• Lucient Biart, 1846-1855
  • 15 Mayo 2014
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Del libro La ciudad de Puebla y sus viajeros entre los años 1540 a 1960, Antología realizada por el maestro poblano Ignacio Ibarra Mazari.

 

 

Tercera parte

 

No dejaban ver más que los ojos…

 

El día siguiente fue domingo. Desde el amanecer, una multitud en traje de fiesta pululaban en las calles y llenaba las iglesias. Las mujeres del pueblo, con falda de muselina blanca, los pies descalzos y envueltas en el rebozo o mantón nacional, llevaban de la mano o adelante, niños con el vientre abultado. Los catrines, artesanos a la moda, de camisa bordada, pantalón azul cielo sostenido con un ceñidor escarlata, sombrero verde y zapatos amarillos, cambiaban miradas hostiles con la clase pendenciera de los léperos. Las damas, finalmente, vestidas casi como parisienses, pero con el chal sobre la cabeza y cerrado, de manera de no dejar ver más que los ojos, avanzaban con paso indolente.

            Aunque las tiendas estuviesen cerradas, la ciudad tenía aspecto de fiesta. Pasteleros, dulceros y fruteros ambulantes pregonaban sus respectivas mercancías recitando versos o cantando. Abundantes carteles, adornados con dibujos de toros, de gallos, de cirqueros o de títeres, invitaban a la multitud para la tarde. A medida que el sol subía en el espléndido cielo, de un azul tan radioso que lastima la vista, las calles se apretujaban.

 

 

La china es la hija ardiente del trópico…

 

En ninguna parte quizá es tan visible el contraste entre la riqueza y la miseria, como en esta ciudad en que el oro y la seda rozan a cada paso la piel marchita de los proletarios. Admiraba de cuando en cuando, entre las paseantes, alguna donosa china, raza de obreras numerosas en otro tiempo, que se va extinguiendo. La china es una joven robusta y bella, de tez apiñonada y formas esbeltas y redondas, cuya seductora belleza es realzada por el traje típico. Lleva una especie de falda de seda adornada con franjas rojas y casi siempre bordada con lentejuelas, que rebasa una saya bordada que no baja sino hasta la mitad de la pierna. La cabellera rizada –de donde le viene el nombre de china– le ondula sobre las sienes, pasa detrás de las orejas, cargadas de zarcillos, y cae en gruesas trenzas que bajan hasta la cintura. La blusa, embellecida por esos bordados mexicanos que empiezan a ser imitados en Europa, deja ver el gracioso cuello y una parte del pecho. Los pies, de cuya pequeñez se enorgullece, están encerrados en zapatillas de razo que lo encogen los dedos y dan a su paso una lentitud deliberada.

Vivaz, alegre, cariñosa y de una limpieza rara en su pueblo que no emplea casi el agua sino como bebida, la china es sin duda la hija ardiente del trópico, cuyos ojos negros lanzan destellos apasionados. Imagínense esas graciosas criaturas, de traje tan atrayente caminando con ondulaciones felinas; audaz, húmeda y provocadora la mirada, y cuyo busto cubre y descubre, con ritmo voluptuoso, un chal de seda… Pero no, la imaginación dice demasiado, o demasiado poco. Es preciso verlas presentando sus mejillas morenas a los besos de un sol que no gusta sino de los colores vivos, a juzgar por las flores y las mariposas que suscita. La china no es mujer fácil. Sabe esgrimir el cuchillo para vengarse de un rival o de un infiel. Para que se entregue es menester que ame, y es cosa que da grima ver a esas muchachas deslumbrantes al lado de los hampones andrajosos, de aspecto feroz, que suelen escoger por amantes.

