• Pedro Arrupe, S.J (Bilvao 1907-Roma, 1991)
  • 06 Agosto 2015
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Se cumplen 70 años de los bombazos atómicos sobre las ciudades japoneas Hiroshima y Nagasaki. En la memoria, tal vez, el hongo gris retratado desde el propio bombadero, y las escenas inconfundibles del terror de los niños sobrevivientes.

Y no mucho más, acostumbrados como estamos a nuestros propios horrores mexicanos.

Pocas crónicas de eventos históricos logran la carga testimonial como el texto Yo viví la bomba atómica, del sacerdote jesuita Pedro Arrupe (Bilbao, 1907-Roma, 1991), publicado en 1952. Ese día, el 6 de agosto de 1945, el joven religioso se encontraba en el noviciado de Nagatsuka, junto con otros 35 jóvenes y varios padres jesuitas.

Pedro Arrupe fue el Superior General de la Compañía de Jesús entre 1965 y 1983, y su trabajo transformó profundamente esa orden religiosa, que recuperó su espíritu original en su opción por los pobres. Murió en Roma el 5 de febrero de 1991.

El texto fue tomado del blog Apostolado de los últimos tiempos.

La fotografía de la portadilla fue tomada del reportaje del diario norteamericano Daily News “El bombardeo atómico sobre Hirposhima y Nagasaki: 69 años después”.





Hiroshima era una ciudad de unos 400 mil habitantes. Su corte completamente japonés, aunque en ella no faltaban, sobre todo en el centro, buenos edificios de cemento armado.

 

Militarmente Hiroshima tenía mucha importancia: era el segundo cuartel general de las tropas japonesas, y su puerto uno de los principales para el traslado de divisiones armadas. Antes del desembarco de los americanos, pasaban semanalmente por Hiroshima muchos miles de soldados.

 

Los jesuitas teníamos en Hiroshima dos casas: una en el centro mismo de la ciudad, que era la parroquia, y otra a unos seis kilómetros del centro de la explosión atómica, que era el Noviciado de Nagatsuka, para los novicios japoneses. Allí me encontraba yo con otros treinta y cinco jóvenes jesuitas

 

La mañana del 6 de agosto de 1945

 

Estaba yo en mi cuarto con otro Padre, a las ocho y cuarto de la mañana, cuando de repente vimos una luz potentísima, como un fogonazo de magnesio, disparado ante nuestros ojos.

 

Naturalmente, extrañados, nos levantamos para ver lo que sucedía, y al ir a abrir la puerta del aposento –éste daba hacia la ciudad- oímos una explosión formidable, parecido al mugido de un terrible huracán, que se llevó por delante puertas, ventanas, cristales, paredes endebles…, que hechos añicos iban cayendo sobre nuestras cabezas.

 

Nos tiramos, o fuimos tirados al suelo. Y digo fuimos tirados, porque un padre alemán de más de 90 kilos de peso se hallaba apoyado en la ventana de su cuarto y se encontró de pronto sentado en el pasillo, a varios metros de distancia, leyendo un libro.

 

Seguí sobre nosotros la lluvia de tejas, ladrillos, trozos de cristal… tres o cuatro segundos que nos parecieron mortales, porque cuando se teme que una viga se caiga en la cabeza y le aplaste a uno el cerebro, el tiempo se hace muy largo.

 

¿Una bomba en el jardín?

 

Cuando pudimos ponernos en pie, fuimos a recorrer la casa. Yo tenía la responsabilidad de los treinta y cinco jóvenes que estaban bajo mi dirección. No encontré a ninguno herido, ni siquiera con el menor rasguño.

 

Salimos al jardín, para ver dónde había caído la bomba, pues nadie dudaba que esto hubiese sucedido; pero al llegar y recorrerlo todo, nos miramos extrañados unos a otros: allí no había ningún hoyo, ni ninguna señal de explosión. Los árboles, las flores, todo, aparecía normal.

 

Estábamos recorriendo los campos de arroz que circundaban nuestra casa para encontrar el sitio de la bomba, cuando, pasado un cuarto de hora, vimos que por la parte de la ciudad se levantaba una densa humareda, entre la que se distinguían, claramente, grandes llamas.

