• Margarita De los Santos Flores
  • 14 Noviembre 2013
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Por: Margarita De los Santos Flores/Taller de Periodismo Narrativo

Al fondo del valle, ahí está mi pueblo, Santa María Coatepec, yo misma la tomé desde las faldas del cerro “El Brujo”.

He olvidado mi libro en este viaje. La próxima vez, el próximo domingo traeré El Quijote.

 

Regreso a Puebla desde mi comunidad como he acostumbro hacerlo cada domingo durante los últimos cuatro años. Un suplicio el camión, pero también tengo la oportunidad de ver mi tierra.

 

Santa María Coatepec pertenece al municipio de San Salvador el Seco, a tan solo cinci minutos de la cabecera. Ya son las 4 de la tarde con este nuevo horario de otoño 2013, yme encuentro en la parada, esperando impaciente como lo he hecho siempre, la llegada del próximo camión. El problema de viajar en una de estas líneas,  Valles o un AU, es su infinita tardanza y sus paradas continuas; no hay viajes directos a la Ciudad de Puebla y el viaje se extiende por más de dos horas, cuando el tiempo en auto se reduce a poco más de una hora.

 

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A las 4 y 20 aparece el autobús. Me trepo ansiosa por llegar pronto a la CAPU. Sin embargo, a lo largo del trayecto observo a la gente, sus cosas, sus acciones, objetos y gente de todo tipo, como cada fin de semana.  He aprendido a mantener la visión un tanto perpleja pero muy enfocada, todo me distrae, todo llama mi atención, ya sea desde la ventana del asiento catorce, en el que ahora estoy sentada, o en el interior del autobús. Todo es nuevo, todo es distinto, pero todo es lo mismo.

 

A la salida de mi comunidad observo casas de un solo piso, algunas de sus fachadas contienen anuncios de eventos de hace dos meses, que ya fueron realizados, pero que no han quitado aun de las paredes; a lo lejos observo ese gran cerro que extiende sus faldas hasta las orillas del poblado, conocido como “El Brujo”. Algunos dicen que desde la salida de Vía Rinconada, en dirección a de San Salvador el Seco, se puede admirar el cerro desde otra perspectiva, pues existe un punto crucial en el que dicha montaña parecería tener forma de mujer recostada extendiendo un brazo hacía un pequeño cerrito en El Seco, al cual se le atribuye ser hijo de la mujer, pero esa leyenda no muchos la conocen y se ha ido perdiendo la tradición de contarla.

 

Al fin salimos de Santa María Coatapec. Algunas de las casas que se alcanzan a ver desde la carretera de ambos sentidos tienen techos de lámina y otras son de concreto, pero muchos techos se adornan con calabazas y granos de maíz o mazorca para que se sequen con los rayos del sol; a veces colocan una que otra cosa diferente, como ollas de barro, cazuelas de barro, tendederos de ropa húmeda, zacate, muñecos para el día de muertos hechos de paja y vestidos con prendas viejas y con máscaras aterradoras. Todo eso veo ahora. En las afueras, se pueden admirar algunos cultivos de maíz y huertas frutales, manzanas, peras, capulines, duraznos y ciruelas, cada uno con sus diferentes etapas de desarrollo y duración. Reconozco su orden: primero se da el capulín, luego el durazno, después la ciruela y por último la manzana y la pera, sólo que esta última es más conocida como “perón” por su tamaño, es más grande y pesada, pero también jugosa y dulce. Es muy frutal la zona, porque habitamos un extenso valle fértil rodeado por una serie de montañas boscosas y cerca de ahí se encuentran dos lagunas, la de San Jerónimo Aljojuca y la de San Miguel Tecuitlapa, peroesta última ya se está secando por completo y se desconocen las razones.

Atrás quedó Santa María, y su autohotel, su villar, su cancha de futbol artificial y su estacionamiento son sus últimas señales. Ahora paso por un pequeñísimo cerrito arbolado, y ahí añoro la naturaleza rural, las tradiciones y cultura de mi pueblo, donde aún sobreviven las ferias, los eventos culturales de danza, de bandas musicales de percusión, de juegos artificiales, de procesiones religiosas acompañadas de algún santo o virgen.

