• Sergio Mastretta
  • 13 Diciembre 2013
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Por: Sergio Mastretta

Ferrocarril El Guadalupe, en la Hacienda Guadalupe, Puebla, en 1903. Foto de Francisco Bustamente.

 

La vida se puede contar en cualquier  descanso que se tome en el camino.

Igual la de un hombre que la de un pueblo o una nación. En un chispazo o con todos sus recovecos. Y así me pregunto yo qué tanto se puede contar en un proyecto periodístico como Mundo Nuestro. Qué tanto nos decimos de este México nuestro, inasible como la vida propia. Hoy es 12 de diciembre. Este portal cumple un año de vida. Y por un instante imagina que encuentra una sombra en un camino en el campo, y que le regalan la mirada de un siglo.

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Un hombre se puede bajar de su bicicleta en una carretera de tierra al lado de un campo en el que los chacales de maíz marcan con su silueta las próximas jornadas de pisca. Y puede contar en un pedalazo sus cincuenta años de historia. El sol pega recio y el hombre busca la sombra en la que me cobijo yo.  Su rostro campesino es mucho más que cobrizo, casi negro, y lo dominan las arrugas perfiladas bajo una buena mata de pelo cenizo. Él tiene su campo más arriba, lo trabaja a medias a un ejidatario vecino, y de él se ha llevado ya las calabazas que adornan el techo de su casa en el pueblo. Mira los chacales de mi campo y pregunta como primera cortesía si la cosecha viene buena. Le muestro una mazorca que acabo de sacar de uno de los chacales de la parcela que sembramos sin agregar un gramo de fertilizante industrial, sin ningún químico contra los insectos y la yerba. Negro, recio, largo, el fruto es hermoso y da para cualquier imaginería. Toda la historia de esta tierra está contenida en él. Y se convertirá en unas maravillosas tortillas.

Eduardo tiene 50 años, nueve menos que yo. Considera las cifras y me mira resuelto para explicar su rostro enjuto y la falta de tres de los incisivos superiores: “Usted no ha pasado hambre, luego se ve. Pero aquí en estos campos ha sufrido la gente, cuando cerró la fábrica aquí en la Hacienda de Guadalupe, la gente no supo qué hacer, era su costumbre la raya el sábado. Porque debe saber que mi papá vino de Puebla a los diecisiete años, desde la fábrica de Santiago lo mandó el patrón para que enseñara a enhebrar los nudos a los indios, para que la manta no saliera con mechones porque así le salía.”



Sección de telares en la fábrica San Juan, Hacienda de Guadalupe, 1903. Foto de Francisco Bustamente .

 

Efectivamente nunca he pasado hambre en la vida. Y observo claramente el abismo que la separa del hombre de la bicicleta. Yo soy de la ciudad, pero hace años ya que tengo este terreno. Y poco a poco he conocido a los vecinos como él. Su padre tuvo muchos hijos, y obrero como era de la fábrica San Félix aquí mismo en la hacienda, nunca tuvo un pedazo de tierra. Muchos hijos sin tierra. Él es el mayor, y también tuvo prole, nada más nueve crías, como dice. Iba a seguir el destino de aquel tejedor, pero todo el sistema de la vieja hacienda se vino abajo allá por 1970, muchos años después de la revolución: quebraron las fábricas de loza y textiles, levantaron la vía del ferrocarril por la que descargaban desde la montaña la madera y se azolvó la represa con su cortina de 120 metros de mampostería con la que encerraban el agua para la planta generadora de energía eléctrica. Era un niño, así que no pasó de ayudante en la fábrica. Y vio el rostro preocupado del obrero que quedó sin trabajo. Y la única salida: aprender a sembrar, convertirse en campesino,  como todos aquellos peones acasillados a los que la revolución les repartió las tierras de la Hacienda de Guadalupe, la del torreón de ladrillo que en la punta de sus 45 metros guardaba en la sombra por las mañanas al patrón Presno, muy serio y esquivo a todo asunto terreno, un ojo a la montaña nevada y el otro al periódico que le traían de la capital, por el que se enteraba de la correrías de los tiempos de don Porfirio.



