• Günter Petrak
  • 16 Octubre 2014
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Había una vez un virrey que soñaba con ser rey. Su hogar estaba en la cima de una histórica colina donde próceres pretéritos defendieron el honor del reino. Centenarias fortalezas de piedra hoy convertidas en decorativas accesorias de los jardines de palacio, vigilaban el angelical trazado de la ciudad que se extendía como tapete hasta otra colina no muy lejana donde antiguos moradores edificaron una pirámide. La civilización aquella habíase visto avasallada por hombres barbados de allende el mar océano y sobre la enorme pirámide, la de base más grande que humanos ojos hubieren visto, edificaron su templo. La nobleza de esa gente sencilla arrastrada al vasallaje, sin embargo, permitió su adaptación a las nuevas condiciones impuestas por los conquistadores y poco a poco, a lo largo de los siglos, acogieron la devoción trasplantada y encarnada en una imagen a la que llamaron “La Virgen de los Remedios”. Durante casi quinientos años vivieron en paz con la tierra y con su prójimo, más aún después de haberse librado de los barbados hombres que los aherrojaron… No imaginaban que la perfidia del virrey traería a aquestas comunidades horrores sin fin y tenebrosos hados…

 

El virrey asomose al balcón de su palacio no sin aprensión. Había aprendido a disfrutar el suave y rumoroso vuelo de sus máquinas voladoras de nombres tan estrambóticos como “Augusta Grand” y “Augusta Koala”, nombres, por lo demás particularmente acordes con su ilustre investidura y personalidad; pero, contradictoriamente, la altura de casi tres varas (unos dos metros) de su egregio balcón, le provocaba vahídos. Por eso no es de extrañar que un día hubiese pasado por su lúcido pensamiento la idea de mandar a diseñar y construir una máquina que si bien se balancease sobre el suelo, estuviese atada a él mediante un sofisticado sistema de poleas, torres y cables en continuo desplazamiento. La idea pareciole digna de ese rey que aún no era, pero que sin duda sería cuando fuese menester. Y para rubricar ese momento de feliz inspiración decidió que la tan novedosa máquina por su mente pergeñada se llamase “teleférico”.

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Episodio 2: Donde el atribulado virrey recibe inspiración divina para utilizar a originarios habitadores del virreinato para someter a sus prójimos a los caprichos de su majestad.

Confortablemente sentado en su ave mecánica, el virrey posaba la mirada a ratos aquí a ratos allá a ratos acullá sobre su vasto feudo y suavemente hamacado por el runruneo de su portentosa máquina voladora a punto estaba de abandonarse a plácida meditación tan dispar como los movimientos caóticos de su ojo izquierdo cuando del enmarañado laberinto de sus rodeos surgió el hilo de oro que a la postre lo coronaría de más oro, más oro, más oro, más… ¿y si mandase traer del exótico virreinato del virrey de la Cruz Azul ese nuevo oro gris llamado “cemento Portland” para alzar sobre el rectilíneo cuadrángulo de la angélica ciudad puentes y más puentes, tantos puentes como estrellas hállanse en el eterno lienzo del cielo? Sí, pero, ¿cómo justificárase la necesidad de tantos elevados viaductos? Por supuesto era él el virrey y sus designios lacrábanse con sangre, pero como comedido gobernante deseaba también el aplauso, el respeto y el cariño de sus súbditos, así que regresó al hilo de oro que lo condujese desde el enmarañado laberinto de sus cavilaciones hacia el oro gris y de ese a los puentes hasta que, por fin, como centella de Zeus, abriósele el entendimiento: puesto que las rúas de la angélica ciudad provocasen zozobra e infelices tribulaciones a sus habitadores y transitadores por efecto de tantos hoyancos, él, el generoso e ínclito virrey de los Valles, sustituiría los empedrados por grandes avenidas de oro, de oro gris por supuesto, pero sin cloacas, de modo que cada monzónica temporada las calles se convirtiesen en ríos. Así, el virrey se vería impelido a emitir grande decreto por el que se erigiesen innumerables puentes sobre el caudoloso fluir de los angelicales ríos… ¿Quién sería el maestro albañil ejecutor de tal portento? El virrey tenía en mente a un moro nativo del reino del cedro, allende los mares: Tino Gal Al Fayad, con quien ya había compartido empresas de gobernanza. El tal moro tenía dos grandes cualidades: administraba bien los dineros del virrey y era dócil.

Episodio 3: Soñaba el virrey que ya era rey y de su pueblo recibía los aplausos.

Y he aquí que por esos años del Señor, el virrey decretase como primera marca de su insigne legado, la instalación de un gran ojo rotativo que cual estrella de la angélica ciudad permitiese mirar el río de los parques y los primeros edificios erigidos con el oro gris llamado “cemento Portland”, que su majestad ordenara comprar al virrey de la Cruz Azul. No existen palabras para dar cuenta del regocijo del virrey ante tal portento digno del mejor de los hechiceros. Desde ahí podíase ver el Palacio del rey, pero también uno de anónimo magnate llamado “De Hierro” y un puerto de nombre muy inglés (refiérese a un reino de allende el mar). A esa obra seguirían hospitales de recónditos lugares, flamantes y relumbrantes en gris, y todos entrarían en loable manejo equipados con los más modernos aparatos, decretándose días de solemnidades y festejos por su atinada erección. También habría hospitales dedicados a la niñez; pero eso sí, ninguno para atender a los dementes, porque la sola idea de la locura aterraba al virrey. Así fue como, de paso, dispusiese que el único manicomio del valle se expropiase para usufructo y gran honra de su majestad… ¿Cómo --preguntose a sí mismo el virrey-- daré inestimable uso a tal espacio, que no invocase nefandos recuerdos de la locura? Y su majestad, que por lo demás hubiese carecido de infancia, tan sometido por su familia a la disciplina de prepararse para gobernar, vislumbró tener por fin ese tren que tantas ilusiones despertase en sus años mozos y que no había jamás poseído. El hospital de dementes sería una fantástica y ulterior estación donde repostar a los visitantes de otros reinos y el propio…

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