 

Las poblanas no se embrollan de ordinario con libros de misa…

 

Entré a una iglesia y me coloqué junto a una columna, sorprendido de oír que el órgano tocaba un aire de danza. Ni sillas ni bancas en la espaciosa nave, donde todos se arrodillaban sobre las losas: el pillete junto al magistrado; la china o la india al lado de la gran dama. Ésta, una vez escogido su  sitio, infla, mediante un brusco movimiento de las caderas, la falda de su traje y se desploma sobre el pavimento, con facilidad moruna. Para el observador situado cerca de los asientos reservados a los sacerdotes, brindan interesante espectáculo aquellos trajes abigarrados, aquellos ojos negros y brillantes, aquellos talles flexibles y aquellos abanicos que manos regordetas agitan. Las poblanas no se embrollan de ordinario con libros de misa; saben las oraciones de memoria, y su mirada puede vagar libremente. Los canónigos dominan aquel gracioso auditorio y, sin contar los movimientos de los abanicos, que, como las flores, tienen su lenguaje secreto, pueden advertir que durante los oficios se cruzan sonrisas amorosas entre feligreses y bellas devotas. Por lo demás, nada de suizo con paso de tambor mayor, nada de horribles alquiladoras de sillas; nada de ruido, ni de recaudación de limosnas, ni de circulación dentro de la iglesia; solamente las polkas del órgano deben poner inquietudes en más de algún pie menudo.



Cuadro de Agustín Arrieta.

 

Las clases superiores comparten el furor del pueblo por esa fiesta salvaje…

 

Terminada la misa, los jóvenes se apresuran a salir al atrio, y se agrupan en forma de obligar a las mujeres a desfilar frente a ellos. Nada censurable, si su actitud fuese la conveniente; pero, por desgracia, molestaban a las chinas, prontas para la respuesta, o se comunicaban en voz alta observaciones chocarreras. Después de haber tomado parte silenciosamente en aquella diversión, me eché a andar por las calles al acaso, siempre sorprendido del escaso número de carruajes en una ciudad de tal importancia. Llegué cerca de la plaza de toros, amplio circo con gradería de calicanto. Muchas veces se ha descrito ese espectáculo, para que yo me detenga también a hacerlo; diré solamente que las clases superiores de la sociedad poblana comparten el furor del pueblo por esa fiesta salvaje.

 

¿Me hallaba en el corazón de un poblado azteca, o en una ciudad europea?

Llegada la noche, me dirigí de nuevo al atrio de la catedral, que me había sido señalado como lugar de reunión de todos los paseantes. Algunas indias encendían aquí y allá hogueras de leña olorosa y, en círculo luminoso producido por la llama, extendían melones, cocos, frutas secas o tamales, pasteles de maíz azucarados o sazonados con picante, para los que cada población mexicana tiene sus particulares recetas. Sentado un poco a lo lejos, contemplaba con curiosidad el espectáculo que se ofrecía a mi vista. Acostumbrado a la soledad, a los rumores de los bosques y las llanuras, me parecía hallar un eco de ellos en el ruido de aquella multitud, que aumentaba de minuto en minuto.

Se multiplicaron las hogueras y pronto la inmensa plaza quedó teñida de sus rojos resplandores, en tanto que la silueta de las pesadas torres de la catedral se dibujaba sobre el cielo estrellado. ¿Me hallaba en el corazón de un poblado azteca, o en una ciudad europea? Mujeres jóvenes, vistiendo trajes de salón, que el suave clima de la meseta central permite lucir al aire libre, se rozaban con indias apenas vestidas y despreocupadas de su desnudez; paseadores de guantes de color crema y monóculo, peripuestos como grabados de cuaderno de modas, charlaban amistosamente con pobres diablos sin camisa, cuyos cigarros fraternizaban con los de los primeros. A cada paso, la extrema barbarie codeándose con la civilización extrema; pero, en fin de cuentas, la primera me parecía a menudo preferible a la segunda.

 

 

Ni en París, ni en Londres, ni en Nueva York he visto facciones más finas que bajo las arcadas de Puebla…

 

Me acerqué a las arcadas o paseos reservados. Una doble fila de sillas, ocupadas por paseadoras fatigadas, no dejaban sino un angosto pasaje para las que, más intrépidas, hacían flotar sus trajes con esa desenvuelta coquetería que en español se describe con una sola palabra: meneo. ¿Es efecto del lugar, de la hora, de la luz o de la imaginación? No lo sé; pero ni en París, ni en Londres, ni en Nueva York ni en los paseos de la Habana, donde el crepúsculo hace hermosas a todas las mujeres, he visto facciones más finas, ni cabelleras más abundosas, ni ojos más brillantes, ni hombros más espléndidos que bajo las arcadas de Puebla. En contraste, una multitud semidesnuda se apretujaba debajo de cada arco. Aquí y allá brillaba, en medio de un grupo, la esplendente figura de una china, y más de alguna patricia, a pesar de su delicada belleza, debería envidiar los adornos de flores naturales y las formas soberbias de aquellas muchachas de tez morena.

