• Gabriel Wolfson
  • 04 Julio 2013
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Por: Gabriel Wolfson

La literatura cumple un papel, sin duda, aunque no sepamos bien cuál, ni cuál es el papel que querríamos que cumpliera. Tampoco sabemos con certeza si seguimos entendiendo por literatura lo que creemos o creíamos entender: se trata, más que nunca en la época moderna, de algo definido y determinado por montones de agentes, jaloneado y disputado desde muchos frentes.

            Dado eso, suena difícil, aun en el caso de que quisiéramos, exigirle a la literatura tal o cual compromiso. Sin embargo, me parece claro que, sea lo que sea, la literatura sirve para muchas cosas, y esa “estricta construcción de un lenguaje” no sería ni mucho menos un objetivo menor o desdeñable: ojalá se consiguiera a menudo. ¿Por qué? Porque esa realidad, con la cual querríamos comprometernos, depende de cómo la encaucemos lingüísticamente, y la literatura, junto a muchas otras prácticas verbales —el periodismo, la docencia, la conversación, etcétera—, puede ahí incidir: criticando, develando, ampliando, rechazando, en fin. Dos ejemplos: el terrible Karl Kraus, maniático escritor de apuntes y notas, entregado a la pasión se supone que tan vana de hacer pedazos el periodismo de su tiempo; Reynaldo Arenas, enfermo y desahuciado, entregado en los últimos momentos a una sátira frontal del castrismo que es, a la vez y por fortuna, una de las empresas lingüísticas más vitales de nuestro continente.

En la lectura puede basarse la construcción de una mejor sociedad, cada vez lo creo más. Lo que no tengo en absoluto claro es qué sería una mejor sociedad, o cómo sería, y más bien tendemos a desconfiar, quizá con mucha razón, de quienes creen tenerlo claro. Lo mismo se diría sobre las mejores personas, una cláusula —sobre todo cuando se le agrega el folclórico adjetivo: persona humana— que huele a sociedades de beneficencia. No tengo nada contra las sociedades de beneficencia, desde luego, excepto si los esposos o las esposas de sus miembros no pagan impuestos. En fin. Teóricamente, ya se sabe, la lectura no hace mejor a nadie: ahí están muchos nazis o, más domésticos, López Portillo. Ya en la práctica, sin embargo, parece que en general ayuda a confrontarse éticamente y a matizar nuestra idiotez, tan notable en muchos de nuestros políticos en activo.

 

Mi experiencia en Profética ha sido fantástica: mi lugar. De adolescente, por desgracia, hice de algún Vips mi lugar, pero también, por fortuna, fue mi lugar un bar llamado La obra, en la 3 oriente. Profética ha sido mi lugar más o menos desde marzo o abril de 2004. Ha habido cambios: hubo tumbonas en el patio, de pronto tapizadas con piel de vaca, donde retozaban parejitas o tríos; hubo meses cuando sólo se escuchó Lágrimas negras del Cigala; hubo al principio un estudio de grabación —‘laboratorio de voz’, como humildemente se le llamó— que no sirvió para casi nada; hubo un mesero discreto, oportuno y jugador de ajedrez, Misra, muerto recientemente, al que seguimos recordando con afecto; hubo un gran librero, el maestro Pepe, y hay una gran librera, miss Fran; hubo un videoclub de triste fortuna que al quebrar nos vendió cuatro películas de Tarkovski y un cartel donde Vito Corleone dice “I´m gonna make him an offer he can´t refuse”; hubo jocoques sospechosos, papas muy bravas, güisquis y deliciosos huevos benedictinos; hubo caídas estrepitosas en la fuente del patio y cierres apoteósicos a las seis de la mañana; hubo la etapa alcohólica del Gallo López y la etapa abstemia del Gallo López; hubo cuadros de Gianni Capitani y libretas de Marcelo Gauchat; hubo ocho horas de Vejaciones de Satie y seis suites para cello de Bach; hubo cuarentaiocho mil seiscientas catorce imprescindibles presentaciones de libros; hubo sociedades teosóficas, círculos de Lovecraft y fiestas de graduación; hubo una bandera del Puebla de la Franja y otra de Fuera Marín; hubo peleítas de escritores, visitas de fuerzas vivas y otras migajas del star-system; hubo himnos jesuitas, vendedores de poesía, venerables eruditos de Harvard, pusilánimes candidatos a la alcaldía, ciclistas progres, fotos eróticas, psicoanalistas, notarios, entrenadores de futbol, diez conferencias de Juan Villoro, tertulias, ajedreces, internet inalámbrico, tres gatos y un ladrón de libros inmortalizado en Youtube. Y a pesar de que muchas veces ha habido en Profética gente que detesto, ni ellos han dejado de ir ni por ellos Profética ha dejado de ser mi lugar. Y eso lo resalto, como miembro de pleno derecho de la sociedad civil, como la mejor definición práctica de espacio público que conozco, y pido a los tres niveles de gobierno que no intenten apoyar ni contribuir para que no lo echen a perder.

Y desde luego, una biblioteca: la labor más tenaz, silenciosa e importante de Profética en estos diez años.

(Gabriel Wolfson, escritor. Profesor de tiempo completa en la Escuela de Letras en la UDLA Puebla. Asociado de Profética. Entre sus libros, Los restos del banquete, Libros Magenta, 2009)


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