• Carlos Mastretta Arista
  • 07 Agosto 2014
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10 de abril de 1947

María de los Ángeles

(...) Te pedí la lágrima que ahogaste en tus párpados encantadores la tarde aquella de Valsequillo. Y en vez de tu lágrima –una vez más–derramaste en mi corazón la dicha indescriptible de tus palabras que han invadido todo mi ser en una felicidad que ni mis sueños de vagabundo del pensamiento habían imaginado (...) Perdóname Geles, pero mis sentimientos han sido muchos y ahora, ahora que me has dicho que te gusto, ahora que con estas palabras has definitivamente rescatado del abismo a mi alma y mostrársela a Dios, y decirle, como ya dijera el Santo de Asís “Bendito seas Señor por esta criatura tuya tan incomparable que me ha devuelto a ti”.

 

Y yo añadí: “Dios mío que todo lo puedes, hazme digno de ella”.

 

Carlos

 

30 de abril de 1947

(...) Corre la pluma, corre veloz sobre el papel porque sabe que escribe para ti. Parece una fábula, pero hasta las cosas inanimadas adquieren ante tu nombre una rara y misteriosa vitalidad. Corre la pluma sobre el papel, y corre feliz para ti, mientras llega el rumor de los millares de gotas de lluvia que se estrellan contra las lajas del patio y parece que susurran una canción interminable dedicada tu belleza, a tu ternura, a tu incomparable bondad. (...)

Mientras estábamos por dejarnos esta tarde me miraste fijamente, y entre uno de tus encantadores “Me apenas, Carlos”, y otro, me dijiste: “Por qué te has enamorado tanto de mí?” Y yo te contesté que si nunca te habían mirado como yo te miraba, a lo que tú me replicaste que a los otros no los habías nunca mirado.

 

Estos versos de un poeta quizá te indiquen hasta qué punto estabas ya en mi vida:

“Solo y perdido en la arboleda umbría,

Oír pensaba el armonioso acento

De una mujer, al suspirar del viento”

 

5 de mayo de 1947

María de los Ángeles, querida:

Llueve a torrentes. Un huracán excepcional. He visto el mar y te extraño. TE extraño porque te amo y porque el mar por profundo y misterioso que sea no lo es tanto, cuanto son profundos y misteriosos tus ojos,, esos ojos que me han dado la vida nuevamente, el sueño tan ansiado, el porqué de mi existencia... Y te extraño tanto porque, al igual que las grandes montañas, sólo con la distancia se aprecia tu sublimidad.

 

Carlos

 

7 de julio, lunes

María de los Ángeles querida:

(...) Y esto es lo que más te debo y te deberé cualquiera sea la ruta de mi destino: tú me has hecho encontrar el significado y la esencia real de la vida. Por eso yo te contemplo como el peregrino contempla la salida del sol, después de una larga noche pasada a la intemperie en medio de infernal tormenta. Y tú en mi vida, cuando ésta era un absurdo e insensato teorema, fuiste el anuncio de la aurora, Ella, y ahora eres la auroma misma. (...) Anoche, cuando las notas de una extraña música de ese gran soñador que fuera Wagner, caían como gotas de rocío sobre la flor de mi ternura por ti, repentinamente se presentó ante mi alma toda entusiasmo y ensueño la rígida fi gura del implacable mañana, son sus incógnitas y sus fantasías, y pensé: ¿Podrás tú, que no la mereces, hacerla feliz...?

Carlos

 

 

17 de noviembre, lunes, 1947

María de los Ángeles querida:

Pasé tres horas en Valsequillo, tristes y felices al mismo tiempo: tristes por tu ausencia y felices porque pude una vez más constatar que cualquier cielo, todo celaje maravilloso y cada belleza de la naturaleza adquieren una tonalidad especial cuando tú las iluminas con tu presencia. (...)

El otro día, hojeando una revista que tenía fotografías de Roma cayó bajo mis ojos la fotografía de la Basílica de Santa María de los Ángeles. Encuéntrase este templo en la Calzada de las Termas de Dioclesiano y fue precisamente en el lugar donde dicha calzada forma una vasta plaza llamada de las Esedre. En el centro de la plaza se halla la fuente de las Náyades que Bernini esculpió con rara y absoluta genialidad. Frente a tal relicario está situada la iglesia de estilo clásico romano pues era el antiguo templo de los baños del Emperador Dioclesiano y que en tiempos de Pío IV se transformó en la iglesia de los Cartujos.

