• Sergio Mastretta
  • 02 Octubre 2013
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Por: Sergio Mastretta



Horror y tentación. Insuperable el abismo de la noche de Tlatelolco. Un nuevo 2 de octubre recordado, ahora 45 años después. Tenía entonces 13 años de edad, pero a mis ojos jóvencitos llegó el rumor incontenible como una ola que arrasa todo propósito de silencio:

“El ejército mató a los estudiantes en Tlatelolco.”

Fue una imagen que llegó sin sonidos.

Luego llegaron las olimpiadas. La sociedad arrasada se envolvió con el manto del olvido. La televisión vivió su primer evento masivo, y a ella nos montaron sin remedio apenas diez días después desde el mismo estadio universitario  bautizado “México 68”.

Después, en 1971, llegó el libro de Elena Poniatowska. Lo leí a mis 17 años. Y entonces llegaron los sonidos. Escojo uno, entre cientos de testimonios:

Un niño de cinco o seis años que corría llorando, rodó por el suelo. Otros niños que corrían junto a él huyeron despavoridos pero un chiquito como de seis años se regresó a sacudirlo: “Juanito, Juanito, levántate.” Lo empezó a jalonear como si con eso fuera a reanimarlo: “Juanito ¿qué te pasó?” Seguramente no sabía lo que es la muerte, y no lo iba a saber nunca, porque sus preguntas ya no se oyeron, sólo un quejido, y los dos pequeños cuerpos quedaron tirados sobre el asfalto, el uno encima del otro. Yo lo vi todo. Quería arrastrar al pequeño hasta la zanja donde me encontraba. Le grité varías veces pero como las balas silbaban por todas partes no me atreví a ir por él. Me limité a gritarle: “¡Niño, niño, ven acá, niño!”, pero estaba demasiado ocupado en revivir a su amigo. ¡Hasta que le dio la bala! Sé que soy un cobarde, pero sé también que el instinto de conservación es terriblemente egoísta.  Jesús Tovar García, estudiante de Ciencias Políticas de la UNAM.



No olvidar, nos hemos dicho desde entonces. Así lo propuso Elena Poniatowska en ese fundamental para nuestra historia ejercicio periodístico editado por Era tres años después: 

En su mayoría estos testimonios fueron recogidos en octubre y en noviembre de 1968. Los estudiantes presos dieron los suyos en el curso de los dos años siguientes. Este relato les pertenece. Está hecho con sus palabras, sus luchas, sus errores, su dolor y su asombro. Aparecen también sus “aceleradas”, su ingenuidad, su confianza. Sobre todo les agradezco a las madres, a los que perdieron al hijo, al hermano, el haber accedido a hablar. El dolor es un acto absolutamente solitario. Hablar de él resulta casi intolerable; indagar, horadar, tiene sabor de insolencia. Este relato recuerda a una madre que durante días permaneció quieta, endurecida bajo el golpe y, de repente, como animal herido —un animal a quien le extraen las entrañas— dejó salir del centro de su vida, de la vida misma que ella había dado, un ronco, un desgarrado grito. Un grito que daba miedo, miedo por el mal absoluto que se le puede hacer a un ser humano; ese grito distorsionado que todo lo rompe, el ay de la herida definitiva, la que no podrá cicatrizar jamás, la de la muerte del hijo. Aquí está el eco del grito de los que murieron y el grito de los que quedaron. Aquí está su indignación y su protesta. Es el grito mudo que se atoró en miles de gargantas, en miles de ojos desorbitados por el espanto el 2 de octubre de 1968, en la noche de Tlatelolco.

No olvidar, hemos dicho ya por casi dos generaciones. No olvidamos que esa matanza sigue impune. Que los políticos y los militares que los respaldaron nunca fueron juzgados a pesar de todos los señalamientos. Y que de ese Estado de justicia insolvente venimos. El Estado autoritario que cayó en la tentación y nos metió en el horror.

Hoy, en medio del mayor horror vivido por los mexicanos desde la guerra civil guardada en la Revolución Mexicana, con decenas de miles de muertos guardada en esa otra guerra incomprensible que denominamos “la guerra del narco”, nos volvemos a preguntar ¿por qué? ¿Qué sociedad es esta la que contiene su alarido?

 

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