• Julio Glockner
  • 29 Noviembre 2012
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Por: Julio Glockner

De la religión a la ciencia


Los conocimientos de herbolaria de los antiguos mexicanos que remitían al uso de plantas psicoactivas y los rituales asociados con ellas fueron satanizados por los frailes. Los grandes cultos públicos desaparecieron con la conquista, pero no ocurrió lo mismo con los ritos de fertilidad y petición de lluvias, las prácticas adivinatorias y terapéuticas que continuaron practicándose en la vida aldeana hasta nuestros días.


La ignorancia de la que acusaban permanentemente los frailes a los indios la sustentaban en el desconocimiento que estos tenían del Dios Verdadero, del Dios cristiano. No es que los clérigos que escribieron estas crónicas negaran los efectos benéficos que tenían las plantas empleadas por los indios, lo que reconocen en distintas ocasiones. Lo que rechazaban firmemente es el Ser a quien se atribuía tales beneficios, es decir, la deidad o conjunto de dioses a quienes se pide y agradece los favores recibidos. Lo que resulta intolerable a los ojos del etnocentrismo monoteísta de los frailes y demás colonizadores europeos, es la forma de ritualizar el consumo de estas plantas y sobre todo el destinatario de estos cultos, que a sus ojos no es otro que el demonio judeocristiano que resurge bajo la apariencia de Tláloc, Xochipili, Quetzalcóatl y demás deidades del panteón mesoamericano.


Es interesante observar cómo la sociedad moderna ha conservado este rechazo etnocentrista a pesar de haber secularizado su pensamiento. Las razones, desde luego, son otras. Actualmente no se indaga ni persigue la influencia de Satán en la flora enteogénica y los ritos indígenas, hoy la condena se ha desplazado lentamente hacia la sospechosa categoría de “drogas”, con la que desafortunadamente se ha calificado a estas plantas sagradas. Vistas bajo esta nueva luz de la racionalidad occidental, ya no se les censura con argumentos teológicos, sino mediante un complejo discurso en el que confluyen la bioquímica, la psiquiatría y la jurisprudencia, en nombre de lo que se ha dado en llamar “la salud pública”.


Entre el carácter divino que tuvieron las plantas enteogénicas en el México prehispánico y el carácter demoníaco que le atribuyeron los colonizadores europeos no hay en realidad una ruptura radical, como podría parecer a primera vista. No la hay porque ambas perspectivas se construyen desde el ámbito de lo sagrado. La verdadera ruptura comienza con la modernidad, es decir, con la visión científica que emprende la desacralización del mundo.


Un clérigo como Bernardino de Sahagún podía considerar al pensamiento indígena como una idea falsa del mundo porque lo concebía como producto de un engaño diabólico, desde lo que él entendía como la Única y Verdadera Religión. El hombre moderno, en cambio, desde lo que se concibe como La Única Verdad, la Científica, considera al pensamiento mítico-religioso indígena como una mera fantasía producto del atraso socio-económico y la falta de educación. El primero planteaba la redención mediante el Evangelio para salvar sus almas del infierno, mientras el segundo propone la aculturación y su ingreso al mundo occidental para rescatarlos de lo que se considera  ignorancia y simple superstición. Lo que fue una preocupación teológica en el periodo virreinal se convirtió en un problema sociocultural en el México moderno. Un problema cuya solución ha sido, haciendo a un lado matices discursivos, simplemente y llanamente la desaparición gradual de las culturas indígenas, sus conocimientos, su sabiduría y sus tradiciones.


Cuando las plantas sagradas y la mente humana quedaron bajo el análisis de la etnobotánica y la neurofisiología, se desvanecieron los demonios y los misterios teológicos fueron sustituidos por interrogantes científicas. Si en el siglo XVI se hablaba de la presencia del Diablo en el entendimiento de los indios que consumían ciertas plantas, hoy se habla de los efectos de agentes químicos en el sistema nervioso central que provocan visiones irreales (o alucinaciones). Entre el engaño demoníaco y el cerebro alucinado hay un largo camino histórico y gnoseológico, pero ambos discursos han ocupado el centro del Logos Occidental, erigiéndose, en sus respectivos momentos, como La Única Verdad, en el caso del cristianismo, y como una verdad provisional, en perpetua revisión, en el caso de la ciencia. De cualquier modo, el sentimiento de veracidad que han instaurado en la sociedad dominante ha sido siempre un impedimento para comprender la visión del mundo de otras culturas. 

 


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