• Carlos Mastretta Arista
  • 10 Julio 2014

Foto de PORTADA: Carlos Mastretta Arista, acompañado por dos agentes del FBI, en Laredo, marzo de 1946.

Domingo 24 de febrero

No quise que mis tíos me acompañasen a la estación. La nieve caía a torbellinos, cuando a las ocho dejé, acompañado por su fi el mozo, la casa. Pobre tía, siempre tan preocupada por mí, durante la guerra, y tan afectuosa, las raras veces que podía yo pasar por el tranquilo pueblecillo piamontés, en busca de unas horas transitorias de quietud, en medio del huracán que todo lo destruía. Llegué a la estación cinco minutos antes de la salida oficial marcada a las 8:15... La sala de espera, seguía con su cartel en inglés indicando que estaba reservada a los militares de paso. VACIA. Tuve que esperar bajo el techo del andén dos horas, sentado en mis maletas o paseando, para reactivar la circulación de la sangre en mis pies congelados. El encargado de la estación, me dijo, que debían transitar dos trenes de militares angloamericanos antes del mío. Pasaron efectivamente. Todos los vagones eran de primera o pullmans, con calefacción denunciada por sus cristales empañados y bien iluminados. Llegó el mío y tuve que buscar la puerta corrediza de un vagón de carga, que no estuviese bloqueada por la nieve y el hielo, para poder penetrar en el interior de un vehículo, sin asientos de ninguna especie, rebosante de humanidad entumida y silenciosa, macilenta y amargada. No volví a ver la luz, hasta que llegué a Génova a las dos y media... esto quiere decir, PERDER LA GUERRA... Solo dos jóvenes, napolitanos, no callaron durante todo el viaje: ambos eran veteranos de guerra, pues en la raída solapa de sus abrigos llevaban las insignias y, ahora, ante el hambre, servían de... “agentes de ventas” a dos almacenistas militares norteamericanos, dedicados a la noble misión de industrializar el hambre y la desesperación. Me regalaron un “Camel” y ofrecieron recomendarme con el guardián de un restaurant genovés, donde podría yo comer una chuleta con papas, la chuleta de res texana y las papas de Wisconsin... Los demás pasajeros o escuchaban envidiosamente o estaban demasiado preocupados en sus cosas, para dar importancia a una chuleta con papas. Por 100 liras, deslizadas en la mano rolliza de un directo, encontré un cuarto de 500 liras por noche en el semidestruido Hotel Colombia cerca de la Aduana

Marítima de Plaza Caricamento... Después fuí al “War Shippin Administration”, donde diez guapas genovistas ayudan a cinco sargentos americanos a fumar cigarrillos, masticar chicle, tratar despectivamente a los malaventurados necesitados de ayuda; el todo en un salón donde antiguamente se reunían, allá por el 1,400 y pico, los banqueros genoveses a discutir si le prestaban o no dinero al Rey de Inglaterra, disgustado y en guerra con algún semejante suyo. Tuve que hacer nuevamente 64 huellas digitales, sobre otros tantos cartoncitos, las que sumadas con las que me tomaron en el AMGOT (Gobierno de ocupación) en Milán, alcanzan la bella suma de 186. Llené nuevamente seis esqueletos, en los cuales declaraba yo cumplir, durante el viaje y durante mi permanencia en los EE.UU., la Constitución y las demás leyes editadas y emitidas, desde Don Jorge Washington hasta el anteojudo de Don Enrique S. Truman y de no tener ninguna cuestión personal que dirimir con el segundo de estos señores, a más de declarar y jurar no ser anarquista, ni, tanto menos, querer atentar contra la seguridad (hecha a base de Coca–Cola Ice Cold y Hot Cakes) de los ciudadanos de EE.UU... Mientras todo atareado llenaba yo los susodichos esqueletos delante de una ventana inmensa que miraba hacia la plaza, donde antaño las galeras genovesas se mecían símbolos y realidades de la omnipotencia de una república, una voz argentina y femenil me dijo: “Paciencia, Carlos, paciencia. Hemos perdido la guerra”. Me volví rápidamente para encontrar la mirada pícara de Emilia Parodi. Condesa por demás, y ahora simple empleada de la oficina de embarques militares de la potente Norteamérica. Cuando después de una atenta “inspección” médica, tendiente a comprobar que mi organismo no era portador de algún microbio capaz de atentar a la ya citada seguridad de los EE.UU. y previo depósito de 308 dólares me fue entregado el boleto, Emilia me acompañó hasta el lugar, donde era posible observar la nave que estaba destinada a transportarme más allá del Atlántico. “Héla ahí, dijo Emilia, indicándomela con un rápido movimiento de su mano enguantada. Papá dice que un armador genovés no daría una sola lira para comprar y fletear semejante carcacha”... La luz de una gris tarde invernal, no me permitió apreciar la veracidad de lo dicho por la chica genovesa. Mañana a las 9:30 zarparemos. Debo estar a bordo a las siete. Qué chica tan extraordinaria es Emilia. Venida a menos su familia, por la guerra y por la destrucción de sus artilleros, muerto en la guerra heroicamente su novio (el capitán de submarinos oceánicos Fabio Cosatto) no quiere ser de peso a la familia y trabaja y se burla de los americanos. La fui a dejar hasta la Plaza de Ferrari, después de haber tomado un aperitivo (ironía de la vida, con estas hambres) en el Bar Galileo... Cuando en 1938 la conocí era una de las mejores timoneles de veleros de regata del “Real Yacht Club” de Génova... Cené con mis cartillas en un “económico”, después de una hora de cola... Compré 10 cigarros en el mercado negro, que me ofreció un harapiento y macilento chiquillo y volví al hotel a pie, a través de las calles bombardeadísimas de la un tiempo soberbia y hermosa Génova. Los bares y fonduchas del puerto estaban repletas de militares y muchachas; pobres muchachas, en pos de una lata de “Meat and vegetables”... En las afueras de tales sitios, turbas de chiquillos en busca de colillas... En la Plaza de la Catedral, un mitin comunista a diez metros de la entrada del mando de la “Home Fleet”, donde está apostada una orgullosa centinela de la Imperial y Real Marina Británica... Quo Vadis Italia, quo vadis Europa?... Tiene razón Emilia. No telegrafiaré a mi casa hasta llegar a Nueva York... ¿para qué preocuparlos?

Hace treinta y seis horas un funcionario del “War Shipping Ad.” me dijo en Milán: “hay un sitio en una Liberty Ship, pues nadie quiere viajar en ellas.¿Está usted listo?”... Mañana, mañana retorno a casa. Retorno a CASA. Ya se me había olvidado la frase...

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