• Verónica Mastretta
  • 31 Julio 2014
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 Para mi mamá, que fue mi estrella

La semana pasada  recorrí el Centro Histórico de la ciudad de México ya entrada la noche. De noche todo cambia, los edificios lucen luminosos y mágicos; Bellas Artes, Correos, el Sanborns de los Azulejos. Nuestra caminata nocturna nos llevó hasta el Palacio de Minería, ese hermosísimo edificio diseñado y construido por el arquitecto valenciano Manuel Tolsá entre 1797 y l813 para albergar el Real Seminario  de Minería. A la entrada del palacio hay tres objetos fascinantes caídos del cielo en el norte de México: tres inmensos meteoritos.  Uno de ellos, "Chupaderos", cayó en 1852, pesa 16 mil kilos y es uno los diez meteoritos férreos más grandes del mundo.



Otro de ellos llamado "Allende" cayó en el norte de México en 1968 y contiene un material inexistente en la Tierra llamado panguita, mineral de 4600 millones de años, más antiguo que cualquier mineral de nuestro mundo. Los meteoritos derivan su nombre de la antigua palabra griega "meteoron", que significa "fenómenos del cielo"  y son mudos testigos de un viaje a través de las galaxias y las estrellas. 



Los tres meteoritos de Minería, descubiertos en diferentes momentos, fueron llevados al pórtico central del edificio para dar la bienvenida a los visitantes. Son imponentes, sobrios, misteriosos. Esculturas talladas por la fricción de la atmósfera cuando los meteoritos cruzaron por ella antes de su descenso en el planeta Tierra.

 Están pulidos y brillantes y  se permite tocarlos; al pasar las manos sobre ellos nos transmiten la  energía latente de todos los minerales que los forman  provenientes de lugares del universo que solo podemos vislumbrar gracias a tantos científicos dedicados y empeñosos que con sus inventos nos han dado un atisbo de infinito.

 

A cada alma la conmueven diferentes cosas y momentos; uno de los míos ha sido el encuentro con los meteoritos.  Ante la belleza y perfección de estas piezas magistrales creadas por la mano invisible que mueve el cosmos, solo cabe el asombro silencioso .Su poderoso  misterio te guía hacia el interior de ti mismo. Los meteoritos del Palacio de Minería tienen tal fuerza que uno se siente pequeño y

 Humilde ante ellos, y sobre todo, muy poco viajado después de tratar de imaginar desde dónde vienen y a qué velocidad llegaron aquí estas joyas inmensas.

 

Hace sesenta y cinco millones de años, un meteorito gigante, posiblemente parte de un planeta que perteneció al sistema solar, cayó sobre el lecho marino de las costas de Yucatán,  provocando tal cataclismo en la tierra que desaparecieron para siempre los dinosaurios y el resto de la flora y la fauna que poblaban entonces  nuestro planeta . El objeto celeste explotó con un destello cegador liberando  cien millones de megatones de energía. La explosión sacudió al mundo entero. Nubes ardientes de roca y de vapor se elevaron en la atmósfera. Las ondas de choque movieron al mar provocando tsunamis devastadores  que entraron a la tierra  arrasando la vegetación y a casi todas las especies existentes.  Lo que quedó de vegetación se incendió, y luego, toda la tierra quedaría cubierta por una lluvia de ceniza y humo que durante un año impidió que los rayos de sol llegaran a la superficie de la tierra, a lo que antes fuera un paraíso tropical. El invierno nuclear durará varios años y aparentemente la Tierra ha muerto y se asemeja a una enorme  luna fría. En unos minutos, los dinosaurios que dominaron el planeta 140 millones de años desparecieron  para siempre. Me sorprende recordar  que como especie humana solo llevamos un millón de años de existencia  y como homo sapiens apenas cuarenta mil años. ¡Qué chiquitos somos aún! Cada determinado número de millones de años, la Tierra ha sufrido cataclismos  enormes. Quizás ninguno como el antes descrito después de generar la vida existente en la época de los dinosaurios. Y aquí estamos ahora, rodeados de la nueva biodiversidad que la tierra recompuso a lo largo de 70 millones de años. Lo que para nosotros son días o semanas, para la Tierra son millones de años. Así como a la mosca sus dos meses de vida le deben parecer eternos, así nos parecen largas nuestras vidas e inmensa nuestra trayectoria como especie. Pero el planeta Tierra tiene otro ritmo y otra lógica, y sobre todo, un reloj interior que en nada se parece al del ser humano. Trabaja silenciosamente, sin prisa pero constante. Debe reírse de nosotros, si es que puede reírse, cuando nos oye decir   ¡Salvemos la Tierra! La tierra no necesita ser salvada. Se ha recuperado de  muchos cataclismos como el que describí arriba  sin ayuda de nadie, y lo volverá a hacer  las veces que haga falta. Leí  que si el hombre con las estupideces que hace acabara con la atmósfera de la Tierra, con los bosques,  con las especies que la habitan, con la biodiversidad, con todo, tranquilamente, tal vez en un millón de años, la Tierra se habrá encargado primero de hacernos desaparecer a nosotros, bola de parásitos destructores, como quien vomita un microbio, y después, con toda calma, regenerará la atmósfera como quien supera una gripa, limpiará los mares como quien digiere un  ostión que no estaba muy fresco, y creará nuevas y diversas formas de vida. No las que conocemos ahora, sino otras, que para eso ya la Tierra ha dado muestras de ser muy creativa. La Tierra, esa gran sobreviviente, no necesita ni que la salvemos, ni que la rescatemos. Somos nosotros, si queremos sobrevivir como especie y seguir un rato más dando guerra sobre este mundo, los que nos tenemos que aplicar en no molestarla. Para la Tierra es más que viable un mundo sin nosotros, pero me parece que es precioso que estemos aquí para valorar sus creaciones perfectas. 

 Si algún día visitan el centro histórico de México, pasen un momentito a rendirles culto a los hermosos meteoritos. Contémplenlos sorprendidos y reverentes porque nos recuerdan que todos  venimos de las estrellas y como polvo transformado en una energía que no conocemos, volveremos a ellas....

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