Es mi pueblo, y lo dejo atrás cada fin de semana.

 

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De repente, despierto de mi fantasía recordatoria por un frenón que hace el chofer, y no lo puedo comprender. Choferes maduros y choferes jóvenes: no logren frenar a tiempo. Los más jóvenes, en su acelerada carrera por competir con otros conductores de las líneas contrarias, bajan a la gente un metro más allá de la estación permitida. Por fortuna las autoridades han puesto un ojo sobre ellos y ya no compiten por llegar primero. Por supuesto, primero se ahogó el niño: no hace mucho tiempo en las afueras de Acatzingo hubo un accidente, se volcó un autobús de la línea Acosa amarillo por exceso de pasajeros y velocidad, hubo varios muertos y heridos como resultado.  Después de lo acontecido, cada pasajero toma sus precauciones para salvaguardar sus vidas; procuran abordar el autobús con menor cantidad de pasajeros a bordo o reportan al conductor con sus jefes.

 A partir del frenón dan las 4 y 25 y ya estoy en San Salvador el Seco. Hay gente que se dirige a la parroquia principal, seguramente para escuchar misa; otras, están sentadas en el parque descansando, y otras más, transitan por la calle. La parada es en la vuelta del cruce de la carretera federal Puebla-Veracruz, y el camión vuelve a detenerse,  algunas personas bajan y otras suben. Finalmente arrancamos de nuevo.

A las 4:30 ya estamos cerca del cruce del tren, conocido también como Vía Rinconada. Ahí otra carretera lleva varios pueblos que están a asentados en las faldas de esa pequeña sierra que lleva hasta el cerro del Pinar, ya frente a la Malinche: Soltepec, Santa Margarita, entre otros. Aquí se sube siepre al autobús un heladero; los helados son de sabores frutales, de crema, muy fríos, por lo regular siempre los hay de nescafé, fresa, pistache o de vainilla; y tras él una vendedora de galletas de maíz algo porosas y blancas, y cochinitos de panela, con la ocurrente forma del animal, pero delgados y dorados. Ellos irán con nosotros hasta Villanueva, la siguiente para, del otro lado de la serranía boscosa que separa a El Seco y a mi pueblo del valle que cruza la autopista México-Veracruz; son 20 minutos desde Vía Rinconada. Allí nuevamente sube un vendedor, ahora lo que ofrece es una pomada para los pies, un producto de la marca Meyer, la cual no dejaba de promocionar, pasando a cada asiento del pasajero para mostrársela, dejándola en sus manos para que la leyera o la probara. Algunos de estos productos funcionan de manera sorprendente a pesar de no ser de laboratorio, pero también venden cosas que no funcionan o que son poco eficientes, y en con sus discursos los vendedores tienen que valerse de mañas, como si fueran médicos expertos en plena consulta. Pero esta vez ningún pasajero adquiere la pomada.

A las 4 y 45 ya estamos por la Candelaria, y sólo veo cultivos y cultivos de nopales y tunas que se alargan hasta el poblado de Santa Úrsula, intercalados con los cultivos de maíz, la flor de cempasúchil y la hierba silvestre. En ese tramo no hay pasajeros que esperen el transporte, así que el chofer acelera de corrido con toda precaución hasta el siguiente poblado. En cinco minutos estamos en San Antonio Portezuelo, en cuya entrada hay una capilla de la virgen de Guadalupe. La carretera cruza cultivos de verduras hasta llegar a la ciudad de Acatzingo. No llegamos al centro, y como siempre los pasajeros tienen que abordar el autobús a la entrada de la ciudad. Ahí esperamos siete minutos. Pero nadie se acerca a la parada. Alguien grita desesperado al conductor: “ya quiero llegar a mi casa”. Lo tomó como una orden, pues el chofer arranca el autobús. Lo he visto en muchas ocasiones: si no hay “boleteros” que vendan abajo el boleto para abordar, los choferes siempre están al pendiente de la gente, pues si pagan arriba, el chofer puede utilizar ese dinero o bien, para pagar caseta o para guardarlos en su bolsa, así que están muy al pendiente los inspectores, que pueden aparecer en cualquier pueblo, comunidad o ciudad, se suben y para revisan que todo esté en orden, checan las maquinas boleteras y cuentan los pasajeros a bordo, si las cifras no coinciden pasan exigiendo a cada persona su boleto para cerciorarse de cuál pudo ser la falla; si la falta es grave, sancionan al chofer o al pasajero que se quiso pasar de listo pagando menos para ir a un lugar cercano, cuando se hacen los dormidos y su fin es llegar más allá, sin gastar más. Son cosas que suceden con los frecuentes aumentos del pasaje y los “gasolinazos”.