 

Subimos a una colina para ver mejor, y desde allí pudimos distinguir en donde había estado la ciudad, porque lo que teníamos delante era una Hiroshima completamente arrasada.

 

Como las casas eran de madera, papel y paja, y era la hora en que todas las cocinas preparaban la primera comida del día, con ese fuego, y los contactos eléctricos, a las dos horas y media de la explosión toda la ciudad era un enorme lago de fuego.

 

“Pika-don”

 

Los japoneses, que no sabían que no sabían que había explotado la primera bomba atómica, con esa prodigiosa armonía imitativa de su lenguaje, designaron este nuevo fenómeno con la palabra “Pika-Don”. “Pika” era para ellos el fogonazo, y “don” el ruido de la explosión. Aun ahora, al hablar de la bomba atómica, muchos siguen llamándola Pika-Don…

 

Nosotros, sin podernos explicar tampoco qué había pasado allí, intentamos entrar en la ciudad; pero era imposible: aquello era un mar de fuego sobre una ciudad reducida a escombros…

 

En estas condiciones estaba la ciudad a los pocos momentos de la explosión. Apenas se podía avanzar entre tanta ruina. Pero otra de las causas que entorpecía nuestra marcha era la cantidad sin número de personas que iban saliendo penosamente de aquel infierno.

 

Huían a duras penas, sin correr, como hubieran querido, para escapar de aquel infierno cuanto antes, porque no podían hacerlo a causa de las espantosas heridas que sufrían.

 

Nunca se me olvidará, porque fue una de mis impresiones primeras de la bomba atómica, aquel grupo de muchachas jóvenes, de dieciocho a veinte años, que venían agarradas unas a otras, arrastrándose. Una de ellas tenía una ampolla que le ocupaba todo el pecho. Tenía además la mitad del rostro quemado y un corte producido por la caída de una teja, que, desgarrándole el cuero cabelludo, dejaba ver el hueso, mientras gran cantidad de sangre le resbalaba por la cara. Y así la segunda, la tercera… en una progresión que si se continúa hasta 150.00 nos dará una idea aproximada del cuadro de Hiroshima.

 

El hospital improvisado

 

Seguíamos buscando medio de entrar en la ciudad, pero era imposible. Entonces hicimos lo único que se puede hacer ante una hecatombe como ésta: caer de rodillas y orar pidiendo luz al cielo, al verse uno desprovisto de todo auxilio humano.

 

Al fin, acordándome que había estudiado medicina hacía muchos años, volví corriendo a casa para buscar alguna ayuda.

 

El botiquín lo encontré debajo de los escombros, con las puertas deshechas: de entre las ruinas fui sacando un poco de yodo, otro poco de aspirina, sal de frutas y bicarbonato. Esos eran mis poderes, cuando estaban esperando 200 mil víctimas a quienes auxiliar.

 

¿Qué hacer? ¿Por dónde empezar?

 

Caí de nuevo de rodillas y me encomendé a Dios Nuestro Señor.

 

Allí fue donde Él me ayudó de una manera especialísima, no con medicinas, sino con una idea, que sin duda hoy hará sonreír a cualquier médico que lea esto: la de lograr a todo trance, ante la evidente falta de medios, ayudar a la naturaleza para ponerla en condiciones de reaccionar por sí misma.

 

Para eso limpiamos como pudimos la casa y tratamos de acomodar en ella a todos los enfermos y heridos que nos fue posible, en total más de ciento cincuenta.

 

Para conseguir nuestro fin lo primero que había de hacerse era preocuparse de la alimentación, no sólo de la ordinaria, sino una sobrealimentación que diera a aquellos organismos energía para reaccionar contra las hemorragias, la fiebre y la supuración de las quemaduras.

 

Nuestra gente joven, con bicicletas o a pie, se lanzó por los alrededores de Hiroshima. Sin saber cómo ni de dónde fueron trayendo consigo lo que en cuatro años no habíamos ni siquiera visto: pescado, carne, huevos, mantequilla… Con ello pudimos atender a nuestros enfermos.

 

El éxito acompañó a nuestros esfuerzos, porque casi sin darnos cuenta estábamos desde el principio atacando aquella anemia y leucemia que iba a desarrollarse en la mayoría de los heridos por haber sido atacados por las radiaciones atómicas.

