• Victoria Sandoval/Taller de Periodismo Narrativo
  • 20 Febrero 2014
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Ya una compañera mía habló anteriormente en este portal sobre los indigentes que piden limosna en nuestra ciudad. Esta vez voy a tratar un asunto similar: también se trata de quienes piden limosna, pero no me refiero a los indigentes.

Quien sabe de negocios nos podrá decir que no hay mejor cliente que quien se encuentra “cautivo” mientras le vendemos nuestro producto. Pues bien, hay veces que, cuando nos encontramos disfrutando un café con los amigos, leyendo en algún parque, viajando en autobús o esperando en el consultorio, nos aborda algún extraño con una historia que contar, siempre seguida de alguna clase de petición.

Asumo que les ha sucedido también a ustedes, probablemente hasta los han abordado las mismas personas que a mí, de todas formas les daré, como ejemplo de lo que estoy hablando, mis propias experiencias:

 

Cajetillas de cigarros para quienes toman café

La primera vez que lo vi en verdad sentí pena por él.

Tiene como 60 años, lucía delgado, casi demacrado, su ropa estaba limpia pero vieja y raída, tenía ojeras y un dejo de desolación en la voz. Estoy segura de que me ha dado su nombre pero, abrumada por el resto de su discurso, en seguida lo olvido. El señor trae unas cajetillas de cigarros que obviamente trata de vender, pero no va directo al grano. Primero se presenta, dice ser jubilado con una mínima pensión que apenas y le alcanza para vivir, sin embargo –cuenta él- le acaban de robar su quincena hace un par de días, por lo que se ve obligado a vender unas cajetillas de edición especial que pudo comprar. Yo no fumo,  además lo mecánico de su discurso me hace dudar, el señor me pide una cooperación, o algo de comer… Es en este punto en el que justifico mi duda anterior: probablemente lleva todo el día vendiendo, y tal vez ayer igual, sí, por eso suena mecánico.

 

Un ataúd para una madre recién fallecida

Estoy sentada en una sala de espera del hospital San Alejandro, preocupada por la salud de mi madre, cuando entra un hombre pidiendo la atención de los presentes. Ronda los cuarenta, alto, robusto, semblante de tristeza. Cuenta su historia con soltura, no parece un discurso preparado, no tiene descripciones lastimeras ni lloriqueos: dice de forma directa que su madre acaba de fallecer y que no tiene dinero ni para su ataúd. Nos mira a todos, se toma un momento para recomponerse de la impresión que dejaron sus propias palabras, agradece la atención y procede a acercarse a quienes le ofrecen dinero. Logra conmoverme pero no tenía ni un peso para darle, me limito a desearle suerte.

 

Pulseritas artesanales

El Barrio del Artista es propicio para que te vendan, valga la redundancia, artesanías. Éstas vienen con una historia: las hacen ellos mismos, sin embargo resulta que la policía los cachó vendiendo y les quitó toda su mercancía. Claro que lo cuentan con simpatía, son estudiantes como yo, el comercio informal es algo común y necesario; qué poca madre que les quiten la mercancía que tanto trabajo les cuesta elaborar. Venden pulseritas hechas con hojas de tamal y cuentitas de colores, las estaban dando a quince pesos cada una pero andan muy apurados con el dinero y las dejan a diez, hay que apoyar la elaboración de artesanías mexicanas.

 

Hijo moribundo

Pide permiso al chofer de la ruta 54, sube y cuenta su problema. Es padre de un pequeño de cinco años que tiene una enfermedad muy extraña, el seguro cubre el tratamiento básico pero su hijo está en una etapa muy avanzada y necesita dosis más fuertes que las que le dan: en vez de una inyección a la semana le estaban dando una cada tercer día desde la semana pasada, además las necesita un día sí y uno no. El padre entró en desesperación puesto que las inyecciones le cuestan 1000 pesos cada una y ya no puede costearlas En el autobús viaja una mujer paramédico, le pide sus datos al hombre y un teléfono dónde localizarlo, ella le dijo que conoce organizaciones que podrían ayudarlo y promete ponerse en contacto con él después.

 

La vida que se cuenta y se pide

Todas estas personas, como les dije antes, tienen historias que contar, historias que por cortesía debemos escuchar, que apelan a nuestras emociones, y cuando nos damos cuenta ya sentimos simpatía por ellos. En mi caso me han robado como al hombre que vende cigarros, he temido por la salud de mi madre y porque yo tampoco tendría dinero ni para los preparativos, he trabajado como estudiante y he sido víctima de abusos de autoridad, he tenido primos pequeños con la salud muy delicada. Me gustaría pensar que si yo me hubiera visto en la necesidad de pedir ayuda a extraños me la hubieran brindado, por lo que trato de ayudarlos yo.

En en el mismo café, meses después, escucho la misma historia del señor al que le di un sándwich. Le acaban de robar su quincena, tiene hambre, reconocerlo me hace voltear, el hombre siente mi mirada, creo que me reconoce pues al pasar junto a mí me dedica una sonrisa tímida y no trata de venderme nada. Después de verme no visita las demás mesas.

Otro día acompaño a mi madre a otro hospital, veo un letrero afuera de la sala de rayos x con la fotografía del hombre que no tenía para enterrar a su madre junto con un texto que denuncia su historia como falsa,  y se nos pide que se alerte a los demás de sus mentiras puesto que vive de ellas.

En la misma semana que vi a los estudiantes vendiendo pulseras fui a una tienda de bisutería, cerca del Edificio Vacas, ahí había una caja muy grande rotulada como mercancía en oferta, dentro había bolsas con las mismas pulseritas, 20 piezas por diez pesos. Mercancía hecha en China, sí, probablemente artesanal.

El hombre del camión fue con el que más tiempo pasó para que me desengañara. Fueron casi cinco años después que lo vi en una ruta distinta, pero su hijo aún tenía cinco años, aún estaba en las dosis que acababan de subir.

¿Acaso estas personas se alimentan sólo del engaño? Vivir de las emociones de los demás parece ser cosa de músicos, de escritores, de cineastas, sin embargo hay quienes hacen de ello una forma de vida en las calles de nuestra ciudad. Podría decir que me arrepiento, pero no puedo decir que no volveré a caer.

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