 

A eso de las 5:00 pm. ya nos encontrábamos en la carretera principal de Puebla. Nos han inspeccionado dos veces por dos personas diferentes, uno en la Candelaria y otro en Acatzingo, y han rayado nuestros boletos con tintas diferentes. Pero ya estábamos rumbo a Puebla al fin, cruzamos puentes, y a la vista pasan más sembradíos de maíz y verduras, y poblaciones pequeñas, y no hay muchos pasajeros que bajen o suban, nuestro camino es continuo, un tanto aburrido y cansado, y muchos pasajeros terminaron por dormirse. Es el caso de mi compañera de asiento, quien en su momento de abordaje se sentó a mi lado, sacó de una mochila gris con café una revista de deportes de la NBA con una portada de jugadores de basquetbol que apenas manoseó, pues se quedó dormida en un punto medio.

Alguien le grita al chofer que no le hizo la parada cuando quería bajar. Y él toma medidas drásticas para que los pasajeros no le vuelvan a reclamar por haberse pasado de estación; enciende el aire acondicionado para mantenernos despiertos. En ratito vamos congelados. El silencio ha tomado al camión,  el cansancio y el tedio dominan, y cosa rara, el chofer se ha olvidado de la música para ambientar, y todo ocurre en una especie de marcha fúnebre, como los minutos de silencio que se guardan por respeto al difunto, sólo que estos se alargan y crean un ambiente de pesar.

Me contagio de ese sueño, no recuerdo una parte de la vista por la ventana, sólo me queda en la mirada en una tarde gris, con una semiluz lejana que atraviesa las nubes e ilumina una ciudad muy débilmente sin dar esperanza de que vuelva a surgir.

 

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Pero no me deja dormir el mal olor que se encierra dentro del autobuss. En ocasiones es insoportable, como ahora, pareciera que un gato se hubiera orinado en los asientos, huele a pañal sucio, a comida podrida, la basura de todos los días se junta, la basura de los pasajeros debajo de los asientos, sobre ellos o del lado de las ventanillas. Así son los camiones que van y vienen de los pueblos a la ciudad. Además, con lo del nuevo gasolinazo que arrancó el día 7 de noviembre, una vez más ajustaron tarifas al transporte público. Ahí está pegado el anuncio en el asiento. Y no sólo en la terminal poblana, sino también, en las casetas. Es así que, el boleto de pasaje cuesta $4.00 más.  Me digo que no es solo eso, que todos los años durante los inicios de temporadas vacacionales decembrinas aumentan precios con el pretexto del incremento del costo de la gasolina. En 2008 el boleto para ir a Santa María era de $31.00; en 2009 subió dos pesos más, y para 2010 ya estaba en $37.00; en 2011 estuvo a $43.00 y para el 2012 incrementó $4.00 más; y ahora, en 2013, sube nuevamente esa misma tarifa, estableciendo el costo en $51.00. Claro, era de esperarse, a los viajeros no les parece, pero la mayoría fue tomada por sorpresa al adquirir su boleto en las filas de espera. Mientras que la información sólo se daba a conocer a través de anuncios a tamaño carta en un cristal del autobús, detrás del asiento del conductor.