 

Lo que más me extrañó de esta basílica cuando la visité por vez primera en 1930 fue su nombre raro y musical. Después entré en busca de paz y serenidad en los años tristes de la guerra cuando mi oscura y peligrosa misión me conducía periódicamente a la capital de Italia. Cerca de este templo se encontraba el edifi cio del Estado Mayor del cual yo dependía. Y muchas veces entré más que otra cosa para buscar soledad y silencio, y en ese olor de cirios y de incienso que me hacían recordar mi infancia y pubertad que velozmente se alejaban de mi desolada existencia. ¿Fue acaso una coincidencia aquella de haber buscado en ese templo de nombre encantador y musical los recuerdos de una niña inquieta y lejana? No fue coincidencia puesto que ahora encontrado una criatura que tal nombre lleva y que todo me ha dado: luz, fe, tranquilidad, esperanza, ternura y amor. (...) Entraba yo en el inmenso y semiobscuro templo de Santa María de los Ángeles en busca de soledad y silencio mientras la vida me obligaba a vivir en la colectividad absurda de un ejército en armas y en el estruendo de una guerra cruel y despiadada. Ese olor de cirios y de incienso me conducían con la imaginación a una época lejana y quizás feliz, a la época de mis años de colegio, a los años que hoy en son de burla llamo los años de “Campeche, capital Campeche”. Cerraba yo los ojos y veía yo a un muchachillo caminar perezosamente con los libros bajo el brazo por la calzada polvosa del Paseo Bravo a eso de las siete de la mañana. Me gustaba la hora aquella en la cual el sol medio adormecido comenzaba a besar con sus rayos las copas de los árboles. Veía yo a la naturaleza despertarse lentamente al nuevo día y olvidaba yo la hora y la preocupación por las lecciones medio aprendidas... Sólo llegando a la esquina del colegio llegaban a mi cerebro en vacaciones la realidad de la hora y sus consecuencias inevitables: entonces la emprendía yo a correr y entrando a toda prisa no descuidaba yo de dar un manazo a la pingüe barriga de

Nicanor el portero, penetrando después de puntillas hasta el lugar de la capilla donde el padre prefecto me esperaba con una mirada de todo un programa de reproches. Con cara adecuada a las circunstancias, y mientras ya los demás puntuales colegiales en coro murmuraban sus oraciones de media misa, me arrodillaba yo en el centro entre las dos filas de bancas ocupadas por los mayores que sentados y mustios se complacían de mi incómoda postura. Pero no me importaba nada: con una mueca todo quedaba arreglado, y entonces me olvidaba yo de mi condición de castigado para recrearme en mi capilla. Los ventanales laterales con dibujos de vidrios de colores reproducían a algunos de los santos jesuitas más destacados; al frente, el altar principal de mármol rodeado por los menores dedicados a la Virgen Purísima y a San Luis Góngora; sobre el altar mayor una ventana a nicho albergaba a la estatua del Sagrado Corazón en tamaño mayor del natural; atrás el coro donde en las grandes ocasiones en compañía de otros chicos y bajo la dirección del siempre enojadísimo padre Canal entonábamos el Tantum Ergo recibiendo en premio una canica de caramelo pintada con fuchcina; y hacia el cielo subía con mi ensueño de chamaco díscolo... Eso recordaba yo apoyado en una columna del templo romano...

 

Mi pasado lejano que no regresaría jamás. Pero también recordaba yo con sordo rencor que el amor que tenía por mi capilla de escolar había sido bruscamente destruido por un día por la odiosa humanidad a la que yo también pertenecía... Fue una mañana lluviosa del mes de julio de 1926 cuando después de haber atravesado el Paseo rumbo al Colegio y hecho la tradicional carrera hacia él en los últimos cincuenta metros, en vez de tropezar con la figura obesa de Nicanor me encontré con un soldado absurdo y andrajoso con tanto de fusil y bayoneta cerrando el camino que me separaba de la puerta de la capilla, de mi capilla, cuyo portón estaba cerrado y atravesado por los sellos de un inicuo juez cateador. Me retiré cabizbajo e impotente pero poseído de un odio atroz y pidiendo al cielo poder u fuerza para volver a abrir esas puertas y penetrar en ellas como en un tiempo díscolo y bullicioso pero con fe intacta y sin sombras de recelo. Siempre lloré mi colegio. A través de sus ventanales mis miradas en las horas de distracción siempre sorprendieron el vuelo fugaz de una golondrina en las tardes de verano. Era entonces el presentimiento de encontrarte así como eres, María de los Ángeles, mi vida.

 

Pero lo que más extrañé y aún extraño, fue la capilla de mi colegio. Desde aquella mañana triste de hace 21 años no la volví a ver, y jamás quizás la vuelva a ver, como no volverá jamás mi infancia despreocupada. Y no penetraré en ella aunque el coro del padre Canal haya sido sustituido por las notas no culpables y no pecaminosas de Chopin o Bach, cierto, más melodiosas que nuestras voces de chiquillos en busca de una canica de caramelo con fuchina... Por eso, amor mío, no puedo ir esta noche contigo al concierto de Angélica Morales, perdóname y compréndeme. Yo quiero que tú vayas y pienses mientras escuchas a Bach o a

Chopin, en un escolar soñador incado en medio de la nave de la excapilla. Y piensa que ese escolar es algo tuyo, muy tuyo...

 

Carlo

 

 

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