• Dra. Emma Yanes Rizo
  • 08 Noviembre 2013
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Compilados por la Dra. Emma Yanes Rizo

Poco hablamos ya del ferrocarril en México. Y mucho menos de los ferrocarrileros. Entregado por el gobierno priista a las empresas norteamericanas en los años noventa --a las que prácticamente se les regaló la infraestructura férrea--, la existencia actual del ferrocarril nos parece tan lejana como los eventuales trompetazos de sus máquinas en el silencio de la madrugada.

El 7 de noviembre, sin embargo, no pasa de lado para todos los que valoramos la historia ferrocarrilera. Mundo Nuestro recupera tres cuentos escritos por trabajadores del riel en los años treinta del siglo pasado y con ellos confirmamos lo que en su momento representó para nuestro país la importancia económica y cultural de esta industria y este gremio. Los textos --compilados por la historiadora Emma Yanes Rizo--  fueron publicados en 1939 por la revista Ferronales como parte del I Congreso Nacional de Cuento Ferrocarrilero, y en el concurso participaron más de cien trabajadores. Ese solo hecho no deja de ser histórico. ¿Qué empresa en la actualidad, pública o privada, promueve un concurso así? ¿Qué historias contarían hoy los trabajadores electricistas o petroleros? ¿Qué historias contarían las miles y miles de mujeres que dejan sus vidas en las maquiladoras en la frontera? ¿Qué historias brotarían de las modernísimas plantas armadoras como las que opera Volkswagen?


Un cumplido maquinista del pasado

Por Arnulfo Caceles Zonino

 Diciembre, 1933.

Hasta hace poco tiempo en el sistema trabajaron máquinas particulares para manejar los propios trenes. El maquinista Hacendonio Salazar, de la ex División Monclova, anduvo a cargo de una máquina de la Compañía American Smelting y Befing Co; a la que cuidaba con cariño: la revisaba cuidadosamente cuando estaba en el taller, vigilaba a los mecánicos para que le hicieran bien los trabajos que él pedía; la tenía muy meticulosamente ocupada y siempre lista. No necesitaba lo que llamaran los “Call-boys”, él siempre sabía la hora que tenía que estar en la estación para salir con su máquina, conforme la lista de la oficina de Despachadores. Salazar cuidaba sobre todo el alumbrado eléctrico de la locomotora para evitar accidentes.

Generalmente viajaba de Monclova a Sabinas, rumbo al sur. Pero el 21 de enero de 1931 tuvo un misterioso choque con una máquina nacional a la que no esperaba. Al parecer, un maquinista de la división Querétaro-México, de apellido Chanems entró a trabajar a la división Monclova sin estar plenamente seguro de las costumbres, registros de agua, estaciones de combustible, etc. En Monclova rehusó que se le facilitara un ayudante, argumentó conocer la ruta. En Barroterán debía detenerse para el registro, pero la planta surtidora de carbón está a un kilómetro de la estación y los trenes no parecen la oficina telegráfica para no detenerse dos veces. El telegrafista, al ver pasar a Chanes, supuso que iba a ser lo que los demás, pero no fue así: se siguió de largo. Avisó inmediatamente al despachador, pero ya era imposible evitar la catástrofe. Salazar ya había salido de Asarco con su tren completo y entre ambas estaciones no había ninguna otra que pudiera servirles para señales. Como hay un lomerío, la vía, buscando el más franco camino describe curvas semejantes al rastro de una serpiente. Para mayor desgracia la máquina de Chanes iba con poco alumbrado, por que usaba carburo. En una curva éste divisó el haz de luz de la farola eléctrica y trató de detener la marcha de su máquina, a una distancia, cuando más de 200 metros. Pero Salazar no lo vio y siguió en plena marcha, hasta que el garrotero le gritó y alumbró a la otra locomotora a una distancia de 20 metros. El garrotero brincó y logró salvarse. El maquinista Salazar y su tripulación no pudieron saltar. Después de la colisión el único que quedó con vida fue el maquinista: Cuando llegó la patrulla de auxilio, Salazar, ante la imposibilidad de mover los brazos le dijo a uno de sus compañeros de  trabajo: --Oye, chorreado, en la bolsa del pecho tengo las órdenes. Quiero verlas de vuelta porque estoy seguro que no tengo la culpa. Después de confirmar su certeza suspiró para fallecer poco después.

                                                                           

 

Pancho

Por Macedonio Platas. 

Marzo 1934.

Viéndolo bien, si de algo podía enorgullecerse Francisco Sánchez, era de su físico privilegiado. No era un individuo de letras, ni un hombre de talento, pero era bien parecido por lo que daba cierta popularidad en la comarca que él sabía aprovechar para deslumbrar a las pollitas pueblerinas; con eso y su chamba de garrotero en el ferrocarril se sentía sentado en la mismísima gloria. Para mantener fresca su popularidad solía caer en la exageración. Usaba un sombrero fino hasta para el trabajo; llevaba el cuello con un paleacate rojo, siempre limpio; una camisa de seda perfumada y con botones y mancuernillas de oro con el cuello bordado por la novia; unos pantalones a rayas negras y grises de amplia valenciana; unos calcetines de colores variados y chillantes; además de unos hermosos choclos Walkquer, importados directamente de la fábrica. En éstos últimos se gastaba la mayor parte de su salario.

