• Julio Glockner
  • 29 Noviembre 2012
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Por: Julio Glockner


Drogas y enteógenos

Siguiendo los lineamientos de una política prohibicionista impuesta por los Estados Unidos, el Estado mexicano ha desatado en nuestro país una violencia nunca antes vista al haber iniciado un combate policiaco-militar contra la producción, distribución y consumo de drogas consideradas ilegales. Simultáneamente, en numerosas comunidades indígenas y campesinas de México se emplean ritualmente una variedad de plantas psicoactivas que se han sabido adaptar provechosamente a la vida de estos pueblos a lo largo de los siglos. Este contraste, por sí sólo, sugiere iniciar una reflexión sobre los conceptos de droga y enteógeno y las connotaciones culturales que conllevan, pues despliegan ante nosotros una amplia y compleja problemática que comprende diversos campos del conocimiento que van de la antropología a las neurociencias y de la psicología a la historia de las religiones.

Las consecuencias de la política prohibicionista están a la vista: violencia generalizada, inseguridad social, aumento en el consumo de drogas, desinformación total en la sociedad sobre la naturaleza del problema y proliferación de discursos morales y políticos que no se orientan a su solución sino que confunden y complican su esclarecimiento.

Nos hemos acostumbrado a nombrar con la palabra droga las más diversas sustancias sin distinguir sus cualidades químicas, sin reparar en su origen natural o sintético, ni en sus efectos psicofisiológicos, ni en su contexto cultural y los usos que de él se derivan.   El origen de la palabra droga es oscuro. El Diccionario Etimológico de Corominas menciona como probable su ingreso al castellano a través de Francia y sostiene que su origen es incierto, concluyendo que tal vez proceda de una palabra céltica que significa 'malo'". El Diccionario de la Real Academia Española, después de ignorar el asunto durante veinte ediciones, en su última entrega amplía la variedad de opiniones diciendo que la palabra viene del árabe hispánico hatrúka, que significa "charlatanería". Pero lo que llama la atención en este diccionario, es que después de referirse a la droga  como una sustancia de efecto estimulante, deprimente, narcótico o alucinógeno, enseguida define el verbo drogar como "la administración de una droga por lo común con fines ilícitos". Es decir, la Real Academia introduce, en la definición misma, un juicio de valor. Nos ofrece un punto de vista que expresa el sentir moral  que la sociedad moderna tiene respecto a ciertas sustancias que han sido asociadas con la vida delictiva. Es claro que esta definición, al contener un juicio ético-jurídico, estigmatiza el uso de estas sustancias estableciendo su vinculación inmediata con el mundo del hampa. Y no sólo eso, coloca también en la misma dimensión a un adicto a la cocaína o la heroína en las calles de la ciudad de México o Nueva York, con un peregrino huichol que consume peyote en el desierto de San Luis Potosí, o con un chamán mazateco que utiliza los hongos en una ceremonia curativa. Para despejar un poco esta confusión que ha propiciado graves errores de apreciación, debemos comenzar por distinguir diversos aspectos del problema. El no haberlo hecho ha estimulado la proliferación de prejuicios morales y una absurda persecución policíaca a tradiciones mítico- religiosas de carácter milenario. 

Antonio Escohotado nos recuerda que por droga, psicoactiva o no, seguimos entendiendo lo que pensaban los padres de la medicina científica, Hipócrates y Galeno, hace miles de años, es decir, una sustancia que en vez de "ser vencida" por el cuerpo y ser asimilada como si fuese un alimento, es capaz de "vencerle" temporalmente provocando en él cambios orgánicos, anímicos o de ambos tipos. En este sentido, estrictamente bioquímico, es evidente que el peyote y los hongos psicoactivos comparten las características de otras sustancias que provienen de la industria farmacéutica. Pero no podemos reducir a este único aspecto la comprensión del fenómeno. Debemos reparar también en los diversos contextos culturales en los que se produce el consumo de estas sustancias. En esta perspectiva, es notable que todas las culturas han hecho su propia distinción entre alimentos y plantas sagradas, pues con el empleo de éstas últimas han experimentado el éxtasis religioso, es decir, el uso de estas plantas se ha ritualizado para expresar su sacralidad, para expresar el advenimiento de lo divino que ocurre al consumirlas. La connotación social y ética que estas plantas tienen al interior de las sociedades que las consumen ni remotamente es semejante a la que tienen las "drogas" en la sociedad occidental. Por ello, en una sociedad multiétnica como la mexicana, se debe contemplar el problema en toda su complejidad y no soslayar por más tiempo una exigencia de respeto y consideración hacia estas expresiones de la religión indígena.

La desinformación es tanta, aun en sectores intelectuales que debían estar enterados, que se sigue hablando de “alucinógenos” más de tres décadas  después de la propuesta de connotados etnomicólogos para utilizar el neologismo “enteógeno”, que nos aproxima a una mejor comprensión de la experiencia vivida y de la espiritualidad de los pueblos indígenas. No se trata de hacer circular un sinónimo más en el vocabulario, el neologismo viene de las raíces griegas en theos genos, que significa, “generar lo sagrado” o “engendrar dentro de sí lo sagrado”, sentido que apunta en una dirección muy distinta del término alucinógeno, que viene del latín allucinari, que significa ofuscar, seducir o engañar, haciendo que se tome una cosa por otra. Insistir en la utilización del término alucinógeno para designar a las plantas que la tradición de otras culturas ha sacralizado, significa apuntalar la persistencia de un término etnocentrista que juzga como representaciones falsas de la realidad las cosmovisiones y prácticas rituales dentro de las cuales se consumen. Entender las religiones de otros pueblos como una simple alucinación que propicia una idea falsa de la realidad, le puede sonar muy lógico a cualquier racionalista obtuso, pero es claro que ese tosco racionalismo le impedirá comprender el tema en toda su profundidad.

Es imperiosa, pues, la necesidad de distinguir entre los conceptos de droga y enteógeno. Al menos tres aspectos me parecen fundamentales para establecer las diferencias culturales en los usos de las llamadas sustancias psicoactivas:


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