Torreones a la entrada de la Hacienda de Guadalupe, 1903. Foto de Francisco Bustamante.

 

Algo de eso  sabe el hombre de la bicicleta. Qué había tres fábricas, y que a una de ellas llegó su padre desde el barrio de Santiago en Puebla en los años cincuenta,  mandado por el patrón textilero para hacerle un favor a los herederos de Marcelino García de Presno, el hombre que convirtiera la antigua hacienda de Colcingo en la Hacienda de Guadalupe. Aquí mismo, a un kilómetro de la sombra en la que miro esta historia, las ruinas del tiempo en el que los hacendados mandaban en México. Nada queda del complejo agroindustrial  con 13,853 hectáreas, con los ranchos San Luis y Colcingo, con tres fábricas textiles (San Félix, La Asturiana y San Juan), el molino de harina Guadalupe, la fábrica de loza La Asunción, los aserraderos Tenerife, la Planta Eléctrica de Ventanas, los talleres de muebles y cajas de empaque, las bodegas, el tinacal pulquero, la panadería, el casino, el caserío para la peonada, las casas para los empleados y obreros, los almacenes, los acueductos y la vía férrea para su trenecito “El Guadalupe”, con sus dos locomotoras, sus 27 plataformas y sus ocho coches tranvía. *

Y la represa que guardaba el agua, convertida por la nacionalización de la industria eléctrica en 1960 en un campo entero de maíz. En ella ahora sembramos de todo, desde maíz y frijol, calabazas y quelites, hasta brócoli, chicharos, rábanos, zanahorias y cebollines. Todos los campos de alrededor son parcelas ejidales. En ningún campo hay riego tecnificado, tampoco en el nuestro, y lo que se riega utiliza los mismos canales que conducen el agua rodada desde el rio Atoyac hasta la represa construida por Presno antes de que se levantaran en armas los campesinos.



Comedor de la casa en la Hacienda de Guadalupe, 1903. Foto de Franscisco Bustamente.

 
Acueducto desde la Sierra Nevada, en 1903. Foto de Francisco Bustamante.



Aserradero Tenerife, en la montaña de la Sierra Nevada, Hacienda de Guadalupe, Puebla, 1903. Fotografía de Francisco Bustamante.

 

Hace tanto que se fueron esos tiempos. Y tan presentes: en la destrucción de las haciendas por la revolución, con toda la economía capitalista y el trabajo feudal en que se sostenía; en la construcción de la economía de la pobreza campesina que dejó el reparto agrario por la revolución. Y más: en la destrucción de todo lo que la misma revolución creó: el Estado priista con su control absoluto de los ejidatarios minifundistas. El Estado que los expulsó a Estados Unidos. El Estado que los arrojó por miles y miles a la economía narco y al sicariato. El Estado que es incapaz de proteger la vida de sus ciudadanos.  El Estado que ahora mismo se deshace de su petróleo y vuelve a ofrecer el paraíso laboral de la privatización.

Tiempos veremos, don Porfirio.

Pienso en todo ello mientras observo la bicicleta del campesino hijo de obrero en un pueblo que nació tras la disolución de una de las haciendas más importantes en Puebla. Llantas gruesas, todavía con la rodada bien marcada; se ve que las cambió recientemente. Muy buenas para recorrer las terracerías entre Juárez Coronaco, el pueblo de los acasillados de Guadalupe, y San Antonio Chiautla de Arenas, el pueblo de los acasillados de la Hacienda de Chiautla, nacidos por el reparto agrario de 1917, cuando Venustiano Carranza entendió que para resolver el encono de los pueblos zapatistas tendría que repartirles la tierra. Que sólo así acabaría con aquel Atila del Sur, como llamaban los periódicos capitalinos al jefe de los alzados de Puebla y Morelos. Sí, no bastaría con matarlo como lo hizo aquel 10 de abril de 1919.