 

Por eso nos podemos gloriar de que de todos los hospitalizados en casa desde el principio ninguno murió, si se excluye a un niño, que atacado de meningitis a causa del aumento de presión de líquido cefalorraquídeo, falleció al día siguiente. Los demás se salvaron todos.

 

Efectos somáticos

 

Mientras la gente joven se encargaba de recoger por todas partes alimentos, yo procuraba poner aquellos organismos en condiciones de reaccionar de un modo un poco más científico. Ante todo era necesaria la limpieza de aquella triple clase de heridas.

 

1.    Heridas de contusión producidas por el desplome de los edificios. Eran fracturas de huesos, cortes, no como los de un sable o una bala, que dejan limpios los labios de la herida, sino como los producidos por el desplome de un tejado, derrumbándose la madera carcomida, las tejas y las vigas despedazadas sobre la víctima indefensa. En sus músculos desgarrados más que cortados quedaban incrustados la tierra, el serrín…

Había que limpiar aquellas heridas en carne viva y además a sangre fría por la falta absoluta de cloroformo, éter, morfina o cualquier anestésico que mitigara un poco aquellos terribles dolores.

2.    Otras heridas eran producidas por fragmentos de vidrio o madera incrustados en el cuerpo sin especial desgarramiento muscular.

3.    Al tercer grupo pertenecían las quemaduras, terribles muchas veces, como por ejemplo las de aquel que se me presentó a las pocas horas de la explosión con una ampolla que le cogía todo el pecho hasta el bajo vientre y otra igual en la espalda. Cuando se preguntaba a alguno cómo se había quemado de esa manera, la respuesta era siempre la misma: había quedado debajo de los edificios al derrumbarse éstos; habían comenzado luego a arder las casas y se había quemado mientras luchaba por salir de entre los escombros.

 

 

Esto era natural; pero había otra clase de quemaduras cuyo origen nadie se explicaba. Al preguntarle a uno:

 

-       Usted, ¿cómo se ha quemado?

 

Recuerdo que me contestó:

 

-       Yo no me he quemado, Padre

 

-       Entonces, ¿qué le ha pasado?

 

-       No lo sé. He visto una luz, una explosión terrible y no me ha sucedido nada, pero al cabo de media hora he sentido que se me iban formando en la piel unas ampollitas superficiales y al cabo de cuatro o cinco, era ya una quemadura que un día después empezó a supurar. Y esto sin fuego…

 

Era desconcertante. Hoy ya sabemos que se trataba de los efectos de las radiaciones infrarrojas que atacan los tejidos y producen no sólo la destrucción de la epidermis y de la endodermis, sino también la del tejido muscular, originando aquellas supuraciones causa de tantos muertos y también de tanta desorientación para nosotros.

 

Para limpiar las heridas había que punzar y abrir las ampollas.

 

Por eso, a las cuatro horas y media de trabajo teníamos en casa a ciento cincuenta personas con un tercio o la mitad de la superficie de la piel en carne viva.

 

Además el trabajo era penoso, pues cuando se produce una ampollita por la rozadura de un zapato, por ejemplo, se hace una punción con un alfiler y sale una gotita de agua. Pero cuando en una ampolla que ocupa medio cuerpo se hace la punción, salen más de ciento cincuenta centímetros cúbicos.

 

Al principio usábamos cubetas niqueladas, pero desde la tercera cura, viendo todo lo que teníamos delante, empezamos a utilizar los calderos y baldes que encontrábamos por la casa.

 

Sufrimientos espantosos, dolores terribles que hacían retorcerse a los cuerpos como serpientes y, sin embargo, no se oía un solo quejido: todos sufrían en silencio. Nadie gritaba ni lloraba. En esto es donde el pueblo japonés se manifiesta muy superior a los occidentales: en el control absoluto del dolor y el estoicismo, tanto más admirable cuanto más espantosa es la hecatombe.

 

En el teatro de la tragedia

 

Por fin pudimos entrar en la ciudad. Como ocurre siempre en los grandes incendios, se desarrolló una cantidad enorme de vapor de agua que terminó por condensarse en lluvia torrencial. Así se apagó, al menos, la parte superior de los escombros.

