• JR Sánchez/La reseña de Profética
  • 15 Enero 2015
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Son los puntos fijos que agobian. Y en ese preciso agobio, en contraparte, satisfacen a otros que ocupan quedarse en la memoria de vez en cuando con esos puntos fijos, con esas obsesiones que se forman en el maelstrom de las grandes urbes mientras los recorridos insensatos conducen a los detalles que siempre están ahí, a la orden de convertirse en insospechables señales, en inolvidables puntos fijos. Así apareció el café “Le Condé” y así apareció también Jacqueline Delanque; Louki; “escogiendo la misma mesa, al fondo del local que era pequeño, siempre adicta a su sitio”.

Algunas voces dan cuenta de los varios personajes parroquianos –incluyendo al autor- como parte de una complicidad que juega en no aislarse uno de otro, pero que en el fondo saben que se encuentran solos. La calle es el común de todos, esa casa donde nunca falta nada. Un parís oscuro lleno de lugares donde tomar café, un bloque nocturno donde el miedo acosa haciendo imposible la escapatoria. Le Moulin-Rouge como el refugio materno. Bosquejos también de una sencilla historia de la ausencia y el abandono entre padres e hijos -siempre en el “intento de no volver a hacerlo”- como si el significado de no abandonarse tuviera algo de sentido: “contaba mucho con la gente que iba a conocer y que pondría fin a mi soledad”, pero esos jóvenes estudiantes de la vida (“siempre había soñado con ser estudiante porque me parecía una palabra elegante”) también estaban solos. Jóvenes reunidos, pasando el tiempo en una supuesta compañía entre parroquianos refugiados a expensas de un buen trago de café como resultado de una condición fija, profunda y obligada. Estar ahí, intentando justificar el abandono mientras se ocupan en observar personas pobladas de detalles, trazando en la memoria mapas de alguna plaza, de alguna calle, de algún café parisino, de los recorridos de cada uno -de cuantas existencias sean posibles- personas que hablan de todo menos de sí mismos porque esos escondijos son exclusivos de las obsesiones y sus soledades (“… Llegan las palomas; me da la impresión de que hay menos que ayer […] Ayer había en la acera, justo delante de mi mesa, un billete de metro; hoy hay, no exactamente en el mismo sitio, un envoltorio de celofán y un trozo de papel difícil de identificar […] Un transeúnte vuelve a pasar por enfrente de la cafetería y parece sorprendido al verme todavía sentado frente a un vaso con agua…”1)

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