• Juan Antonio Montiel
  • 04 Julio 2013
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Por: Juan Antonio Montiel

La pregunta sobre literatura y sociedad hubiera sido mucho más fácil de responder hace algunos años, antes de que el PAN llegara al poder, y desde luego mucho antes del triunfo del «nuevo PRI». Si no la literatura como tal —dado que siempre hemos sido un país con poquísimos lectores—, los escritores tuvieron, durante muchos años, una influencia social extraordinaria. El gran crítico uruguayo Ángel Rama lo explicaba en un libro tan lúcido como desconocido: las sociedades de la América española, administradas por una burocracia colonial que era al mismo tiempo remota y muy celosa del orden jerárquico, concedieron una importancia sin precedentes a los escritos. En este contexto, los «letrados» gozaban, naturalmente, de un enorme prestigio: eran, al fin y al cabo, los únicos capaces de traducir las disposiciones del poder, casi siempre imposibles de entender —y no digamos ya de cumplir— a la vida y a la lengua cotidianas. Sólo si tenemos esto en cuenta podemos entender que escritores como Juan José Arreola, Octavio Paz y Carlos Fuentes, entre muchos otros, condujeran programas de televisión en los que hablaban de todo menos de literatura. Los escritores, antes de la presidencia de Vicente Fox, eran auténticos interlocutores políticos, y quienes detentaban el poder aspiraban a compartir un poco de su prestigio. Fox fue el primer presidente decididamente analfabeto, y a partir de entonces la correlación de fuerzas no ha hecho sino alterarse en favor de los políticos —o de los técnicos, en el mejor de los casos. Que el entonces candidato Peña Nieto no supiera bien a bien quién era Carlos Fuentes es una señal inequívoca de esto que digo. Por supuesto, una vez perdida su función tradicional, los escritores se vieron forzados a repensar su papel, pero no creo que a estas alturas hayan logrado resultados cabales.

    El foco se ha desplazado, a pesar de los deseos de muchos, de la figura del escritor a su escritura efectiva: a su literatura, y no creo que debamos sentirnos mal por eso. La escasez de lectores complica las cosas, desde luego, pero eso no quiere decir que la literatura haya quedado sin opciones. No quisiera sonar muy teórico, pero estoy convencido de que la verdadera batalla política se ha jugado siempre en el terreno del lenguaje; no en balde la lengua es el punto de partida de toda convivencia humana. Ofrecer palabras nuevas, o bien rescatarlas de sus usos ideológicos, es importantísimo: supone la posibilidad de mirar la realidad de frente o bien de darle la espalda. Cuando se plantea la posibilidad de que la literatura persiga «la estricta construcción de un lenguaje», me parece notar una suerte de desencanto; en mi opinión, sin embargo, esa construcción, entre más estricta sea, más peligro político supone para los poderes establecidos, que están siempre luchando por fijar el sentido de las palabras. Salinas lo intentó con la palabra 'solidaridad', y no creo que lo haya conseguido, quién sabe si en parte gracias a la literatura y a la poesía, que no han dejado de disputarle esa palabra.

    En cuanto a si una sociedad puede mejorar gracias a la lectura, tendría que responder: a la lectura de qué. La complejidad del mundo hace de la literatura y de la poesía un dispositivo necesariamente complejo. Habituarnos a la complejidad y pensar: eso sí que podría mejorar las cosas, incluso más que actuar, cuando menos en el sentido en que hemos venido haciéndolo —y quién sabe si en todos sentidos.

 

Profética, como tal, es producto de la buena fe, y sólo por eso se convierte, teniendo en cuenta cómo están las cosas, en un proyecto casi subversivo. Sólo hay que observar las reacciones de la «sociedad« a la que José Luis Escalera pertenece, y que, hasta donde sé, lo considera poco menos que un loco.

Por otra parte, creo que el impacto social de Profética es evidente: hizo aparecer, como por arte de magia, a un grupo de gente que muchos poblanos suponían inexistente. No se han robado todos los libros, no han destruido las instalaciones hasta el punto de dejarlas inutilizables: no parecen mexicanos. Lo que podemos hacer para reforzarlo es bastante obvio: dejarnos de mezquindades. Los poblanos somos una especie particular de caníbales, y nos aprestamos a devorar a cualquiera, sin distinción de personas.

(Juan Antonio Montiel, poblano, poeta, filósofo, editor y traductor. Entre sus traducciones recientes esta Los cuadros de Brueghel, de Williams Carlos Williams, Editorial Lumen, 2009)








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