 

Eran la cinco de la tarde. Ante los ojos espantados un espectáculo sencillamente indescriptible; visión dantesca y macabra imposible de seguir con la imaginación. Teníamos delante una ciudad completamente destruida, por la que íbamos avanzando sobre los escombros cuya parte inferior estaba aún llena de rescoldos. Cualquier descuido podía sernos fatal.

 

Pero mucho más terrible era la visión trágica de aquellos miles de personas heridas, quemadas, pidiendo socorro. Como aquel niño con quien me tropecé que tenía un cristal clavado en la pupila del ojo izquierdo, o aquel otro que tenía clavada en los intercostales, como si fuese un puñal una gruesa astilla de madera.

 

Sollozando gritaba:

 

-       ¡Padre, sálveme que no puedo más!

 

O aquel otro cogido entre dos vigas y con las piernas completamente calcinadas hasta la rodilla.

 

Así íbamos avanzando, cuando vimos de pronto venir hacia nosotros a un joven corriendo como loco, mientras pedía socorro: hacía ya veinte minutos que oía las voces de su madre, sepultada viva entre los escombros de su casa. Las llamas estaban ya calcinando su cuerpo y en tanto él hacía imposibles esfuerzos para separar las grandes vigas de madera que la tenían aprisionada.

 

Más impresionantes eran aún los gritos de los niños llamando a sus padres. Otros habían perecido, como las doscientas alumnas de un colegio. El tejado se les había derrumbado encima sin que una sola se escapase de las llamas.

 

En la orilla del río

 

A eso de las diez de la noche pudimos, por fin, encontrar a nuestros Padres de la Residencia. Los cinco estaban heridos. El Padre Schiffer, sin estarlo gravemente, se hallaba moribundo. Tenía una herida en la cabeza, y para cortar la hemorragia, como no encontraban a mano otra cosa, le hicieron un gran turbante de papeles de periódicos y una camisa.

 

Pero no se habían dado cuenta de otra herida que tenía detrás del pabellón de la oreja: un trozo de cristal le había cortado una pequeña arteria y estaba desangrándose poco a poco.

 

Fabricando con una madera sin cepillar, y unos bambúes, una camilla, nos dispusimos a llevarlo a Nagatsuka.

 

Él, haciendo un gesto de dolor, pero sonriendo a la japonesa, me dijo:

 

-       Padre Arrupe, ¿podría mirarme la espalda? Debo tener algo en ella.

 

Lo volvimos boca abajo y a la luz de una antorcha vimos que, en efecto, estaba completamente acribillado con trozos de cristal.

 

Con una navaja de afeitar -¡quién pensaba entonces en bisturí!- le saqué más de cincuenta fragmentos. Después de esta operación, avanzando lentamente a través de la ciudad, a oscuras, comenzamos el viaje hacia el Noviciado.

 

Cada cien metros teníamos que parar para descansar un poco nosotros y él. En uno de estos altos forzados sentimos cerca de nosotros ayes lastimeros, como de un moribundo. No conseguíamos encontrar el sitio de donde provenían, cuando uno, aguzando el oído, dijo:

 

-       Es debajo donde está gritando.

 

Efectivamente, nos habíamos detenido sobre un tejado derruido. Apartando las tejas nos encontramos a una anciana con medio cuerpo quemado. Allí había estado sepultada todo el día y ya apenas tenía un hilito de vida. La sacamos de allí y falleció al momento.

 

Aún nos faltaba por ver muchas escenas de horror aquella noche. Al llegar al río el espectáculo era terrorífico: huyendo del fuego y aprovechando la marea baja, la gente había llenado ambas orillas; pero a media noche había comenzado a subir la marea y los heridos, agotadas sus fuerzas y medio hundidos en el fango, no podían moverse: los alaridos de aquellos que ya sentían el agua al cuello sin salvación posible jamás se me olvidarán. 

 

Misa original

 

A las cinco de la mañana llegamos por fin a nuestro destino y comenzamos a hacer las primeras curaciones a los Padres. Antes, a pesar de lo urgente del trabajo, habíamos celebrado nuestras Misas. Ciertamente que en esos momentos de dolor es cuando se siente a Dios más cerca. Entonces es cuando más necesitamos los auxilios sobrenaturales.