 

Entonces descubrí a don Lauro y sus hermanas…

 

A la vista de aquella fiesta, de aquellas luces, de aquellas mujeres voluptuosamente apoyadas en el brazo de felices caballeros, saludando a sus amigos con la mano o con el abanico, inclinándose hacia el uno, sonriendo al otro o envolviendo al de más allá con el resplandor de sus ojos, una decepción amarga hizo presa de mí, al sentirme solitario y desconocido, sin recibir ninguna de aquellas miradas, ninguna de aquellas sonrisas, ninguno de aquellos saludos amistosos. Alejado de mi patria desde hacía tantos años, nunca me había sentido tan abandonado como en aquella ciudad que por primera vez visitaba. En un acceso de huraña misantropía, planeaba regresar al hotel, cuando descubrí a don Lauro y sus hermanas.

–¡Ah, desertor! –me dijo el joven–. Esteban lo busca desde hace una hora. Debe usted presentar sus excusas a Conchita, cuyo caballero está ausente a causa de usted.

Ofrecía el brazo a una de las jóvenes, vivaz y seductora morena, propietaria de unos ojos que harían una revolución en París.

–¿Sabe usted bailar? –me preguntó, a guisa de introducción.

–Bastante mal.

–Es decir, bastante bien.

–En su idioma, es posible; pero yo he hablado en español y pensado en francés. Me gusta poco lo que llaman el mundo, y bailo mal, por falta de costumbre.

–¿Y es usted parisiense?

–Hace tanto tiempo que salí de mi patria, que sería presunción pretender ese título, que es como certificado de elegancia.

Mi compañera guardó silencio.

–¿Es entonces a sus ojos un crimen no saber bailar? –le pregunté.

–¿Por qué me pregunta eso?

–Porque usted dejo de hablarme.

En ese momento nos cruzamos con las jóvenes que la víspera había visitado yo en un tugurio, una de las cuales tenía por caballero a un coronel imberbe. Mi compañera agitó el abanico a manera de saludo.

–Veamos si tiene usted buen gusto –me dijo–. ¿Qué le parece mi prima?

–Encantadora.

–¿Y su novio?

–Ante todo, ¿quién es su novio?

–Es el hijo del gobernador; el coronel que le da el brazo.

–Debe ser muy rico.

Sin duda en el tono de mi voz hubo clara expresión de sorpresa; la joven se volvió hacia mí tan vivamente, que caí en la cuenta de haber dicho una tontería.

–¿Es verdad entonces? –exclamó, no apoyando ya sino la mano en mi brazo–. ¡En su patria una mujer no puede amar a un hombre sino con la condición de ser más rica que él!

–¿Quién le dijo eso?

–Esteban, y yo no había querido creerlo.

–No es verdad eso sino con relación a ciertas clases sociales –respondí, confuso por no poder negar nuestra anticabelleresca costumbre de la dote.

 

Un baile que, por el lujo, los trajes y la galantería, pudo hacerme creer que me hallaba en París…

 

 Se nos reunió don Esteban. Después, siguiendo al capitán, nos echamos a andar por las anchas calles de Puebla, iluminadas por bello claro de luna. Había en la atmósfera una suavidad que tonificaba el cuerpo, y el misántropo de hacía un rato, sentía emoción al contacto de la graciosa criolla que, poco habituada a las largas caminatas y en traje de baile, se apoyaba en su brazo.

–¿No me sacará usted a bailar siquiera una vez? –me dijo de pronto.

–¿Cuándo y dónde?

