• Alejandro Ramírez Rojo/Taller de Periodismo Narrativo
  • 20 Febrero 2014
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Los territorios que no vemos.

El inicio de la jornada laboral  me hace encontrar a don Gregorio. Es viernes por la mañana y por el edificio Carolino recorre la calle un hombre de estatura media, con pantalón de vestir a rallas desgastado por el transcurrir de los años, una camisa de manga corta que tal vez facilite su trabajo,  y en la mano una pequeña caja de bolero.

Los boleros miran a los ojos y a los zapatos. Miran rápido, y miran a los lados.

La frase “una boleada joven” es clásica y la aplica a todos los que se les acerca. Y es así como me dirige la palabra. La voz del bolero se hace pequeña al aproximarse a mí. Me dice que esta no es su zona y que puede tener problemas con el hombre que bolea zapatos en dicho lugar. Tampoco puede trabajar en el Paseo Bravo. Pregunto las causas, por qué no puede llegar al Paseo. Me dice que existen lugares ya bastante dominados. ¿Quién se puede imaginar un problema territorial entre boleros en lugares de tránsito continuo de peatones? Pues aquí hay uno que lo sufre.

Su mirada va y viene. Al fin asume que no seré su cliente.

“No importa que se enoje el señor de aquí enfrente, hay que buscarle”, me dice el señor Gregorio. ¿Y que le puede pasar si invade la zona de otro bolero? Me dice que le quitarían la caja donde guarda sus herramientas de trabajo.

“Una boleada señorita”, dice al paso de una mujer joven que pasa cerca de don gregorio. La indiferencia de la joven le lleva a decir que ya no es como antes, las personas se han vuelto déspotas, lo desprecian. En su época la gente se detenía a platicar, a devolverse el saludo matutino, a dar y recibir gestos de  amabilidad.

“Las mujeres antes aceptaban los piropos”, cuenta risueño el bolero, y además agrega que la diferencia es que una mujer a quien le decía un piropo, en sus tiempos de juventud, le aceptaba el alago, en especial si era ingenioso y elaborado; en cambio hoy día es más frecuente que lo lleguen a insultar. En lo que lleva el año dos mil catorce ya se ha ganado tres insultos diferentes en distintas ocasiones. Don Gregorio me dice que cuando le dice a una mujer un alago, en realidad nunca lo dice en serio. Probablemente no es más que resultado de una tradición que ha cambiado.

“Probablemente ya no se acostumbra”, le comento.

Alcanzo a ver al hombre que bolea zapatos en la zona del Carolino, y don Gregorio intercambia miradas con él. Es una historia antigua, animal, la disputa por el territorio.

Pregunto más sobre el oficio. Brillan sus ojos, como los zapatos.

El señor bolero me dice que lleva ya muchos años trabajando así, y cuando escasea la chamba se arriesga a entrar en zonas que usualmente no trabaja. Me dice que su secreto para hacer brillar los zapatos es poner jabón de calabaza a los zapatos, grasa de buena marca y cepillar hasta obtener brillo.

Antes de regresar a su trabajo el señor me dice que lo puedo encontrar en el barrio Los Sapos, en Analco y también por los alrededores del barrio del artista, pero con mayor frecuencia en el zócalo de la ciudad.

Yo miro mis zapatos y me pregunto: ¿de quién es la ciudad? ¿Cómo se marcan los territorios?

 Una rápida despedida hace que don Gregorio se aleje en sentido opuesto a la competencia en su oficio, el señor bolero que yace a unos metros de donde me encuentro y que con mirada furtiva sigue los pasos de don Goyo.

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