 

La parte externa de la celebración del Santo Sacrificio no era, en realidad, muy propia para fomentar la devoción sensible. Al volverme para decir “Dominus Vobiscum” veía delante de mí aquellos cincuenta heridos acomodados delante de la capilla, sufriendo terriblemente.

 

Al ir a la Epístola o al dirigirme al Evangelio tenía que ir apartando suavemente con el pie a los niños que se acercaban hasta allí. Querían ver de cerca al extranjero que con trajes tan raros –para ellos-, hacía aquellas ceremonias que nunca habían presenciado. Sin embargo, a pesar de todo, quizá nunca haya dicho Misa con tanta devoción.

 

El saco salvador

 

Cuando al terminar el Santo Sacrificio nos pusimos a pensar qué íbamos a hacer, porque eso de ayudar a la naturaleza por medio de una buena alimentación no bastaba, vino otra vez el Señor con su Providencia admirable.

 

A las ocho de la mañana, un aldeano empleado en casa, se me presentó con un saco en la mano y me dijo:

 

-       Padre, yo quisiera también ayudar a esta pobre gente, y buscando por aquí y por allá me he encontrado este saco lleno de escamitas blancas que parecen medicina. Vea usted si puede servirle para algo.

 

El contenido eran 15 kilos de ácido bórico. Allí estaba la solución del problema. Con nuestra ropa interior y con las sábanas que había en casa fabricamos gran cantidad de vendas y comenzamos nuestro trabajo, sumamente primitivo, pero que dio gran resultado.

 

Consistía en poner una gasa sobre la herida, manteniéndola húmeda todo el día con una disolución desinfectante de ácido bórico. Así se lograba calmar un poco el dolor, y además, manteníamos la lesión relativamente limpia y en contacto con el aire. La supuración de las heridas quedaba adherida a la gasa, con lo cual, cambiándola cuatro o cinco veces al día, conseguimos asegurar la asepsia.

 

Siguiendo el proceso curativo pudimos ver antes de una semana que se iban formando y extendiendo poco a poco unas granulaciones de cicatrización que, debidamente cultivadas, llevaron a los enfermos al restablecimiento de una manera lenta, pero total. Así en todos los casos que tratamos. Tanto, que no tuvimos ninguno de contracción o quiloide, o sea degeneración maligna de las cicatrices.

 

Cuando después de cierto tiempo de estudio científico acerca de los efectos de la bomba atómica un grupo de médicos de la A.B.C.C. (Atomic Bomb Casulaty Center), nos manifestó sus sospechas de que la bomba atómica tuviera influencias malignas en los procesos de cicatrización, pudimos demostrarles que no era así, puesto que entre todos los centenares que nosotros habíamos curado no se había dado ni una sola de esas degeneraciones malignas. Lo cual nos hace pensar que los quiloides no fueron producidos directamente por la bomba, sino por el mal tratamiento de las heridas.   

 

En manos de la terapéutica doméstica

 

En efecto nosotros, que estábamos en Hiroshima y vimos aquellos originales procedimientos curativos, nos explicábamos perfectamente que las heridas en vez de curarse se pusieran peor.

 

En primer lugar, la escasez de médicos era agobiante. De los 260 que había en la ciudad, perecieron en la explosión 200. De los 60 restantes, muchos estaban heridos. Al director del Hospital de la Cruz Roja me lo encontré debajo del tejado de su casa, de donde le sacamos con seis fracturas de hueso, imposibilitado por tanto para ayudar a los demás.

 

Las muchedumbres de heridos cayeron pues, en manos de curanderos improvisados o de enfermeras a medio formar.

 

Cuántas veces vimos aquellas interminables hileras de cien o ciento cincuenta heridos esperando pacientemente en la calle, ante un edificio a medio derruir, el poder pasar delante de una enfermera que con un “fude” –pincel para escribir caracteres- iba pintando la herida con mercurio cromo que tenía junto a ella en una lata. Naturalmente, el mercurio producía la destrucción de los tejidos.

