• Emma Yanes
  • 19 Noviembre 2015
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En memoria de Eugenio Bermejillo Schnaider (1954-2015)




Lo vi llegar en su bicicleta amarilla como una ráfaga de viento y se estacionó en una calle cualquiera de la colonia Guerrero. Era robusto, alto, fuerte, de ojos verdes, y más bien desaliñado. Se llamaba Eugenio, me dijo, trabajaba en la televisión del Congreso del Trabajo y quería hacer un programa sobre el barrio.

–Que tal sobre las razias --le sugerí, sin salir todavía de mi sorpresa ante su inesperada llegada, aquí la policía se lleva a los chavos a cada rato.

–Ha pues órale, órale --me dijo. Entonces lo vi ir y venir con su bicicleta día tras día haciendo entrevistas. Y sí el programa quedó muy bien y se transmitió en el canal del Congreso del Trabajo. Poco después me topé con su bici estacionada afuera de la cantina La hija de Moctezuma, cerca del Salón los Ángeles.

–Qué pasó --le pregunté cuando salió más o menos tambaleándose.

 –Pues aquí nomás, chido el programa, pero me corrieron los ojetes, vale madres.

No recuerdo si nos tomamos o no una cerveza a su salud, pero desde entonces se convirtió para mi vida en una especie de ángel en bicicleta, siempre de llegadas inesperadas y a tiempo. Era como una ráfaga que lo mismo estaba en el Castillo de Chapultepec, que en el Museo de Arte Moderno o la ENEP Acatlán, atento a la enfermedad que alguna vez tuve o ayudando a bajar libros y muebles en nuestro departamento de Avenida Reforma luego del sismo de 1985. Cuando a mi madre la atacó un cáncer, él la cargaba en sus brazos del sillón reposet a la cama y viceversa; de igual manera llegó en bicicleta al Sanatorio Español a  donarle sangre a mi padre, en una operación de las arterias.

  Luego desaparecía por largo tiempo hasta que yo volvía a ver su bici estacionada en algún lado, por ejemplo en la presentación de alguno de mis libros.

  Él solía recorrer la ciudad de México de arriba para abajo cuando para los ciclistas no se había definido zona alguna, ni eran mínimamente respetados. Incluso sobre avenida Reforma llegué a verlo jugar carreritas contra algún delfín, como se les decía a los camiones de entonces. Fue en su locura, un ciclista pionero, quién lo diría. Montado en su bici iba de comunidad en comunidad, deambulado por Chiapas, Oaxaca o la Sierra de Puebla, para capacitar campesinos y establecer las radios comunitarias: el derecho a la palabra. Y hacia cerveza y producía miel. Y fue defensor acérrimo del maíz. En Ana su esposa encontró la fortaleza y la paz que requería para hacer posible un mundo alterno de diálogo y comunicación social hacia los indígenas y pueblos originarios, con las radios locales que hoy son posibles y antes eran sólo un sueño. Radio del pueblo, diría, igual para el que quiere anunciar tortillas, que para el que se va o queda en la comunidad o para el que quiera mandarle saludos a la novia. Y están ahí.         

  Lo suyo no eran los coches, aunque tuvo una combi que alguna vez fue como su casa y desde la que le gustaba mirar las estrellas. Se salvó de tres accidentes. Un balazo rozó su cuerpo en la zona guerrillera. En otra ocasión, rumbo a Puebla, junto con Ana y su hijo Luis, chocaron por la imprudencia de un anciano influyente; Ana quedó lastimada, embarazada ya de su hija Isabel, pero en unos días todo volvió a la normalidad. En el 2014, de nuevo, cerca creo que del estado de México, un camión torton arrolló el auto que él manejaba: hubo una escaramuza donde perdieron la vida seis personas, Eugenio quedó inconsciente, pero sin mayor problema. No merecía desde luego una muerte automovilística. Inmortal o con mucha suerte lo creí. Pero no. Murió tranquilamente en el bosque del Nevado de Toluca, junto a su bicicleta, rodeado de amigos. Una vida atrabancada, una muerte parsimoniosa.

  Como decirte, quisiera, que es justo el Nevado de Toluca la montaña que defienden de la depredación ambiental mi hija Alicia y sus colegas; tiene  compañeros que además han hecho del andar en bicicleta, más que un deporte o un medio de transporte, una filosofía. Así que tú legado con ellos quedará protegido.          

  Se llamaba Eugenio, me dijo, lo vi llegar sorprendida en su bicicleta amarilla como una ráfaga de salud y alegría: partió como el ángel fugaz que siempre fue en mi vida y que yo no sabía.   



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