• Paulina Mastretta Yanes/Taller de Periodismo Narrativo
  • 27 Febrero 2014
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La gente común se fue a Veracruz a visitar las playas durante el último puente, pero en mi caso no estaba interesada en broncearme bajo la luz del sol, sino en algo mucho más interesante: el pasado del Puerto. 



 Visitar el Fuerte de San Juan de Ulúa,  la fortaleza a las afueras del Puerto de Veracruz que por siglos fue asolado por los piratas y más tarde atacado por naciones extranjeras que invadieron México, como los franceses y norteamericanos, es sin duda una experiencia interesante pero a la vez perturbadora.

 

Al principio sólo era un pequeño islote donde estaba la casa del Gobernador de la Villa Rica de la Veracruz, también conocida como “La ciudad de Tablas” por la construcción de sus casas. Pero tras el terrible ataque del pirata Lorencillo, todo cambió y se transformó en una de las más importantes fortalezas de defensa contra los piratas en las costas del Golfo de México y el Caribe, y después en las sucesivas invasiones que la nación sufrió a lo largo de los años, y al final como una de las prisiones donde muchos héroes nacionales estuvieron prisioneros, entre ellos Benito Juárez. El mismo fuerte sirvió al ex presidente como sede de gobierno mientras Maximiliano estaba en el poder. 



Cuánta historia han guardado esos paredones construidos con el coral veracruzano, a falta de piedras que resguardaran a la ciudad con sus cañonazos.

Por muchos años la fortaleza estaba rodeada  únicamente por el mar. Ahora está escondida entre las grúas de los patios de carga y los enormes buques de transporte. Y desde sus baluartes se puede apreciar el gran Puerto de Veracruz en todo su esplendor. Ya no se ven los barcos de madera y vela que se movían con el viento, ahora nos atrapan los remolcadores que empujan buques pesadísimos que se despiden a golpe de sirena de la ciudad. San Juan de Ulúa ha perdido su función de proteger el puerto, y ahora mismo sólo sirve como un museo para el turismo y como un monumento importante para la historia nacional.

Recorro sus instalaciones entre grupos de turistas que escuchan atentos a los guías; cierro los ojos unos segundos y me imagino en el fuerte durante una batalla contra los piratas. Los cañones resonando, los soldados corriendo de un lado a otro en busca de municiones. Comienza a llover y la batalla continúa, hay heridos y la lluvia limpia la sangre. El fuerte permanece impenetrable, los piratas continúan atacando pese a la tormenta y los soldados seguirán luchando.

Mi mente se remonta al día en que el pirata Lorencillo desembarcó en el puerto de Veracruz,  el lunes 17 de mayo de 1683, y llegó a la plaza del pueblo y junto con seiscientos hombres más que estaban en tierra, asaltó y tomó el puerto, según la relación que Juan Ávila nos cuenta en la crónica Relación verdadera que hace fray Juan de Avila del suceso que hizo la armada de piratas en la ciudad de la Nueva Veracruz.

“Llegó el enemigo a las nueve de la noche, al río de Bergara, que está cerca de Veracruz, y echó en tierra ochocientos hombres, y con todo silencio, marchó por entre los médanos, sospechando lo hubieran conocido, y se hubieran prevenido en la ciudad. Envió algunas espías y entre ellas a un mulato que había estado en la Veracruz, que conocieron muchos y yo conocí.

“Venía por general, don Nicolás Bruñon que parecía ser de nación francés, en el talle y en lo cruel; traía consigo un hijo suyo muy galán y muy cortesano porque siempre que pasaba por delante de nosotros nos quitaba el sombrero; por almirante venía Lorencillo, de nación holandés, casado en las islas de Canaria, que anduvo en la Armada de Barlovento con plaza de artillero o piloto; por gobernador del tercio, monsieur de Agramont de nación francés.

