihuana como un mal en sí mismo se sustenta en la desinformación y la ignorancia y, sin embargo, ese ha sido el caballo de batalla de la propaganda oficial en el “Combate a las drogas” que nos ha dejado una montaña de cadáveres, cientos de miles de huérfanos, heridos y traumados y una sensación de inseguridad en la que vivimos, con mayor o menor riesgo, millones de mexicanos.

En la misma pantalla de televisión, en una película que le ha dado varias vueltas al mundo, aparece Meryl Streep fumando, feliz, un cigarro de marihuana en su condición de madre madura y recién separada del marido, diciendo, con una sonrisa leve y placentera: “No sé que le han puesto a la hierba en los últimos treinta años, pero está genial”. En los Estados Unidos casi una veintena de estados, la tercera parte del territorio norteamericano, ha aprobado el uso de la marihuana con fines médicos y un par de estados: Washington y Colorado, ya han aprobado su uso “recreativo”. Esto viene ocurriendo desde hace al menos quince años y el señor Felipe Calderón  parecía no estar enterado.

La tesis de que la Guerra contra el narcotráfico la inició Felipe Calderón para legitimarse en el poder ha adquirido ya un consenso muy amplio, no sólo entre analistas sino entre la población mínimamente enterada de lo que ocurre en su país. Considerando la situación vergonzosa en que asumió la presidencia, necesitaba urgentemente mostrarse como un hombre fuerte y decidido, como un hombre de mando. Para ello se valió de su condición de comandante supremo de las fuerzas armadas, se rodeó de generales y sacó a los militares a las calles violando la constitución de una república que trató de gobernar en medio del caos y la violencia monstruosa que él mismo propició durante seis terribles años. Es hasta los últimos días de su mandato que comienza a atender a las recomendaciones que durante cinco años le hicieron especialistas como Edgardo Buscaglia, quien una y otra vez insistió en que el combate al narcotráfico es más eficaz si se toman medidas fiscales para rastrear el lavado de dinero, incautar cuentas bancarias, indagar las alianzas y complicidades con la clase política de la que recibe protección, combatir la corrupción en los cuerpos policiacos, el ejército y las instituciones gubernamentales. Muy pocas acciones hubo en este sentido, en cambio, Calderón termina su sexenio con un baño de sangre en medio del horror, la impunidad y la inseguridad en vastas regiones del país.

 


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