Acababa de hacer esta pregunta, cuando pasamos de un patio lleno de árboles a un salón resplandeciente de luz. La música iniciaba sus preludios. Fui presentado a la dueña de la casa y asistí a un baile que, por el lujo, los trajes y la galantería, pudo hacerme creer que me hallaba en París. Hacia la medianoche, llevamos a las jóvenes a su casa. Los músicos, que eran aficionados, nos acompañaban. Iba a retirarme, cuando el capitán me condujo a su cuarto.

–Es noche de serenatas –me dijo–, no quedará usted libre sino al despuntar el día.

Se me prestó una gran capa, un sombrero a la Luis XIII y un estoque. Mis compañeros se arreglaron del mismo modo y fuimos a reunirnos con los músicos. Durante toda la noche, fuimos de calle en calle, a alegrar el sueño de las bellas enamoradas con cantos y conciertos. Mi papel se limitaba a las funciones de centinela, pero me sentía transportado a otra época. Me habría gustado ver desarrollarse desde un balcón una escala de seda, y a un don Juan de voz armoniosa acometer la ascensión, para traernos una bella joven que raptar. Di vuelo a mi imaginación; pero ningún celoso vino a incomodarnos, y la ronda, lejos de darnos ocasión a vapulearla, nos escoltó con sus linternas cuando se ocultó la luna.

 

Se golpeaba a los pobres indios, reclutados a la fuerza…

 

Al día siguiente, habiendo insistido muchas veces el capitán en que visitara su cuartel, hube de hacerlo. Salí apesadumbrado, por haber visto que se golpeaba a pobres indios, reclutados por la fuerza, a los que se quería enseñar los ejercicios militares con ayuda de una lengua ininteligible para ellos. La horrible suciedad de aquellos infelices me había conmovido, y repugnaba a mi lealtad congratular a nadie por tan tristes soldados.

 

Una reputación literaria y científica que muy difícilmente podría justificar…

 

Puebla tiene una academia de ciencias, bastante modesta para no hacer que se hable de ella, lo que no deja de ser una desgracia en un país en que la historia natural es casi desconocida. Uno o dos profesores instruidos, que no publican ningún trabajo original, no bastan para dar a una sociedad el título de sabia. La academia de Puebla, que recibe abogados, bachilleres y médicos, ha dado a la ciudad, por ese solo hecho, una reputación literaria y científica que muy difícilmente podría justificar.

El Colegio Nacional de Puebla, uno de los más frecuentados de México, y el único en que pueden estudiar los jóvenes de una provincia cuya población se eleva a setecientas mil almas, tiene apenas unos cuarenta alumnos. La instrucción que reciben allí se reduce a los elementos de la gramática latina y algunas nociones de filosofía. ¡Ni una palabra de historia, ni de geografía, ni de literatura! Esos estudiantes, que en su mayor número pertenecen a las clases inferiores de la sociedad, están obligados a buscar por la ciudad su alimentación y su albergue. Con sus capas agujereadas, sus trajes que se olvidaron de crecer al parejo de sus dueños y sus ojos vivaces, no resultan sino demasiado parecidos a los escolares de las universidades españolas de la edad media.

 

En la biblioteca, rarezas venecianas del más alto precio…

 

Pude también visitar el seminario, gracias a la benevolencia del señor Gutiérrez de Villanueva, el único hombre en cien leguas a la redonda que sabe griego y hebreo. No hay esfuerzo que no haya hecho ese sabio veracruzano para elevar la academia de Puebla a la altura de la de México. Guiado por él, entré en una vasta construcción contigua al obispado; después, atravesando patios, corredores y salas de estudio cuyo magnífico enmaderamiento me hacía recordar otro siglo, asistí a la clase de griego. Los seminaristas, vestidos de sotana, llevan sobre el hombro izquierdo el escudo del obispo, bordado en rojo con filos dorados.

