• Por: Guillermo Prieto
  • 06 Junio 2014

Guillermo Prieto (México, D.F., 1818-1897), poeta, historiador y político liberal, autor entre otras muchísimas obras, del libro Memorias de mis tiempos (1853), es sin duda uno de los más altos exponentes de la inteligencia mexicana en los aciagos años que siguieron a la independencia. Lo recordamos bien por aquella famosa frase (“los valientes no asesinan”) que salvó del fusilamiento a Benito Juárez en Guadalajara, en el arranque de la Guerra de Reforma.

En una de esas breves etapas de paz, apenas acabada la invasión yanqui del 47-48, el escritor Guillermo Prieto visitó la ciudad de Puebla para una estancia de una semana. Era el año de 1849. Publicada por etapas entre julio y noviembre en El Siglo XIX, esta crónica nos ofrece una mirada invaluable que nos permite conocer una ciudad orgullosa de sí, catolicísima, apenas consciente de que el mundo de la colonia había quedado atrás y para siempre. Prieto camina la ciudad, recorre todos sus templos, investiga en cuanto archivo tiene a la mano, y sobre todo, platica y parrandea con amigos de toda índole, pero especialmente poetas, literatos, abogados y doctores, la  inteligencia liberal de la ciudad, que no deja de ver en “el mexicano” --por venir de la ciudad de México--, el elemento con el que se confronta y valora lo que se es y lo que se quiere ser. “Ocho días en Puebla” es la crónica de una ciudad al borde de unas guerras civiles cruentas.

(Del Libro Ocho días en Puebla. Impresiones profundas de viaje arquitectónico, sentimental, científico y estrambótico de Fidel Guillermo Prieto. Editor Vargas Rea.México, D.F.1944)

Ocho días en Puebla, 1849

Martes

Envuelto en mi nube, para hablar como un curro andaluz, y como una sonaja de contento, me disponía a mis correrías, cuando una parvada de amigos cayó en mi cuarto, y en un abrir u cerrar de ojos, nos declaramos en estado de meeting.

La tertulia prometía. Eran dos abogadazos como dos condes de La Cañada: dos estudiantes en escala menor, con sus puntas de copleros sentimentales: dos médicos, cáusticos y desparpajados, como son todos los recién recibidos, y otro par de poblanos sesudos y reacios, apegados a su patria e intolerantes con cuanto bicho se atreviera a opinar en contrario sentido. Así es que en mi mano estaba dar cuerda a todos aquellos resortes, y armarse una chamusquina de setecientos mil demonios.

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