• Julio Glockner
  • 29 Noviembre 2012
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Por: Julio Glockner


El consumo de enteógenos en el México antiguo

En el espacio destinado al periodo preclásico del Museo Nacional de Antropología reposan los restos de un chamán que fue hallado en Tlatilco, analizado posteriormente por especialistas fue  clasificado con el frío e impersonal título de “Entierro número 154”. El esqueleto, que yace recostado, tiene a su lado metates de tezontle que fueron utilizados para moler plantas psicoactivas, dos hongos de cerámica y una hermosa e interesante figura que ha sido denominada “El acróbata”, que nos remite, más que a un acto circense, a una disciplina corporal practicada ritualmente para alcanzar estados de éxtasis.

Como el término chamanismo causa inquietud en algunos sectores de la comunidad académica en México, que no están dispuestos a aceptarlo porque lo consideran ambiguo y externo al mundo mesoamericano, me permito precisar aquí cómo lo entiendo: chamán es toda persona que ha experimentado una muerte y una resurrección simbólicas como signo de una apertura al mundo de lo sagrado. Una persona que ha recibido un mensaje iniciático de las deidades y el don correspondiente, sea a través de los sueños, mediante visiones enteogénicas, disciplinas físicas o el padecimiento de alguna enfermedad. Una persona capaz de mantener un vínculo permanente con la dimensión espiritual que gobierna el mundo y a los seres vivos, incluyendo los humanos, con una finalidad terapéutica, propiciatoria, adivinatoria y sacramental.

 

Por las evidencias arqueológicas y la información etnohistórica y etnográfica de la que disponemos actualmente, se puede afirmar que el chamán de Tlatilco propiciaba ritualmente modificaciones en su percepción y estado anímico, que hoy conocemos como expansión o acrecentamiento de la conciencia, mediante la ingestión de plantas psicotrópicas y la práctica de ejercicios corporales y mentales probablemente acompañados de rigurosos ayunos.  Estos conocimientos botánicos y destrezas físicas, perfectamente establecidos en el preclásico medio, es decir, hace unos tres mil años, han persistido a lo largo de la historia, no de un modo inalterable, desde luego, sino adaptándose a las cambiantes circunstancias socioculturales, hasta llegar a nuestros días.

 

Este largo y múltiple camino ha dejado algunos vestigios en la escultura, la arquitectura, la pintura mural, la escritura pictográfica en códices y las crónicas coloniales escritas principalmente por frailes y clérigos evangelizadores en los siglos XVI y XVII. Entre ellos podemos mencionar, siguiendo la investigación de Gordon Wasson, los frescos de Tepantitla y Teopancalco (300 – 600 d. C.) en Teotihuacán; los hongos zoomorfos y antropomorfos labrados en piedra en las Altas Tierras Mayas; los códices Florentino y Magliabechiano y la estupenda escultura de Xochipilli hallada en Tlalmanalco, estado de México, que hoy se encuentra en la sala mexica del Museo Nacional de Antropología y que tiene labradas en el cuerpo algunas de las plantas psicoactivas empleadas ritualmente en el mundo mesoamericano anterior a la conquista y aún en nuestra época.

 


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