Después de la clase, los jóvenes helenistas me llevaron a la biblioteca, enriquecida con ediciones modernas por monseñor Vásquez, uno de los prelados más eruditos de México, muerto obispo de Puebla. Vi allí multitud de libros que habrían hecho agua la boca a Carlos Nodier, principalmente rarezas venecianas del más alto precio. El polvo y la polilla, desgraciadamente, a falta del estudio, causan daños irreparables en esos tesoros bibliográficos. Hojeando magníficas colecciones de gravados, reproducciones de las obras maestras de los museos italianos, observé grandes manchas de tinta puestas a propósito, para reemplazar las hojas de parra ausentes. Más adelante, el cruel áspid que mordió el pecho de Cleopatra y el puñal que Lucrecia se clavó en el corazón, desaparecían bajo un cuadro negro, cuyo gemelo adornaba la otra mitad del pecho de aquellas dos víctimas de suicidio. Desfigurados de ese modo, aquellos grabados me dieron la impresión de las palabras de doble sentido que el autor subraya para evitar que pase inadvertido para el lector el significado escabroso.

 

Y oí condenar al espíritu humano y la libre crítica…

 

Inadvertidamente entré en un gran salón provisto de una cátedra y abundantes sillas. La asamblea era copiosa. Se hablaba latín y los futuros doctores en teología se ejercitaban in barbara sobre las categorías y los universales. Una vez más me sentí transportado a la edad media, y oí condenar a Abelardo, es decir, al espíritu humano y la libre crítica, en nombre de San Bernardo y del Inocencio III.

 

En la procesión algunos indios, armados de látigos, espantaban a los perros…

 

Al día siguiente, hacia las tres de la tarde, las campanas fueron echadas a vuelo; tiendas y balcones se adornaron de cortinas, tapices y flores entretejidas; las calles se llenaron de una multitud ardorosa. En honor de una de las numerosas cofradías de la ciudad, una procesión iba a la catedral, para depositar en ella, para un novenario, la imagen de un santo. Las hermanas de don Lauro lamentaron que no me hubiese tocado ver una de las procesiones de la Semana Santa, únicas dignas de llamar la atención, a su juicio. A pesar de todo, me ofrecieron un lugar en su balcón, bajo el cual habría de pasar el cortejo. Acepté y, a ratos de pie, a ratos de rodillas, vi una de esas fiestas religiosas gratas a nuestros abuelos.

Abría la marcha un hombre vestido de una sotana de terciopelo morado y cargando un crucifijo de muy grandes dimensiones. Caminaba con paso lento, en tanto que a sus lados algunos indios, armados de látigos, espantaban a los perros, sin perdonar a los niños que se apretujaban en torno, con la irreverencia propia de su edad. Detrás, sobre un bello pedestal dorado, venía un ángel de tamaño natural, cargado de listones perifollos, reluciente de galones de oro y plata, que llevaban ocho hombres vestidos de casacas de terciopelo, con el escudo episcopal bordado en el pecho. El ángel tenía las alas azules, peluca blonda, sombrero de plumas y traje corto de gasa; de los hombros le caía hasta el suelo un manto de seda sembrado de estrellas de oro, que sostenían niños vestidos de monjes y tonsurados para la ocasión. Una doble fila de penitentes, con sendos cirios en la mano, salmodiaban Ora pro nobis después de cada invocación de la letanía, recitada por un carmelita que se protegía de los rayos del sol bajo la sombrilla de uno de los fieles. Conté ocho ángeles, adornados y escoltados en la misma forma que el primero, y supe por mis huéspedes que esas figuras, traídas a gran costo desde Roma, salen durante la Semana Santa en número de veinticuatro.

Una banda militar, ejecutando la marcha de Los Puritanos con mayor armonía de la que pareciera esperarse de los indios, desfiló con sus sombreros chinos, sus pífanos y sus tambores, seguida por maceros agobiados por el peso de enormes globos de plata coronados con el águila mexicana. Después venía una santa, juntas las manos, suelta la cabellera y la vista hacia el cielo, ante la cual era preciso también arrodillarse, porque la escultura de madera contenía reliquias. Las imágenes de diversas cofradías nos obligaron a nuevas genuflexiones: Hermanos de la Pasión, Esclavos de Dios y Siervos de la Cruz les daban escolta, precedidos de sus banderas, espléndidos oriflamas de terciopelo de seda, bordados en oro y pedrería. Los trajes negros de los mayordomos de cofradía y de los fabriqueros, que marchaban con la cabeza descubierta, parecían manchas en el conjunto de roquetes, capas y sobrepellices. Pasaron; después, en dos filas compactas, cirio en mano y con sus respectivos hábitos, aparecieron los monjes blancos, grises y azules, rasurados y con barba, calzados y descalzos entonando a todo pulmón cánticos que la multitud repetía a su vez. Finalmente, bajo un dosel de brocado, sostenido por cuatro generales ahogados en nubes de incienso, avanzaba, erguida la cabeza ante todas las frentes inclinadas, el protonotario de la Mitra, con sotana morada y capa de oro, rodeado o seguido por cuatrocientos soldados, cuyos clarines sonaban mientras una lluvia de flores caía de los balcones.