“Constaba la armada de trece embarcaciones: seis navíos de alto bordo, cinco fragatas no pequeñas, una taratana, un barco de vela de gavia. La que venía por capitana era del general, los otros cinco navíos grandes eran de Lorenzo y los demás no sé de quién era. Salió esta armada del Pitibao que es en la isla de Santo Domingo, a la banda del norte que llaman Nueva Francia, donde está hasta catorce mil hombres en algunas poblaciones pobres, en que tienen muy poca artillería de hierro y gobernador tienen, según me dijo un hombre de España que estuvo allí prisionero el año de 82.

“Los piratas se dividieron para el saqueo de la ciudad y los ciudadanos fueron llevados a la catedral donde fueron encerrados. Un fraile de dicha catedral nos relata el ataque de Lorencillo en una crónica que habla desde la llegada de los piratas hasta  su huida y recuperación de la ciudad. En la misma, se relatan todas las crueldades que sufrieron por parte de los piratas.

            “En la iglesia se caían muertos hombres y mujeres, así aquel día como todos los cinco que estuvimos en la iglesia. Volviéronse locos muchos; los más que morían eran los niños y éstos de hambre. Me parece que los que murieron en la iglesia serían hasta cincuenta, fuera de los que murieron a balazos en la ciudad. Para enterrarlos era menester apretarnos, sobre no caber de pies, y estos era dándonos ellos muchos palos y no oyéndoles decir otra cosa sino “Mori Cornos”, y ultrajes contra España. Luego empezó a apestar la gente de la iglesia con los excrementos y cuerpos muertos, porque no nos dejaban salir fuera, aunque a los dos días nos lo permitieron a algunos, no a todos.

            “El  dominio de los piratas duró hasta el 30 de Mayo, y al día siguiente Lorencillo y sus hombres se hicieron a la mar, dejando cuatrocientos muertos, miseria y desolación.  Después se construiría el Fuerte de San Juan de Ulúa para evitar otro ataque como ese.”

           Abro los ojos. Unos niños juegan en una de las torres del fuerte, tranquilos, tal vez imaginando el mismo escenario en su inocente mente, incapaces de pensar que en esa torre tal vez cayó un soldado abatido por la metralla de los invasores.

Continúo caminando, me fijo en que las paredes de la fortaleza están hechas de corales, no había otra piedra más cercana que esa. El coral continúa ahí, sin moverse, sin las olas que lo mezan, sin peces que en él se resguarden. Una fortaleza de coral. Indestructible, al menos que alguien meta la pata, algún turista que en su descuido pise mal o toque algo que no debería y termine rompiendo una piedra que resistió ataques piratas y tormentas durante muchos siglos.

Mis pasos me llevan hasta las celdas de los presos políticos. Los turistas cruzamos un puente para llegar a ese sitio. Todo estaba bien hasta que me comentaron el nombre del puente que estábamos cruzando con tanta calma. “El puente del último suspiro”. Su nombre es suficiente para que se me hiele la piel y me imagine de nuevo otro escenario, ajeno al de los piratas, un escenario de hombres encerrados en esas celdas frías y crueles, sin poder escapar durante años y donde seguramente murieron.

No hay calma al cruzar ese puente, el último suspiro para aquellos que estaban vivos, porque al entrar a las celdas ya no se vuelve al mundo. Las entradas de las celdas están ahí, tranquilas, vacías y llenas de turistas con sus celulares y su curiosidad, pero en el fondo yo lo siento, si cierro mis ojos puedo escuchar al viento cruel y burlón decirme al oído: “Después de cruzar este puente, abandona toda esperanza”.

Escucho risas y abro los ojos, de nuevo un grupo de niños corre por las celdas frías y sus padres comentan admirados por el grosor de los paredones. Y comprendo: no importa lo terrible que haya sido ese lugar en el pasado, ahora estamos en el presente y debemos seguir nuestra propia senda en honor a todos los hombres que aquí estuvieron presos.

Dejo atrás San Juan de Ulúa, a sus héroes presos, a sus soldados muertos y a los piratas  atacando el fuerte. Con la imaginación el fuerte continúa con vida.

Resiste las embestidas del mar, del viento, del paso del tiempo.



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