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Inventar una ciudad distinta a la que vivo, donde habiten personajes irreales, donde el entorno de aquella urbe siga las reglas de la imaginación, es jugar a ser dios: un creador de nuevas formas, de nuevas sensaciones, de nuevas palabras donde se reinvente lo inventado. Es intentar construir algo distinto a lo que ordinariamente tenemos, pero que, lamentablemente, asienta sus bases en esta turbia realidad.
Paul Auster, en El país de las últimas cosas, pone sobre la mesa la maqueta de su universo, relatando la vida de otro mundo por medio de una carta que una mujer escribe desde aquel lugar y que, no se sabe por qué, ha llegado hasta nosotros.“No espero que me entiendas. Tú no has visto nada de esto y, aunque lo intentaras, jamás podrías imaginártelo. Éstas son las últimas cosas. Una casa está por aquí un día y al siguiente desaparece”, así da comienzo el libro. La chica relata lo inverosímil que resulta aquella ciudad perdida, a la cual es posible llegar pero no regresar.
Auster nos ofrece otro mundo, un país transfigurado, ese otro lugar que podría estar a diez horas en avión o a quince minutos caminando; pero, partiendo fuera de la lectura, toda aquella imaginación desbordada sólo tiene cabida en los sueños. Porque así me conviene pensarlo. Porque no existe un mundo que se caiga a pedazos y se regenere al instante, incesantemente. Me pregunto, ¿cuántos no se han dedicado a escribir sus sueños como una forma de terapia?, ¿cuántos no exploran técnicas oníricas para poder controlar esa imaginación desbordada para hacerla pasar por una realidad controlada dentro del sueño? En el sueño todo es posible. Quien sueña, puede crear mundos donde posiblemente existan personajes, y éstos pueden saltar a un libro para dejar en claro el poder de la ilusión.
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