Todos los días, después del desayuno, Pancho limpiaba sus choclos hasta mirarlos con estuches negros de vidrio. A la hora del almuerzo, a la mitad de la jornada, o ya para acostarse, con la delicadeza con que el más curioso anticuario despojaba de polvo y pelusilla las reliquias de mayor precio para mantenerlas en perfecto estado de conservación, les pasaba una y mil veces el lienzo de manta destinado a ese fin. Por demás estaría señalar el hecho de que en curso del día, en el trabajo mismo, no eran pocos los mismos que hacían objeto a sus choclos. Aparte de darle  comodidad en los pies, éstos le daban cierta categoría que le distinguía de los demás.

La monotonía del trabajo cotidiano en el patio de aquella estación era interrumpida por la figura singular de Pancho que, ya apretando frenos, ya corriendo por el lomo de los carros, ya descendiendo de los mismos en forma graciosa, ya cortándolos o enganchándolos, ya haciendo señales al maquinista o abriendo cambios, se hacía distinguir, por su simpática forma. Muchos trabajadores se distraían de su labor por el solo gusto de verle, vale la pena mirar gozar a un hombre cuando trabaja con gusto y con alma.

Tal parecía que el conjunto de comodidad que disfrutaba su cuerpo hacía trascender hasta su espíritu  una agradable sensación de poderío. Con sus choclos Walk-Over, Pancho trabajaba encantado de la vida; comía con gusto lo que le preparaba su madrecita; dormía como un bendito; y se hacía consentir por Carmela, la muchacha con quien se pensaba casar. Nadie como ella aprobaba tan abierta y regocijadamente sus entusiasmos pueriles de hombre bien parecido y loco por sus zapatos y cuando Carmela le obsequió otro par de los mismos, él supo que sería su esposa.

Varias veces, en conversaciones sostenidas con sus compañeros de trabajo Pancho aseguraba que en caso de sufrir algún accidente, se habría resignado a perder un brazo, una mano, hasta un ojo, pero jamás un pie.

Por años trabajo Pancho sin ningún tropiezo. Hasta aquella tarde que empezó a llover sin cesar. En el cielo se veían terribles nubarrones y empezó la tormenta. Por el suelo corría el agua convirtiendo en arroyos las vías. La estación estaba desierta, sólo en el patio se veía correr a unos cuantos hombres que como fantasmas hacían señales con sus  linternas. El servicio era el servicio y Pancho no podía faltar a su deber. En esa ocasión el muchacho no llevaba su camisa de seda, sino una chamarra de cuero con la que se cubría la cabeza y una gorra. Casualmente tampoco lucía sus Walk-Over legítimos., los consentidos.  Por consideración Pancho los había dejado en casa: ¡Cómo iba a rebajarlos llenándoles de lodo! Por eso Pancho, sin preocuparse por sus zapatos, se metió en los charcos sin problema. Así lo hacía siempre que llegaba una tempestad a la región y al legar a su casa, ya entrada la noche, se cambiaba de ropa sin omitir el detalle de ponerse sus choclos: pretendía entonces el radio hasta que lo vencía el sueño.

Esa noche Pancho trabajó mucho. Su cansancio era tal que por momentos se figuraba que los carros se le iban encima y le faltaban las fuerzas para hacerse a un lado a correr.  La luz de la linterna se le hacía roja. Pudiendo haber alegado enfermedad para pedir permiso y retirarse, el vapor del ferrocarril lo alentaba a seguir en los carros.  Se aferró a la idea de que sería de ánimo cobarde dejar el trabajo por un resfriado insignificante y siguió con su tarea.  De pronto se acordó de sus choclos magníficos , imaginó que los traía puestos y empezó a subir y a correr por el lomo de los carros, consciente del peligro que corría. Se sentía el Pancho de siempre a pesar de la tormenta. En uno de tantos brincos perdió el equilibrio y cayó bajo el tren en movimiento. Lanzó un espantoso grito de dolor que se perdió en el viento, sin que nadie pudiera escucharle. El pesado truck de un carro trituró las piernas del garrotero.

Al amanecer, habiendo fracasado los esfuerzos médicos para arrebatar a Pancho de las garras de la muerte y hacían en su cama los desgarrados fragmentos de su cuerpo. Y debajo de ésta permanecían intactos, inmóviles y brillantes los choclos Walter-Over, que tanta alegría le habían dado al garrotero. 

Historia de un boleto de ferrocarril

Por  Pedro López Amador.

