• Julio Glockner
  • 29 Noviembre 2012
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Por: Julio Glockner


1.-
En primer lugar la procedencia del producto que va a consumirse, que puede ser natural o artificial, que puede tener su origen en la aridez del desierto, la humedad del bosque,  o en la industria química. El consumo de plantas que han sido consideradas sagradas por las más diversas culturas en todo el mundo y en todos los tiempos ha hecho posible que esta flora psicoactiva sea portadora de una tradición mítico-religiosa y de un vínculo,  mediante la ebriedad extática, con diversas deidades y seres sobrenaturales, cosa que no sucede con los productos que provienen de la industria química, de un mundo desacralizado e inmerso en la lógica del mercado.

En algunos casos, como entre los mazatecos, los coras y los huicholes, las plantas divinizadas son la encarnación misma de antiguas deidades que personifican la naturaleza.

Cuando Albert Hoffman sintetizó en los laboratorios Sandoz la Dietilamida del Ácido Lisérgico, el famoso LSD, lo hizo con el avanzado instrumental técnico y teórico que le proporciona la moderna cultura Occidental. A partir del momento en que Hoffman sintetizó el LSD produjo una droga. Pero si la misma sustancia que consumían ritualmente los antiguos griegos en el culto a la diosa Demeter, obtenida del hongo que crece en el centeno y el trigo, fuera considerada como una droga, con la connotación moral que esta palabra tiene actualmente, juzgaríamos erróneamente a los asistentes a las ceremonias de iniciación de los misterios de Eleusis como a un conjunto de drogadictos, o peor aún, como una asociación delictiva, lo cual es un disparate por cualquier lado que se lo vea. Hoffman obtuvo, mediante el proceso químico de la síntesis, la formación artificial de una sustancia mediante la combinación de sus elementos. El mismo proceso ha seguido innumerables medicamentos que se emplean en la medicina moderna. Pero cuando esa misma sustancia permanece en la naturaleza, en el interior de un hongo, de un cactus como el peyote o de una enredadera como el ololiuhqui o el yagé, entonces su uso cultural es radicalmente distinto y sólo es posible comprenderlo plenamente en el contexto de una cosmovisión singular y una práctica médica tradicional. En este caso debemos referirnos no a una droga sino a un enteógeno.

2.- La segunda diferencia tiene que ver con la finalidad con la cual se realiza el consumo. Si se trata de un ritual mágico-religioso con fines terapéuticos o adivinatorios, evidentemente el propósito es muy distinto al de un consumo de sustancias cuyas motivaciones son más bien placenteras, lúdicas o destinadas a satisfacer una adicción. Esto se vincula estrechamente con el tercer aspecto que se refiere a los efectos individuales y colectivos que se derivan del consumo de drogas provenientes de la industria, por un lado, y de plantas enteogénicas por el otro.  En un extremo, en las ciudades modernas, encontramos el consumo hedonista y festivo que puede conducir, mediante el exceso del consumo compulsivo, a la adicción,  la marginación, y en el peor de los casos a su vinculación con la delincuencia y la persecución policíaca.  En el otro polo, en los pueblos indígenas, encontramos una experiencia místico-terapéutica personal y colectiva,  así como la adaptación del consumo de enteógenos a la vida comunal, tal es el caso, entre otros, de la ingestión ritual del peyote en los coras, tarahumaras y huicholes.

Circunstancias sociales, jurídico-políticas y policíacas han enturbiado el significado de la palabra droga, lo han desvirtuado alejándolo de su sentido original que lo identificaba con el concepto griego phármakon, que designa aquellas sustancias que en vez de "ser vencidas" por el cuerpo para transformarse en alimentos, son capaces de vencerle provocando en él cambios orgánicos y anímicos. Esta noción primigenia, farmacéutica, de la palabra droga, se ha desvanecido gradualmente y en su lugar ha surgido su asociación con las adicciones y el narcotráfico. La palabra droga se hunde cada vez más, en el ámbito de la conciencia popular, en un desprestigio que parece ya inevitable. De ahí la necesidad de optar por otra denominación para aquellas plantas cuyos vínculos culturales con otras sociedades les otorgan una dignidad que las ha elevado al ámbito de lo sagrado.   

En el paso del sustantivo droga al verbo drogar quedan  olvidados los procesos histórico-culturales que le otorgan pleno sentido a estas sustancias cuando permanecen en estado natural. Sucede entonces un desplazamiento en la significación y la palabra droga ya no remite a las cualidades químicas de la sustancia, sino a la dudosa calidad moral de quien la consume. El sustantivo se carga de una resonancia ilegal que le viene de la experiencia social de una cultura en la que el verbo drogarse está asociado con actos delictivos y conductas antisociales. Esta significación se ha popularizado a tal grado que lo entienden así desde un ama de casa hasta las autoridades de salud pública del país. Es aquí donde se genera uno de los mayores equívocos y donde debemos concentrar la atención para procurar una reflexión y una discusión bien sustentadas.

La propuesta específica consiste, entonces en introducir el término enteógeno en la le legislación que reconoce el consumo ritual de estas plantas y  diferenciarlo claramente del concepto “droga”. Esta distinción permitirá terminar con la ambigüedad existente en la legislación  actual, que por una parte condena, mediante el Código Penal Federal y la Ley General de Salud, el consumo de plantas psicoactivas, mientras por otro lado reconoce su empleo tradicional a través del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, ratificado por el senado de la república, en donde se protegen las prácticas religiosas de los pueblos indígenas. Estoy consciente de que lo que propongo pasa por encima de algunos criterios bioquímicos y farmacológicos, pero en cambio privilegia criterios antropológicos y éticos, además, quizá sea la única manera de salvar a estas virtuosas plantas de la estulticia moderna, que en su delirante “combate a las drogas y el narcotráfico” puede convertir el tema de la experiencia mística en un vulgar asunto de comisaría.

 


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