Como el que he visto en todo mi recorrido.





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Por fin llegamos a la CAPU. Descendemos rápidamente del autobús, queremos liberarnos de una vez, como si quisiéramos salir de un monstruo de metal que nos había tragado. Al dirigirnos a la salida de la central, todos queremos subir al mismo tiempo a las escaleras eléctricas, por lo regular es así, siempre las subimos en tumultos, y es ese mismo peso el que las descompone y provoca que las clausuren un día completo y hasta a veces tres días más. Hoy, por fortuna, soportan el tumulto.

A partir de aquí sigue el suplicio.

A las 5:45  de la tarde me subo a una micro a las afueras de la terminal, de la ruta Xilotzingo para ser exactos, la cual recorre el boulevard Norte y toma rumbo hasta el otro lado de la ciudad: la Fayuca y hasta la 32 poniente, allí da la vuelta y regresa para bajar por el puente y dirigirse a mercado Hidalgo; a diferencia de la Fayuca, mercado Hidalgo es el más concurrido, allí se aglomera la gente y el trafico vial, ni se diga, es el más espantoso de la ciudad. Me despavilo. En el microbús la gente es poco comunicativa, muy pocos hablan; en los asientos de adelante una chica coqueteaba con su amigo, acaricia su brazo derecho y le pellizca la playera, sonríen y los dos parecen estar muy a gusto, son los únicos que charlan en voz alta. Llegamos a la China Poblana, en una taquería que está en plena esquina fríen carne al pastor, son los “Tacos La China Poblana”, con ninguna higiene en ese establecimiento, pues con tanto tráfico y tránsito por esa calle, la carne enfermará a los consumidores.

Dadas ya las 6 de la tarde, estamos en la 4 Oriente. Me bajo de la micro y continúo mi camino a pie, sé que tengo que recorrer cinco cuadras y media para llegar a mi departamento; así que me pongo unos audífonos y escucho música y camino a toda prisa. En el Parían la gente pasea y mira los artículos en venta, y del otro lado, por el Barrio del Artista, la gente está sentada en las bancas, toma café y conversan amenamente. Más arriba, siguen abiertas algunas tiendas de artesanías, espejos, ropa y zapatos; mientras que en las siguientes cuadras casi no hay gente, pero sí un tránsito concurrido de autos; una monja vestida de café vende dulces típicos y rompope, pero ya la calle se ve desierta, aunque las tiendas de productos y estacionamientos siguen a la espera de clientela. A pesar de que son ya las 6 y 25.

No he dejado de ver el reloj.

Después de todo, me doy cuenta de que he sufrido un cambio radical del campo a la ciudad, es el ambiente. En el pueblo todo es más calmado, el aire es más puro, el cielo es más azul y los rayos del sol no dejan de iluminar hasta que oscurece completamente. Y si está nublado, es más apacible la tarde. En la ciudad, se nota el cambio, lo percibes en los olores y en su actividad, sobre todo ese olor a smog, a drenaje, a comida frita y a perfumes de toda especie que la gente utiliza, y los olores se mezclan y confunden al olfato y te provocan sensaciones indescriptibles.

O tal vez sea la propia reacción de la llegada a algo nuevo.

 

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A las 6.45 estoy en casa.

Siempre estoy al pendiente del reloj por si se me hacía tarde el llegar a mi destino, y porque el viajar nos hace aferrarnos a él, pensamos que el tiempo se nos viene encima y la noche caerá demasiado pronto. Así somos los viajeros, queremos llegar pronto y no logramos hacerlo, el tiempo se apodera de los nervios y la desesperación de los que se apresuran termina por aburrir al que ya no le queda de otra, más que esperar.

No he dejado de ver el reloj. Y lo hago ahora que escribo. Tic tac, frenón, subir, bajar, arrancón. Tic tac en la vida de una muchacha del campo estudiante en la ciudad.

 

Margarita De los Santos Flores/Estudiante de Lingüística y Literatura en la BUAP/Taller de Periodismo Narrativo.

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