 

Y éstas eran las curaciones “técnicas”, porque las “domésticas” eran mucho peores. Siempre es de temer la terapéutica casera, pero mucho más en el Japón. Aquí, por ejemplo, tienen la idea de que para las quemaduras viene muy bien la pulpa de nabos. Por eso, como en Hiroshima hay muchísimos, cantidades enormes de pulpa iban siendo aplicadas a las heridas.

 

Al principio el efecto era refrescante, pero al cabo de media hora, con el sol de agosto y con el pus que iban supurando las heridas, se formaba una costra que producía dolores insoportables. Esto lo intentaban remediar aplicando puré de patata, con lo que la costra aumentaba, y aunque tomaba aspecto de cicatriz, se apreciaba sensiblemente que debajo había algo blando.

 

Para obtener su absorción por ósmosis espolvoreaban la herida, cerrada en falso, con polvo de ceniza de carbón vegetal. Finalmente, al aumentar el dolor, pretendían calmarlo echando encima aceite. En resumen, tras este proceso curativo se formaba una costra durísima, negra y reluciente como si se tratara de unos zapatos recién embetunados.

 

Por eso nuestro trabajo era ir recorriendo una a una las casas donde había heridos y convencerles de que aquello era ir a una muerte cierta. Al mismo tiempo les enseñábamos nuestro sencillo procedimiento de curación.

 

Salve a mi marido

 

Mucho se podría escribir de casos individuales que en aquella hecatombe se nos fueron presentando. Reseñaremos algunos.

 

Estaba en Nagatsuka curando heridos cuando se me presentó un matrimonio joven. Ella venía completamente bien, pues se encontraba fuera de la ciudad en el momento de la explosión. Su marido, un joven de veintidós años, venía en un estado lamentable. Apenas podía moverse. Ayudado por su mujer, que venía tirando de él, se arrastraba hacia nuestra casa. Desde que entró en ella iba dejando a su paso un reguero de pus. Tenía medio cuerpo hecho una llaga.

 

Era el primer caso tan grave que veía y pensé para mis adentros que aquel pobre hombre había ido allí para morir entre nosotros. Pero él cuando se dio cuenta que yo titubeaba, agarrándome una mano me dijo angustiosamente:

 

-       ¡Padre, ayúdeme!

 

Y la mujer, cogiéndome la otra, me explicaba:

-       Padre, hace un mes que nos hemos casado, ¡salve a mi marido!

 

Yo no sabía qué decir. En esas ocasiones pasan mil cosas por la cabeza en un solo segundo. Al fin, casi reflejamente les contesté:

 

-       Está bien, veremos lo que se puede hacer, pero… va a doler mucho.

 

Él, mirándome fijamente:

 

-       ¿Qué va a doler mucho? ¡Usted dele duro, que yo aguanto!...

 

Y efectivamente, lo pusimos en la mesa de operaciones, que era la mesa de mi escritorio, y comenzamos a limpiar. ¡El pobre joven cómo se retorcía! Había que hacerlo a sangre fría, pues el pus se había solidificado en el fondo de las quemaduras; pero, en medio de su dolor, sólo pero decía:

 

-       Padre, dele duro, que yo aguanto, pero sálveme!

 

Alguien me dijo al oído:

 

-       ¿No será posible hacerle menos daño?

 

Pero era imposible acceder. Tenía que convertirme en verdugo de aquel hombre si quería salvar su vida. Y lo fui durante dos horas y media. Al terminar estaba él reventado de sufrir y yo agotado por la tensión en que había estado mientras le crucificaba con aquel dolor.

 

En Japón, como las paredes son muy endebles, se oye todo lo que se habla al otro lado de ellas; pero aquel herido, olvidándose de eso, tan pronto como desaparecimos de su vista, descargó contra su pobre mujer, a la que ponía perdida agotando hasta los últimos epítetos del diccionario, toda la bilis acumulada en aquellas dos horas y media de tormento.

 

Ella no se inmutaba. Como  buena japonesa, le oía sonriente y en venganza le encendía el pitillo, le enjugaba el sudor o le daba algo de beber. Y así siempre, porque siempre la encontrábamos sonriente, sentada o de rodillas, a la cabecera de su esposo, sin que nunca llegáramos a saber cuándo dormía.