México, 1935
Los recuerdos de mi vida empiezan cuando salí de la imprenta olorosa a tinta fresca. Estaba orgulloso de verme brillante y nuevecito, con letras negras claramente impresas que detallaban mi clase, origen y destino, y el precio que los pasajeros debían pagar para adquirirme. Me gustaba sobre todo mi membrete en la parte superior: Ferrocarriles Nacionales de México.  Yo era parte del principal sistema de trasporte del país, aunque sólo fuera un boleto de segunda clase.

Mis aventuras empezaron cuando fui acomodado en grandes barras junto con numerosos hermanos míos, de los que sólo me diferenciaba un número en el lado derecho.  No estaba muy divertido, fui colocado en un casillero donde me aburrí por espacio de varios días. Diariamente nos venían a visitar individuos que consultando sus papeles escogían diversas barras: poco a poco se fueron llevando a mis compañeros que eran sustituidos por nuevos envíos de boletos. 



Ansioso e impaciente como estaba de conocer el mundo, se me hacía insoportable esa larga espera, hasta que por fin le llegó el turno a la barra de la que yo formaba parte. Pero ¡oh desilusión!, nuevamente tuve que reprimir mi gozo: me mandaron a otro encierro.  Durante 24 horas viajé cómodamente en un carro de ferrocarril sin más molestia que estar privado de la luz del día.

Por la tarde llegué a mi destino: una estación cuyo nombre recuerdo. Ahí pasé los días más felices de mi existencia. Dos veces al día, al paso del tren, llegaba el jefe de estación, abría su agencia y trabajaba afanosamente: despachando equipaje, vendiendo alguno de mis hermanos o atendiendo al Express.

Ver la llegada del tren era encantador: un constante ir y venir de pasajeros cargando pesadas maletas, y los trabajadores de aquí para allá con sus caretillas. Me divertía mirar a cargadores, telegrafistas y conductores en movimiento. Y luego escuchar la voz del maquinista: ¡Vamos! Se escuchaba después el agudo silbido de la locomotora que lanza un potente chorro de vapor nebuloso mientras se aleja haciendo temblar el piso. Después, nada…poco a poco cesa el movimiento, el jefe arregla sus papeles, la estación cobra su quietud. Y el silencio nos invade hasta que en la tarde de nuevo el paso del tren, como varita mágica o conjuro, hace el milagro de dar vida. 



¡Fui muy feliz en esos días!, ¡De buena gana hubiera permanecido ahí para siempre! Sin embargo, con dolorosa angustia me daba cuenta de que mis hermanos colocados encima de mí se vendían rápidamente. Pronto llegará la hora de abandonar la estación con la que yo me había encariñado. Cierto que mi ventana significaba un viaje a la luz del día: una poderosa máquina de vapor que me llevaría por tierras nuevas, pero me dolía abandonar la estación, dejar de ver movimiento.

Y llegó mi hora. Una mañana fui tomado del paquete y recibí el primer golpe de mi vida: ¡Me fue estampado un sello en el reverso!  En adelante todo fue sufrir y padecer.  Ya en manos del pasajero, cuando empezó a desaparecer el dolor del sello, mi faz brillante  y nueva fue manchada por un letrero: EQUIPAJE FACTURADO. ¡Lloré al ver manchada mi dignidad con golpes y sellos!

Eso no fue lo peor. Olvidaba mis desgracias al contemplar a través de la ventanilla el hermoso paisaje, cuando el conductor pidió los boletos y yo me vi mutilado por un operador. ¡Qué dolor sentí al ver que me arrancaban un pedazo de mi cuerpo, dejándome además un agujero irregular y repulsivo! Antes de llegar al término de mi viaje me perforaron tres o cuatro veces más, en ese estado no podía gozar de tantas cosas bellas que veía por la ventana del coche.

Casi al final de mi destino fui recolectado junto con otros boletos parecidos a mí, algunos de distintos colores, pero igualmente lastimados, heridos. Nos metieron en un sobre y fuimos a parar a una extensa oficina donde los empleados nos colocaron en orden numérico y de estaciones.

A estas alturas todos mis sueños, mis ilusiones, mis esperanzas, se habían esfumado. Recuerdo todavía, ya casi inconsciente, como fui objeto de clasificaciones y acomodamientos diversos, antes de ir a parar a un archivo polvoroso y con luz escasa. Ahí encontré de nuevo a mis hermanos, igualmente maltrechos y perforados como yo, perdí mi buen humor. ¡Cómo recordé entonces mis días de felicidad en la estación! Muchos, muchísimos días largos interminables y tediosos, fueron pasando mientras se acomodaba polvo y basura entre nosotros. Ratas o insectos fueron mis únicas compañías. Por eso sentí un gran alivio cuando fui conducido, junto con muchos compañeros míos, a un horno donde grandes llamaradas consumían numerosos paquetes de boletos. Revueltos como nosotros, los antes orgullosos de primera, estaban listos también para alimentar el fuego.

Y aquí termina mi historia: una lama alegre  y juguetona me alcanzó y me convertí en la ceniza de lo que hoy soy.

(Empleado de la Contaduría de Ingresos y Pasajes. Buenavista)


Por la transcripción: Paulina Mastretta Yanes/Taller de Periodismo Narrativo



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