 

No sé si Dios gana mucho con esas fiestas…

 

No bien acabó de pasar el último personaje, la multitud se dispersó, para ir a agruparse más lejos, en el camino hacia la catedral. Quedaron solamente, graves y recogidas, unas cuantas devotas, envueltas en hábitos pardos. Las miradas a hurtadillas, las chocarrerías y las carcajadas y las expresiones picantes se cruzaban con irreverencia pagana. Bien sé que la imaginación presta colores más sombríos y pone tintes de mayor fanatismo en las ceremonias públicas en los países en que el catolicismo reina sin discrepancias; pero en Puebla, como en el resto de América Española, las prácticas de la religión son efecto de la costumbre y no resultado de una devoción razonada. Las procesiones, lo mismo que la misa, se convierten, en lugar y ocasión de citas. Las mujeres se atavían con sus mejores adornos para asistir a ellas, y van tanto para ver y para ser vistas como para orar. No sé si Dios gana mucho en esas fiestas; pero el diablo no pierde nada en ellas ciertamente.

 

En el teatro de títeres, léperos, sus mujeres y algunas chinas para ver a Juan Panadero…

 

Terminé el día de manera profana, yéndome a sentar en los bancos de un teatro de títeres. La representación se daba en un local ennegrecido por el humo. La asistencia era numerosa, pero poco escogida. Léperos, sus mujeres, y algunas chinas, reían y llamaban en voz alta por sus nombres a los actores de madera. Mi levitón negro atraía las miradas. Evidentemente se me consideraba como un intruso; pero no había nada de hostilidad en aquellas miradas. Me propuse ganarme la simpatía de los espectadores iniciando, con razón o sin ella, las risas o los aplausos. Después de larga espera, se levantó el telón, a los acordes de una mandolina, y Juan Panadero, el polichinela mexicano, hizo su entrada triunfal en la escena.

Juan Panadero es un borracho, jugador y libertino, cuyo cinismo desborda todos los límites. Si no apalea al comisario, derrama sangre; su cuchillo hace las veces del bastón de nuestro Guiñol. Monta a caballo, lidia toros, besa a la mujer de su vecino e inútilmente le da el diablo muchos avisos antes de llevárselo. El papel original de ese héroe no puede ser comprendido sino por los que tienen conocimiento íntimo de las costumbres de la plebe mexicana. La serie de aventuras forma una secuencia de cuadros; no una crítica, ni mucho menos una caricatura. La única moralidad de la pieza consiste en el triste fin del pecador empedernido, devorado por un dragón con alas que vomita fuego. Juan Panadero no espiritual ni delicado. Provoca la risa a fuerza de obscenidades crudamente echadas al rostro del público. Si envolviese su pensamiento en circunloquios, no lo entenderían sus oyentes.

 

Teatros indignos de una ciudad de su magnitud…

 

Puebla tiene dos teatros, ambos indignos de una ciudad de su magnitud. Por aquellos días vi representar en uno de ellos escenas de Lucrecia Borgia. El programa, impreso en caracteres dorados, me hizo saber que ese famoso drama es obra de un poeta español ennoblecido por Luis Felipe. Alejandro Dumas, el francés más popular en México, no dejaría de sorprenderse al ver sus piezas teatrales y sus novelas, circular bajo el nombre de un traductor doblemente traditore. En cambio, he visto veinte dramas de autores españoles usurpar el nombre del propio Dumas, para hacerse aceptar por el público de este país, y los programas atribuyen descaradamente a Víctor Hugo Los Hijos de Eduardo y Luis XI.

