El buque rompe el mar que es tan oscuro como el cielo. Las luces al fondo del horizonte podrían no ser Gran Canaria sino una gigante nave espacial y esto no el Atlántico sino un rincón perdido del espacio exterior. El viento salado me trae a la Tierra. Veo el agua agitarse en remolinos y estelas, blancas en los cuántos metros que iluminan las luces del barco, y luego negras en el infinito que sigue.
Los pocos pasajeros que tomaron el Armas en la noche de un cinco de enero están adentro. El buque se siente inmenso y vacío, como si viajara sin piloto y desbocado hacia ningún sitio. El aire huele a océano y a combustible, según cambia el viento, y me moja la cara con minúsculas gotas de humedad. La mujer que fumaba cerca de la puerta apagó su colilla hace poco y ahora se va. Quedo sola en esa inmensidad de mar oscuro que contemplo con las manos sujetas al barandal y la cara asomada al frente, luego al lado y atrás. Y entonces se me ocurre saltar.
Saltar al agua fría, buscar la superficie tras el impacto, emerger como un punto diminuto en la oscuridad, mantenerme a flote entre las aguas agitadas y luego más calmas, cuando el buque se aleje ajeno a la pérdida de mi cuerpo. Mi ausencia no se notaría sino hasta horas después. ¿Es eso lo que me invita a saltar? ¿Saber que puede una de repente desaparecer?
Prup. Un salto. Un movimiento sencillo. Y luego gritar desde el agua y comprobar que el buque sería sordo. Quedarme en la soledad de las aguas calmas. Pensar en nadar. Eventualmente agotar las energías y ahogarme. Eso es lo que me impide saltar. El factor muerte. Porque no quiero cometer suicidio. Solo saltar del barco, golpearme contra el agua, nadar con la adrenalina a tope. No dar crédito de la estupidez que he cometido, llorar la frustración hasta que la desesperación acepte la paz del abandono al que me he arrojado. Luego flotar en silencio y desaparecer en el mar como el humo del cigarro de la mujer se difuminó en la atmósfera.
Es aterrador porque sé que podría hacerlo. Repito la escena en mi mente como ensayando la caída. Tengo los músculos tensos y una parte de mí feliz con la inminencia del salto. Pero no lo hago. No es que me de miedo. No siento miedo alguno. No lo hago porque sé que no quiero hacerlo, porque sé que el factor muerte no es despreciable. Es un acto racional. No lo hago, pero sé que lo haría si ese gramo de consciencia perdiera el control. En cierta forma es una represión que me tengo en paisajes así. Por eso, cuando sea vieja y sea tiempo, tal vez quite el freno y deje que mi cuerpo se arroje al vértigo de una cascada.