• Paulina Mastretta Yanes
  • 24 Octubre 2013
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Por: Paulina Mastretta Yanes/Taller de Periodismo Narrativo

En dónde sea que nos encontremos, no tenemos la certeza de qué es lo que va a pasar. Un día importante en tu vida se puede volver el día más extraño del mundo, y ocurren cosas tan inesperadas que jamás pensaste que iban a suceder.

Este día es  importante para mí. Lo que va  a suceder es  realmente simple, tan simple que es  imposible no hacerlo: reunirse con un editor en la feria del libro organizada en el zócalo de la ciudad de México. Nada del otro mundo, no tengo que enfrentar dragones ni otras cosas más complicadas. Es simplemente reunirse con alguien en un lugar. Si lo logro o no, no es lo importante ahora, sino lo que sucederá en el trascurso del camino para ir a ver al editor.

No importa cuántas veces esté en el  centro de la ciudad de México, nunca dejaré de sorprenderme por  lo que encuentro, y aunque pasara por ahí todos los días, seguramente seguiría pensando lo mismo.

Comer en el restaurante El  Cardenal siempre será agradable, la comida es deliciosa y no hay problema alguno, y no resulta curioso que te encuentres a un político en ese comedero a dos cuadras del zócalo, pero sí es curioso para mí, poblana,  que sea Manuel Bartlett, gobernador  hace tiempo, cuando era una niña. Pero ahí está muy campante, un hombre con distintos tintes, el tinte de un dinosaurio y el tinte de un político que le dio vuelta a la tuerca de su camino y ahora defiende posturas de izquierda.

Dejamos a Barttlett  atrás, con su comida y los guardaespaldas invisibles fuera del hotel, para embarcarnos en el camino rumbo al zócalo de la ciudad.

La mayoría de la gente camina con tranquilidad, pero algunos van con prisa a sus asuntos; ves rostros blancos, rostros morenos, rostros extranjeros, una variedad que sólo puedes ver  en las grandes ciudades como la ciudad de México.  Y vendedores que tratan  de vender cualquier tipo de artículo a los pasantes que caminan por los andadores. Nuestro destino, el zócalo, y usamos como un faro enorme la Torre Latino, que se eleva altiva sobre las azoteas de los viejos edificios, y muy tranquila, se dice, sobreviviente del terremoto del 85, cuando simplemente no se cayó. ¿Habrá sido una especie de torre de esperanza para los que caminaban entre las ruinas?  

Veo un  grupo de gente reunida frente a un edificio en obras que me llama la atención. ¿Por qué hay tanta gente reunida? Tan sólo es por un payaso que está realizando un show a cambio de un par de monedas.  Por cuestiones de tiempo y de la pelotera que lo rodea decidimos olvidar sus payasadas. Pues circo hay para rato.

No es el único que entretiene a la gente; hay  distintos  espectáculos callejeros a lo largo del camino, pero el que más destaca es el de los perros acróbatas. Dirigen a los perros un hombre y una mujer jóvenes, y hacen ir de arriba abajo a dos perros negro con blanco –cuya raza desconozco-- con marometas que hasta que las vi, pensaba imposibles, como saltar la cuerda, girar, subirse a una patineta  y otras acrobacias para los que parecen  perfectamente adiestrados y su genialidad radica en ello. El show termina, y continuamos nuestro camino. Pero justo al lado derecho de los perros puedo ver de manera fugaz a una pareja de indígenas que representan  una danza típica del Perú. Y más allá  un hombre parado en una caja y vestido completamente de azul, inmóvil con una toga que cubre  su rostro, en sus manos sostiene  una pequeña caja que reza “Fortuna”. A sus pies un pequeño frasco con monedas da a entender que tienes que poner de tu parte, y yo deposito la mía y  con el mismo sonido de las monedas al caer  sobre el frasco, el hombre mueve  la caja que trae entre las manos, y cuando se detiene abre  la caja para que tomes  un papel con la fortuna de  en ese día. No diré cuál será la mía. Pero no dijo que el cielo se nos caería encima.

En la incertidumbre de si regresar o no regresar para tomar unas fotografías a los acontecimientos anteriores, gana mi atención un último show en ese recorrido: un niño vestido de vaquero canta  canciones románticas a la Pedro Infante o algún otro cantante de la época. Confieso que no lo reconozco. La potencia de su voz –o tal vez del micrófono—logra que aparezca Pedro Infante de entre los muertos. A punto de retomar nuestro camino sucede. Entretenida en este circo, he olvidado que el cielo existe. Primero son tres gotas de lluvia que nadie toma demasiado en cuenta, pero de repente esas gotas se multiplican mucho más rápido que el dos por cuatro que un niño multiplica, el cielo oscuro se abre y cae torrencial. A lo lejos, Bellas Artes está iluminado.

Todos los caminantes nos refugiamos en el lugar más cercano en ese momento: la Gandhi.  Apretadas afuera de la librería hay más personas de las que realmente entran a comprar libros en todo el día. “Abra espacio para los que van a entrar y salir de la tienda, por favor”, dice un guardia de seguridad pero sólo unos cuantos entran  y salen, de los demás ni quien se mueva. “Coloque su sombrilla en el jarrón de la entrada”, dice  el guardia a los que alcanzan a entrar. Y los que están fuera se preguntan  lo mismo: ¿Dónde está ese jarrón con sombrillas? Se ha quedado en casa.

,El tiempo que tengo es limitado, pues como recordarán voy a reunirme con el editor en el zócalo por lo que me aventuro y me lanzo a la lluvia con la esperanza de encontrar alguna manera de no empaparme en el camino, y así aparece un vendedor de paraguas, que seguro predice el clima y está preparado para en cualquier momento salir de su escondite a rescatar a los despistados que se confían del sol resplandeciente que alumbraba apenas hace unos minutos. Si contamos que cobra 50 pesos por paraguas, y el número de personas que se los arrebata, yo entre ellas, podemos dar por hecho que su negocio en ese día fue bastante favorable. 

Lo importante es que ya tengo un paraguas y avanzo con él en medio de la lluvia. Se pueden escuchar las mentadas de madre de la gente cuando el semáforo para peatones se pone  en rojo para que pasen  los coches, los que no tienen  sombrilla sacan así su coraje. Se ve la  originalidad para cubrirse de la lluvia, lonas, bolsas de papel, mochilas, y otros objetos pero el más singular sin duda es el de las policías. Ese escudo de plástico duro que en su tiempo sirve para salvarlos de las pedradas y cohetones de los ataques externos de tanto mexicano encabronado, ahora mismo ataja el agucero, y son cuatro mujeres policías las que forman una tortuga con los escudos levantados en alto para protegerse de la lluvia. No lo harían mejor los centuriones romanos. Interesante y digna de mención la agilidad de la fuerza pública. Y es la última imagen que puedo registrar en mi memoria.

Finalmente estoy en el zócalo. Sigue lloviendo, y he quedado de ver al editor en un café en la azotea del Hotel Majestic. Con un apetecible té me caliento tras la lluvia.

En lo profundo veo una gigantesca bandera mexicana, hondea al viento, y brilla por los pocos rayos que se cuelan entre las nubes tormentosas. Abajo, en la plaza, las carpas blancas de la Feria del Libro, resguardan a todos los lectores y vendedores que aún bajo la lluvia pretenden comprar y vender libros.

Aparece el editor, y la lluvia no para, y yo recuerdo al hombre estático y su cajita de la fortuna. 

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