Molino de Guadalupe, en la misma hacienda, 1903. Foto de Francisco Bustamante.

 

Al padre del hombre de la bicicleta no le tocó reparto agrario. Ni a sus hijos. Peones serían toda la vida. Aprenderían igual a sembrar el frijol, la calabaza y el maíz, y comerían quelites y chuparían los tubos como órganos de iglesia elaborados por las avispas, puro polen, como dice el hombre de la bicicleta, quien entre más platica más refiere todo al sentido primario de la comida. Y es filósofo: la gente se conoce por lo que come, me dice. Y sonríe con todo el temblor de su rostro molacho. Y yo recuerdo la foto del comedor de Marcelino G. Presno, con el ferrocarril de madera en el que acercaban los platones a la mesa.

Ahí estamos, a la sombra del camino de tierra. Él sopesa la fuerza de la rodada de su burro metálico. Cuánto ha rodado él en la vida. Cuántos surcos ha marcado.

“La traje de Canadá hace veinte años, don, es de las buenas, marca Raleigh, nomás que ya no se le ve el escudo. Pero siéntala, mire su cuadro, resiste todo. Le cambias los rines, el volante, el asiento, pero todo lo demás es original. Ahora vengo desde San Martín Texmelucan, me hago una hora, pero pasé a San Antonio a ver un trabajo, porque yo a todo le hago, soy albañil, pero si quiere tapamos ese terreno con avena y vamos a medias. En todo he andado, igual del otro lado. Si apenas me echaron hace dos años, cuando a los gabachos se les vino la quiebra. Estaba en una lavandería en Oklan, don, muy duro pero no se raja el macho, treinta y cinco máquinas a mi cargo, y le metíamos 250 colchas de avión a cada una, y sábanas y manteles de hotel. No problema que no tengas papeles, me decía el patrón. Igual en el aeropuerto, no problema cuando llegaba Migración, no problema y a los cinco días de nuevo trabajando en limpiar motores, ¿usté cree?, los meros motores de los aviones limpiaba yo…”

Luego llegó el 2010. No lo echaron, se vino porque estaba enferma su mujer. Ahora va con ella, ya tiene listo el carrito con los elotes y los esquites. Es sábado en la tarde, algo sale de la venta. No, mejor quedarse en el pueblo, ya no tiene la edad para arriesgar la vida en la frontera. Para eso están sus hijos. Sí, ellos ya no esperan reparto agrario alguno. Ni promesas de políticos. Los más grandes ya se le fueron al gabacho.

El sol de las 3 está a todo tren. Cuentan que aventaban desde la montaña las plataformas del ferrocarrilito El Guadalupe de Presno cargadas con los largos troncos de los pinos moctezumae,  ahí venían chirriando los frenos que aplicaban los garroteros. El hombre de la bicicleta dice que le tocó verlo de niño. A saber si lo vio o se lo contaron sus abuelos.

Allá va con su bicicleta trepando la loma rumbo al pueblo. Aquí quedo yo con  su memoria arrebatada por el tiempo. Allá va con su bicicleta. Aquí quedo con el siglo entero que me ha traído en dos tres pedalazos narrativos.

Para recordar este primer año de Mundo Nuestro.



Portadilla del álbum de Marcelino G. Presno, con fotografías de Francisco Bustamante. 1903.



Campo en la antigua laguna de la Hacienda de Guadalupe, Puebla. 2013.

 

* Patricia Massé describe la magnitud de esta hacienda en su texoFotografías de un México fuerte: Vistas de la hacienda, molino y fábricas de Guadalupe, Revista Alquimia, Sept-Dic 2007, Año 11, No. 31. INAH, México. Todas las fotografías, salvo la última, han sido tomadas de esa publicación.

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