 

 

La celebración de muertos produce cinco o seis cadáveres y una docena de heridos…

El día de difuntos, deseoso de evadir el fúnebre doblar de las campanas, acepté la proposición de un naturista alemán, que me invitó a acompañarlo a un paseo fuera de la ciudad. Decidimos visitar el cementerio de Chenenetla, que es término de una peregrinación todos los años. Un viento del sur cálido, seco y molesto, levantaba las nubes de polvo en una llanura estéril. Como recompensa de la penosa marcha, no recibimos sino el espectáculo de montones de osamentas, fragmentos de cadáveres en putrefacción y cráneos medio roídos tirados en el suelo. La multitud se dirigía hacia ese  lúgubre paraje por gusto, no por devoción. Por todos lados se vendían bebidas embriagantes: pulque, aguardiente de caña y mezcal, y, como refrescos, nieve azucarada, sorbetes de piña y sangrías teñidas con cochinilla o con vino tinto español.

Al regreso, mi compañero me hizo entrar en una casa de mal aspecto en que hombres andrajosos se mantenían de pie ante mesas cargadas de oro. Desde la puerta hasta el último rincón, se jugaba en aquella sórdida vivienda: los patios, los corredores, la sombra de los muros albergaban jugadores, hombres y mujeres, sentados en el suelo y barajando naipes grasientos. En una sala oscura, mal alumbrada por velas de sebo, alcancé a ver al hermano del canónigo, con las manos llenas de pesos.

La peregrinación a Chenenetla es una verdadera fiesta mortuoria, en el sentido de que cada vez produce cinco o seis cadáveres y una docena de heridos. El cuchillo tiene algo que hacer en las disputas de amor o de juego. El lépero no conoce otra manera de pelear. Me sentía muy incómodo en medio de aquella siniestra multitud, presa, en buena parte, de la embriaguez silenciosa de los indios pronta a aprovechar la primera ocasión de sacar a relucir el cuchillo. Es costumbre sanguinaria de la plebe de la ciudad de México y de la de Puebla, cuando se quiere simplemente afrentar a un enemigo, hacerle una larga cortadura de la oreja a la nariz o la barba, y acaso en ninguna otra ciudad del mundo hay tantos carimarcados a cuchillo.

 

Los rateros poblanos igualan a los de Londres en destreza y los superan en audacia…

 

Atravesamos barrios casi desiertos para llegar al cementerio aristocrático o panteón. Una vez llegados al callejón que conduce a la necrópolis, tuvimos que caminar con lentitud, detenidos por una multitud de aspecto menos repugnante que la que habíamos dejado en el camino de Chenenetla. Mi compañero, sin embargo, me había recomendado que me abotonara la levita, pues los rateros poblanos igualan a los de Londres en destreza y los superan en audacia. Sentí de repente que una mano se deslizaba en una de mis bolsas traseras, e informé de lo que ocurría a mi compañero.

–¿Qué trae en esa bolsa? –me preguntó.

–Solamente cigarrillos.

–Entonces, déjese robar; el escándalo podría ocasionarle un mal golpe.

Mientras cruzábamos esas frases, quedó consumada la sustracción. Me volví para conocer al que me había robado: un robusto mocetón de rostro patibulario, envuelto en una frazada y descalzo.

–Tengo otro tanto en la otra bolsa –le dije.

–Su señoría es muy amable –me dijo el gandul sin inmutarse absolutamente–; pero por ahora me basta la cajetilla que acaba de obsequiarme.

 

La ambición general consiste en ser enterrado bajo las losas de una iglesia…

 

Reí de buena gana. Llegamos, por fin, al cementerio. En los panteones mexicanos, los cadáveres se colocan –como se acostumbra en algunas necrópolis italianas–, dentro de nichos cavados y superpuestos en los muros. Las aberturas por donde se introducen los ataúdes se cierran mediante placas de mármol u obras de mampostería. En México no se conocen casi las tumbas aisladas, ni las criptas familiares que son ornato de los cementerios europeos. La ambición general consiste en ser enterrado bajo las losas de una iglesia, vistiendo un hábito monacal a guisa de mortaja.