 

Al cabo de ocho meses este matrimonio salía de nuestra casa. En una mañana de abril los vi bajar por la cuesta del jardín sonrientes, satisfechos y sobre todo… bautizados.

Yo sentí también entonces una alegría íntima que compensaba cumplidamente todos los sufrimientos de los ocho meses pasados. Porque si hubiéramos dejado a aquél muchacho, hubiera muerto sin duda, ya que presentaba los primeros síntomas de intoxicación. Y lo hubiera hecho sin la gracia de los redimidos…

 

¿Y los niños?

 

Entre todos los casos de curaciones, quizá los que nos causaron más sufrimientos fueron los de los niños.

 

Todos saben que en el Japón se adora a los niños. El cuidado por su educación es extremo, de modo que en el Japón no hay analfabetos: todos van a las escuelas y a los colegios, todos saben leer y escribir.

 

Al tiempo de la Bomba Atómica la mayoría de ellos se encontraban en las clases ordinarias de sus respectivos colegios. Por ello al producirse la explosión miles de niños quedaron separados de sus padres, muchos heridos, tirados por la ciudad y sin poder valerse por sí mismos.

 

Nosotros recogimos a todos los que pudimos, y trasladándolos a Nagatsuka comenzamos en seguida a curarlos para prevenir en lo posible las infecciones y las fiebres.

 

Carecíamos en absoluto de anestésicos y algunos de los niños estaban terriblemente heridos: uno, a consecuencia de una teja que le cayó en la cabeza, tenía un corte de oreja a oreja. Los labios de la herida tenían centímetro y medio de ancho: separado el cuero cabelludo del hueso, estaba lleno de barro y trozos de cristal.

 

Los gritos de la pobre creatura al ser curada ponían en vilo a toda la casa, por lo cual no tuvimos más remedio que atarle con una sábana a un carrito y llevárnoslo a la cumbre de una colina que había junto a la casa. Aquel lugar se convirtió en quirófano, en donde podríamos trabajar y el niño podría gritar a gusto sin poner nerviosos a los demás.

 

El corazón se desgarraba al tener que hacer estas curaciones, pero era mayor el consuelo al poder devolver aquellos niños a sus padres; por medio de la Policía japonesa, que estaba perfectamente organizada, pudimos ponernos en contacto con las familias de todos los niños que teníamos en casa.

 

A los pocos días, de Osaka, Tokio, etc., iban viniendo a Nagatsuka.

Son inimaginables las escenas de encuentros con los hijos que creían muertos en la explosión y que ahora volvían a ver sanos y salvos o por lo menos en vías de curación.

 

Aquellos padres y madres, llenos de emocionada alegría, no sabían cómo expresar su agradecimiento, y tirándose a nuestros pies, nos hacían recordar aquellas escenas de los Hechos de los Apóstoles, cuando los judíos cayendo de rodillas los adoraban como a dioses.

 

Muertes misteriosas

 

Sin embargo, en medio de todas estas impresiones encontradas, un hecho nos tenía desconcertados. Y es que muchas personas que estaban en la ciudad en el momento de la explosión no habían sufrido herida alguna, y, sin embargo, pasados unos cuantos días, se sentían débiles y venían a nosotros diciendo que se abrasaban por dentro, que quizá habían respirado un gas venenoso… y al poco tiempo morían.

 

El primer caso me ocurrió cuando estaba curando a un anciano que tenía dos profundas heridas en la espalda. Se me presentó un señor que me dijo:

 

-       Por favor, Padre, venga a mi casa, porque mi hijo dice que le duele mucho la garganta.

 

Viendo que el anciano a quien estaba curando estaba gravísimo, le contesté:

 

-       Probablemente será un catarro, dele un poco de aspirina y hágale sudar; ya verá cómo se cura.

 

A las dos horas fallecía el niño. ¿Qué había pasado?

 

Después vino llorando una muchacha de trece años que me dijo:

 

-       Padre, mire lo que me pasa.

 

Y abriendo la boca me enseñó las encías ensangrentadas; tenía toda la fosa bucal llena de heridas pequeñas y una faringitis aguda; agarrándose, además, los cabellos, se quedaba con ellos en las manos. A los dos días murió.

