• Por Sergio Mastretta
  • 19 Diciembre 2012
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Por: Sergio Mastretta

         Agua mala

         30 de julio. La corriente que sale de la galería Hidalgo, en el barrio de Santa Clara, arrastra cangrejos y pescados muertos. Y sobre todo lombrices, marañas de víboras diminutas y tiesas como raíces en la tierra reseca. “Es el cloro –dicen los campesinos-, ha matado todo los bichos pa que ya no nos enfermemos”.

         Pronto, cuando se vayan las pipas rojas de los bomberos poblanos, mujeres y niños tendrán que acarrear con sus cubetas el agua que han bebido desde hace cien años los habitantes de este barrio.

         “Nunca la hervimos –dice una anciana, abuelita de Lupe Valerio Bonillas, la niña de cinco años muerta en tres horas por una diarrea fulminante-, nunca pasó nada, y ya ven lo que nos pasó”.

         Lupita murió el lunes tempranito, a su cuerpecito se le fue la vida en los brazos de su mamá, cuando a las siete de la mañana la lleva a la carrera al Centro de Salud, instalado en el zócalo del pueblo, a más de un kilómetro de distancia de Santa Clara. “Ya no aguantó a llegar –dice la abuelita-, tuvo vómitos, diarrea, calambres, y lo que arrojaba de su estomaguito olía a pescado, ya no aguantó a llegar”.

         Una semana después, en la ciudad de Puebla, las autoridades de Salubridad reconocen que una de las personas que murieron en Santa Clara fue víctima del cólera. Pudo ser Lupita.

         A los demás, igual que a ella, habrá que decir que los mató su miseria.

 


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