• Ángeles Mastretta
  • 08 Agosto 2013
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Por: Ángeles Mastretta

 

En el Puerto Libre de este mes de agosto, el artículo que todos los meses publica Ángeles Mastretta en la revista Nexos, la escritora poblana rememora sus primeros años reporteriles, cuando todas las tardes aparecía un texto suyo en el periódico Ovaciones.  Su encuentro con las prostitutas en San  Juan de Letrán, el impacto de la joven escritora con la realidad brutal del sexo en la calle, y su perspectiva cuarenta años después.


Aunque yo no lo crea, hubo un tiempo en el que fui más inocencia que audacia y con semejante virtud anduve por lugares a los que no habría llegado jamás si la vida que estaba para mí hubiera sido menos huidiza. A casarme y coser estuve destinada en la imaginación de mis antepasados y de semejante certidumbre me hizo a un lado más el destino que mi destreza. Vine a dar a la ciudad de México a mis veinte años de entonces que eran como los once de ahora. Tuve que trabajar muy pronto. No abundaré en las razones porque esa historia ya me queda un poco grande. O ya estoy grande yo, como para contarla. Tuve que trabajar, pero no con disgusto. Siempre me he divertido con lo que hago. Entonces, al mismo tiempo iba a la universidad en la mañana y en la tarde escribía para un periódico vespertino llamado Ovaciones. La gente de mi edad sabe que éste era un diario deportivo que antes de que hubiera noticieros a toda hora, y en la dorada época en que el radio era para oír música, se inventó para dar las noticias que habían sucedido esa mañana. Quienes ahora tienen treinta años ya no vieron tan breve experimento. Las ocho columnas podían ser dos palabras. Y la nota para explicarlas tener diez. Hubo un célebre asesinato de dos viejos y durante varios días se investigó quién podría haber hecho semejante maldad. Parecía una venganza política porque el hombre había trabajado en los ingenios azucareros durante épocas de huelgas y malquerencias, pero los especialistas que siguen siendo y eran más una pandilla de chismosos aunados a un solitario con intuición, que un grupo de científicos expertos en criminología, habían hecho mil teorías. Cuando la autoridad dijo tener una certeza, el diario, sin más aviso, cabeceó: “El nieto”. Y los voceadores vendieron como nunca.

Poco antes de esa fecha yo, que me había nombrado reportera en el momento en que me hice de una libreta y un lápiz tras el segundo semestre en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, me fui, una noche, sola, a la calle de San Juan de Letrán. Dizque a ver la realidad. Caminé un rato por una hilera de bailaderos apilados en tres cuadras. La reportera se aprestó a conocerlos. Cuando pienso en ella sabiendo que era yo, me toma una mezcla de vergüenza y compasión. Semejante idiota, con su morral y sus pantalones de mezclilla, entró al Ratón Loco sintiéndose la muy salsa. A ver cómo vive aquí la gente que malvive, decía mi prepotencia. O mi culpa. No sé bien a bien qué me habrá movido. Sin duda no la música malísima que sonaba sobre el piso de cemento, las mesas de latón con anuncio de cerveza y los cuerpos medio reventados de unas mujeres que bailaban como pirinolas intercambiando fichas por canciones. Lo que ahí había era pobreza y yo no fui capaz de ver más allá. Cuando el mes pasado leí el devastador texto de Héctor de Mauleón llamado “Esclavas de la calle Sullivan”, me avergonzó la pura intuición de haber estado entonces cerca de una atrocidad parecida y no haberla visto.

(Seguir leyendo en Nexos.com.mx: http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulo&Article=2204270)

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