 

Era un aviso que los malhechores daban a la justicia, para enseñarla a no ser demasiado rigurosa…

 

Una placa de mármol, ante la que ardían dos cirios, atraía a la multitud. Logré acercarme hasta leer el epitafio de L. Oropeza, jefe de la policía poblana, asesinado meses antes de la plaza de la catedral. Aquel infeliz funcionario, sin duda por exceso de celo en el cumplimiento de su deber, había capturado a un asesino de profesión, capitán de una copiosa cuadrilla de ladrones. Varias cartas anónimas lo conminaron, bajo pena de muerte, a favorecer la fuga del preso. En vez de dejarse intimidar, Oropeza redobló la vigilancia y, cosa bastante rara en los anales de la justicia mexicana, el bandido fue ejecutado.

Cinco o seis días más tarde, el funcionario cayó, no lejos de su escolta, herido de veintitrés puñaladas. Era un aviso que los malhechores daban a la justicia, para enseñarla a no ser demasiado rigurosa. Y la justicia parecía haber aprovechado la lección, pues había reasumido su habitual mansedumbre y, mientras se seguía robando casi impunemente por todos los rumbos de la República, los bandidos corrían en el Estado de Puebla menos peligro que en cualquiera otra parte.

Habíamos salido del cementerio, hacia un montículo sobre el cual una familia comía frutas y golosinas. Aquel montículo era una tumba, y pude observar que la multitud pisoteaba las fosas con la más absoluta indiferencia. El cadáver de un hombre no recibe en México mayores consideraciones que el de un perro: se le saca furtivamente de la que fue su morada, sin que ni amigos ni parientes lo acompañen. Si es llevado a una iglesia, es para desaparecer en seguida bajo una losa, levantada por el sacristán mediante una retribución.

Miraba a la multitud ir y venir sobre el terreno sembrado de inmundicias y de restos humanos, cuando se me presentó el gandul de los cigarros. Inclinó la cabeza, con el fin de poner su sombrero al alcance de su mano, prisionera bajo la frazada que lo envolvía; saludo habitual de los léperos, que de ese modo evitan mostrar el busto desnudo.

–Su señoría –me dijo– se ha mostrado ya tan generoso, que no dudo que pueda prestarme dos reales.

–¿Por qué quieres que premie, dándote dinero, que hayas tomado mis cigarrillos?

–Porque ese dinero, que no es nada para usted, me hace a mí mucha falta.

–¿Tienes mujer e hijos?

–No, señor.

–¿Tienes hambre entonces?

–Tengo necesidad de dos reales y eso basta. He querido pedírselos, en vez de tomarlos de la bolsa en que Dios los puso.

Tal franqueza me movió a darle el dinero pedido, y mi nuevo amigo se retiró, dándome las gracias con un ademán muy digno.

 

 

Por la noche, el atrio de la catedral se llenó de paseantes y de vendedores. Las golosinas y los dulces representaban calaveras, esqueletos y tumbas. A las puertas mismas de la iglesia se alzaban montañas de cocos, pues ninguna dama habría quedado satisfecha si el 2 de noviembre, al salir del oficio vespertino, su galán no le hubiese brindado uno de esos frutos.

El pueblo, por su parte, regalaba, en honor de los difuntos, con un bebistrajo hecho de cáscaras de cacao, especie de cerveza espumosa, servida en vasos de a litro, y de un sabor detestable.

Hacia las diez, la plaza se iluminó con profusión espléndida y tuve, una vez más, el espectáculo de las bellas mujeres engalanadas, rozándose con salvajes harapientos o semidesnudos…

A la medianoche, montaba a la diligencia, de regreso a la selva, renunciando una vez más a los planes que me había hecho de visitar la ciudad de México.

Añoraba las chozas, el hogar de los salvajes, el silencio de los bosques. Me sentía triste, aburrido, inquieto y temeroso en un mundo cuyos placeres no eran míos. Como el indio del desierto trasplantado a la ciudad, sentía yo nostalgia de la solitud y el silencio.

 

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