Los vendedores de jugos trabajan a marchas forzadas en un intento inconsciente por abastecer de azúcar al mar de cerebros congregados. Esos manejadores de frutas no serán los culpables de que la glucosa no sea suficiente para nutrir la parte racional que evite el mal que sigue devorando a los pobres adolescentes sumidos en la incertidumbre que acecha como voraz reptil escondido bajo el agua, monstruo infalible que no desespera y que aguarda paciente el momento adecuado para asestar el golpe que acabe con la vida productiva y en ocasiones mortal del desafortunado.
Miles de cerebros emprenden una labor de titiriteros macabros que han sido programados para manipular unos cuerpos imbéciles con nombre, que no sirven para esto, que no han sido dotados de capacidades suficientes, de una guía correcta para dedicarse por completo y con certeza a la opción ocupacional por la que hacen fila, para ejercer con verdaderas facultades la profesión por la que ahora están formados atendiendo las indicaciones del tipo con megáfono (zopencos de tal a tal matrícula aquí, zopencos restantes allá, les dice; todos titubean y se mueven como zombies tratando de encajar en algún lado). Sacan escapularios, cadenas y medallas de sus pechos para encomendar “a los altos poderes” las siguientes horas azarosas, el posible porvenir al que se avientan con un alto grado de ignorancia. Besan con unción imágenes y pulseras divinas, voltean al cielo ofreciéndole a las nubes o a seres extraterrestres sus íntimas debilidades. Algunas y algunos se dan fuerzas extras y vienen acompañados de mamá que les sigue cargando el folder con los documentos importantes. Al despedirlos, esa mujer que les soluciona la vida dará las indicaciones contundentes como lo ha hecho desde hace veintitantos años; les dibuja con sus dedos un ritual en la cara recomendando una vez más que se pongan en las manos invisibles y trasparentes del señor (que ostenta calidad de Dios, pero con nombramiento vulgar y mundano de señor).
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