 

Haciendo investigaciones y estudiando diversos casos, nos encontramos con los siguientes síntomas: destrucción de los órganos hematopoyéticos, médula, bazo, ganglios linfáticos y los bulbos capilares; es decir, un caso típico de ataque radioactivo. Sabiendo ya la causa, por medio de transfusiones de sangre, etc., pudimos ayudar a estas pobres víctimas y salvar algunas otras vidas.

 

Varias son las estadísticas publicadas acerca del número de víctimas: parece ser que al principio se dieron números inferiores a la realidad. Los oficiales no incluyeron al principio los soldados y personal militar, sino solamente la población civil.

 

Las que hoy exhiben en el “Information Center” de Hiroshima, son las siguientes:

 

Muertos… 260 mil

Heridos y desaparecidos… 163, 293

 

Jugándonos la vida

 

De los muertos, unos 50 mil fallecieron en el momento mismo de la explosión. Otros 200 mil en las semanas que siguieron; otros, mucho más tarde, como consecuencia de las heridas o radiaciones.

 

Hasta un día después de la explosión, no supimos que se trataba de la primera bomba atómica que había explotado en el mundo como arma de guerra.

 

Al principio, sin electricidad, sin radio, estábamos del todo incomunicados con el exterior. Pero al día siguiente comenzaron a llegar los automóviles y trenes que desde Tokio, Osaka y otras ciudades venían en auxilio de Hiroshima.

 

Todos quedaban en las afueras de la ciudad, y cuando les preguntábamos qué era en realidad lo que había pasado, nos contestaban con mucho misterio:

 

-       Ha explotado la bomba atómica.

 

Y al instante:

 

-       Pero ¿qué es la bomba atómica?

 

-       La bomba atómica es una cosa terrible.

 

-       Que es terrible ya lo hemos visto; pero díganos qué es.

 

Y terminaban diciendo:

 

-       La bomba atómica es… la bomba atómica.

 

Porque ellos tampoco sabían más que el nombre. Era una palabra nueva que entonces entraba por primera vez en el diccionario. Además, saber que era la bomba atómica la que había explotado, no nos ayudaba nada, desde el punto de vista médico, ya que nadie en el mundo conocía sus efectos en el organismo humano; nosotros éramos en realidad los primeros conejillos de Indias de experimentación.

 

Pero sí nos ayudó, y mucho, desde el punto de vista misionero. Porque nos dijeron:

 

-       No entren en la ciudad porque hay un gas que mata durante setenta años.

 

Y entonces es cuando uno parece sentirse más sacerdote, cuando sabe que hay dentro de la ciudad cincuenta mil cadáveres que de no ser cremados, originarían una peste terrible. Además había ciento veinte mil heridos que curar. Ante este hecho un sacerdote no puede quedarse fuera para salvar su vida.

 

Naturalmente que cuando a uno le dicen que dentro hay un gas que mata, sólo después de hacer un propósito muy firme se decide a entrar. Pero lo hicimos y comenzamos a levantar pirámides inmensas de cadáveres para rociarlos con petróleo y prenderles fuego después. Así desaparecieron los cadáveres que estaban en las calles.

 

Pero a los tres o cuatro días, con el sol de agosto y el calor húmedo, el olfato nos iba diciendo dónde había más cuerpos en corrupción. Levantando los escombros nos encontrábamos a familias de cinco o seis o más personas aplastadas bajo su casa. Ayudados por los transeúntes que al azar cruzaban por allí, hacíamos montones de cincuenta o sesenta cadáveres para incinerarlos.

 

Cuando terminamos, en un último esfuerzo, aquella tarea de los primeros días, nos encontrábamos agobiados; pero el cansancio no nos hacía olvidar aquello del gas que mataba; por eso nos preguntábamos unos a otros:

 

-       Padre, ¿usted siente algo especial?

 

Y a todos nos pasaba lo mismo: estábamos cansados, pero sin  síntomas especiales que pudieran alarmarnos. Era natural que así fuera, porque el rumor erróneo del gas mortífero no tenía más fundamento que el de la imaginación excitada con el espectáculo tan sangriento de aquel calvario trágico.


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