• Carlos Mastretta Arista
  • 03 Julio 2014

En el mes de febrero de 1946 Carlos Mastretta Arista escribe en su diario la crónica de su regreso a México, lamentablemente cortada justo en Gibraltar, el día que “la cafetera”, como recordaba él al barco que lo llevó a Nueva York, dejaba atrás el Mediterráneo. Ensoñación de su esposa Ángeles Guzmán y de sus hijos cuando lo leyeron por primera vez, este texto es sin duda el punto de partida de la novela todavía por escribir sobre la vida de Carlos Mastretta Arista.

 

Sábado 23 de febrero de 1946

Llegué a Stradella a las siete de la noche. El reloj de la vieja torre medieval acaba de lloriquear las once y tres cuartos, mientras la nieve sigue impasiblemente trasformando la llanura en un sudario... Trataré de fi jar y recordar estas últimas veinticuatro horas, en las cuales parece que el timón de mi barquilla ha dado una brusca y rápida vuelta... Hace apenas doce horas no sabía yo que la salida para volver a casa fuese tan cercana. Volver a casa... Volver a casa... Me parece que pronuncio una palabra que por tantos años no había existido en mi vocabulario. En estos años trágicos, cada vez que mi mente pretendía dirigirse hacia los recuerdos íntimamente unidos a la palabra casa, mi casa, en forma violenta la llamaba yo a la realidad. Pero ahora tengo que pensar en ello, aunque no quiera, aunque mi ser comprenda que todo lo que acabó, no ha acabado... Estamos al final del segundo acto y debo participar en el tercero. Iré a casa, como he dicho a Luigi, pero estaré listo para el tercer acto. Pobre Luigi. Le regalé los dos cigarros que me ofreció Carrier, dándome la carta de recomendación del “United States Information Service” para los aduaneros yanquis... Pobre Luigi. No creo que pueda soportar esta lucha subterránea, apenas comiendo, trabajando siempre de noche. Pobre partícula heroica de un mundo caído: ¿de qué te sirve haber ganado esas cuatro medallas al valor, si ahora la vida de un ratón representa para tí toda tu fortuna? Se dolió de mi salida, pero lo hizo sin un reproche y me pidió que no me olvidara de la lucha, de nuestra lucha. Le recomendé

a Gino para reemplazarme. Me acompañó al tranvía, mientras la nieve comenzaba su

cándida tarea.

 

Después de abrazarnos lo vi, mientras el tranvía arrancaba lentamente, desaparecer hacia la Plaza Fontana. “Buena suerte, Luigi” murmuré y levantando los ojos ví con nostalgia la estatua de la Virgen del Duomo de Milán ocultarse en un nimbo de copos y neblina. Volví a la redacción media hora antes de salir de Milán en autobús para Stradella a despedirme de mis compañeros de trabajo y sobre todo de mi rechinante escritorio, que tantas veces golpeé con los nudos de los dedos buscando una frase, un pensamiento, para cerrar dos cuartillas. Extraña y misteriosa vida de las cosas inanimadas: al empujar uno de sus cajones soltó un quejido que pareció un “vuelve pronto” ... Todos muy efusivos, con cariño y también con interés, por aquello del paquetito de café que llegará del lejano México... A veces el cariño sale del estómago vacío, pues la humanidad, tan uraña en la bonanza, se vuelve igual que los gatos con hambre, cariñosa por conveniencia. El portero de la redacción por fi n despertó sobre su asiento y, con un ojo abierto y otro cerrado, me dijo: ¿Pasa por Nueva York? saluda a mi sobrino y dígale que se acuerde de las 100 liras que le dí cuando salió para América. Aquí tiene la dirección y buen viaje. Todo esto dijo mientras me daba un papelito y retornaba a cerrar el ojo abierto, lo mínimo indispensable, continuando su eterna siestecilla. Pobre Pietro, su hijo nunca más volverá de las llanuras aterradoras del Don ni del sótano de una casa del Barrio Tecino, saldrá su mujer, muerta durante un bombardeo, mientras se hallaba de visita en el hogar de una amiga. Pobre Pietro, solo despierta al oír una detonación o al ruido del motor de un aeroplano.

 

Salí de la ofi cina bastante emocionado y a pie me dirigí hacia la cercana Plaza Ludovica, donde sale el autobús, siguiendo la Avenida Italia, la señorial, un tiempo, Avenida Italia, ahora convertida en un hacinamiento de muros chamusqueados. Desvié por la calle Olmetto y pasé por la fonda de “Michelle”, donde tantas veces hice cola para alcanzar el turno de mi ración de coles hervidas y arroz–engrudo, salpicado con vinillo dulce de las colinas de Piamonte... Pare sepulto... Dos chicas del “Despacho de Turismo Lombardo” me encontraron. Fué una nota alegre y divertida, en la melancolía de mi despedida de Milán. Formidables son, en verdad, las mujeres en estos trances. Pobres chicas: su sueldo miserable, su albergue semiderrocado, sus abrigos raidillos, todavía conservan el buen humor para augurar a un amigo, con palabras encantadoras, miles de cosas. Fatigosamente arrancó el autobús, patinando sobre el pavimento cubierto de nieve. Fatigosamente, como mi corazón se arrancaba de aquellos muros calcinados, de aquellas piedras embellecidas por la nieve juguetona. Me acurruqué en mi asiento y lancé el potro de mi fantasía a través de las laderas de mis recuerdos. VOLVER A CASA. Solo de vez en cuando mi imaginación era llamada a la realidad por alguna inscripción política entregada por anónimos pintores a la pública opinión de los transeuntes... “Muerte a fulano”, “muerte a zutano”, “acabad con perengano”. Stalin, Mussolini, Churchill, Hitler,

Estados Unidos, o Papuasia... ODIO, ODIO, ODIO, ODIO y siempre ODIO... ¿Mi corazón también lo alberga? ¡Quién sabe! Por ahora es necesario VOLVER A CASA...

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