Escribo estas líneas cuando faltan tres días para que el año de 2013 se extinga. Un año más suele decirse. También es un año menos. El tiempo es devenir que acumulamos y al mismo tiempo restamos en nuestro paso por la vida. Cuando pienso en esto no puedo dejar de recordar la poesía sobre el tiempo que alguna vez escribió el gran poeta español José Bergamín: El reloj dando las horas/no nos las da, nos las quita:/nos roba el tiempo, robándonos, /con él, el alma y la vida/. Bergamín, quien vivió muchos años el exilio por la dictadura franquista, acaso escribió desde la angustia del desterrado. Esa angustia que sufre el paso del tiempo fuera del entrañable lugar donde anidan los recuerdos más remotos.
Un amigo boliviano recién me dijo que los occidentales vemos el tiempo de manera distinta a como lo hacen los pueblos indígenas. Miramos hacia el futuro, cuando en realidad lo único que existe es el presente. El pasado ha dejado de existir y el futuro todavía no existe. Cuando pensamos en el futuro siempre nos asalta el temor al fin de la vida. Porque independientemente de que nuestro futuro sea luminoso o sombrío, el puerto final de todo ser humano es el dejar de ser. He aquí por qué la religión es una necesidad humana. No nos resignamos al dejar de ser y buscamos en el más allá nuestra continuidad. Nos consolamos pensando en que en algún lugar nuestros seres queridos aún existen y velan por nosotros. Nos reconfortamos sintiendo que algún día nos reuniremos con ellos. Aquel que no es religioso necesita de una fuerte consistencia filosófica para enfrentar el fin de la vida. Pero hace aproximadamente 2,300 años, dos filósofos de la antigüedad griega, Demócrito y Epicuro, enfrentaron este problema con gran solvencia. Animados con su concepción materialista, expresaron que el alma no sobrevivía a la muerte del cuerpo y quedó para la posteridad el aforismo epicúreo sobre la muerte: “La muerte no nos concierne, porque cuando nosotros existimos la muerte no existe, y cuando la muerte existe nosotros no existimos". Tito Lucrecio Caro, seguidor romano de los dos filósofos griegos dijo alguna vez que si antes de nacer no habíamos sido, de qué nos preocupábamos al dejar de ser después de la muerte.
Acaso estas reflexiones produzcan tranquilidad para el ateo cuando el transcurso de los años ha sido largo y más aún si ha sido fructífero. ¿Que habrán pensado los hombres y mujeres en la plenitud de la vida en el momento en que supieron que iban a morir? Cuando pienso en buena parte de mis amigos y amigas, compañeros todos, que no alcanzaron a llegar a los treinta años, comprendo por qué alguna vez alguien me expresó que no había que sentirse deprimido por el envejecer. Cada año más, aun cuando sea un año menos, hay que celebrarlo con intensa fruición. Y aquellos que esquivamos a la muerte que llegó antes de tiempo, a todos aquellos que vivieron el lado oscuro de la luna de la desaparición forzada y lograron salvar la vida con dignidad, no podemos sino repetir lo que recientemente ha dicho el diputado argentino, Juan Cabandié. Juan fue secuestrado cuando era un recién nacido pues la dictadura mató y desapareció a sus padres quienes apenas tenían 19 y 16 años. Crecido al lado de su apropiador, un esbirro policiaco, recientemente ha dicho con respecto a los causantes de su desgracia personal y la de miles de argentinos: “Nuestra única venganza es ser felices”.
A todos los lectores y lectoras de esta columna, aun a los que detestan mis opiniones, les deseo un año lleno de amor, salud y felicidad.
(La fotografía que ilustra este texto es del cineasta Rafael Bonilla Pedroza.)